Por Vicente Massot
Lo que acaba de
suceder en la provincia de Tucumán no es nada que deba sorprendernos. Si bien
no es cosa de todos los días que se violenten urnas, se compren votos, se
impida trabajar a los fiscales de los partidos opositores y —para colmo de
males, como final de fiesta— se reprima con saña una manifestación popular
pacifica, tampoco es novedoso. Sobre todo en las provincias del norte donde el
entramado mafioso de gobernadores peronistas que hacen su voluntad pasando por
encima de la ley como alambre caído; el dominio de la justicia, sujeta a los
caprichos de los Alperovich, Zamora o Insfrán de turno; la construcción de una red
clientelista a prueba de balas, y el control de las legislaturas estatales,
forman parte de su naturaleza política.
Nada cambiará
en esos estados. Bien está que Mauricio Macri y Sergio Massa hayan puesto el
grito en el cielo y que la gente se haya manifestado en la forma que lo hizo en
la noche del domingo, madrugada del lunes. Ello no modificará el triunfo de
Juan Luis Manzur ni el control que el oficialismo retendrá sobre el Estado y la
sociedad. Casi podría decirse, aunque pueda parecer peyorativo respecto de los
sufridos habitantes del Jardín de la República, que los hechos que jalonaron
esa jornada electoral poco importan si no se los analiza en perspectiva.
Circunscriptos
a la pequeña geografía norteña significan —sí— un escándalo, pero no de proporciones.
En cambio, si en lugar de posar la lupa sobre Tucumán la posamos sobre el país
todo y, de manera especial, escogemos a la provincia de Buenos Aires como
objeto de análisis, las cosas cobran otra dimensión. Es que, a esta altura de
las circunstancias, se sabe que en la elección del 25 de octubre como en la del
22 de noviembre —si se llegase a esa instancia— las diferencias entre los
candidatos pueden ser mínimas. Por lo tanto, el fraude —en cualquiera de las
diversas formas que conocemos— pasaría a ser un expediente de uso obligatorio
para un oficialismo que viese peligrar su hegemonía.
En Santa Fe,
Córdoba, la capital federal y Mendoza el aparato K no está en condiciones de
volcar urnas, amenazar a fiscales y adulterar el resultado de los comicios. Sí
podría hacerlo en el Gran Buenos Aires si Daniel Scioli, necesitado de sumar
por lo menos cinco puntos más que los cuarenta obtenidos en las PASO, no
llegase a ese número. En Tucumán, como en Chaco, Formosa, Santiago del Estero,
Jujuy, Misiones, La Rioja, y demás estados menores bajo dominio kirchnerista,
el fraude hecho en escala no alcanzaría a torcer los números y decidir la
suerte de Scioli. La clave está en Buenos Aires. Por eso, en el espejo tucumano
hay que ver al principal distrito electoral del país.
Sostener que,
en punto a la elección del próximo presidente, nada se halla definido; que no
hay un ganador seguro y que ninguno de los candidatos en disputa pueden,
seriamente, encargar con anticipación el traje a medida para su juramento el 11
de diciembre en la Casa Rosada, no es parte de una conjetura abierta a debate o
el vaticinio de un adivino irresponsable. Basta poner a consideración dos o
tres datos objetivos para darse cuenta de la realidad. Vayamos a cuentas.
El promedio de
votantes efectivos en los comicios presidenciales en la República Argentina
orilla 81 %. En las recientemente substanciadas PASO, por el cuarto oscuro
desfiló 74 % del padrón nacional. No se requiere ser un experto a los efectos
de comparar estos porcentajes y llegar a la conclusión de que, si en octubre
esos siete puntos porcentuales que no se hicieron presentes hace dos semanas y
media cumpliesen con su deber cívico, los resultados del pasado 9 de agosto
podrían cambiar.
Todo hace
pensar que buena parte de los ciudadanos comprendidos en el 7 % mencionado
—desinteresados por una elección en la cual nada significativo estaba en juego—
participarán activamente el 25 de octubre. Con una consecuencia lógica: nadie
sabe como votarán y, por lo tanto, a las cuatro incertidumbres que siguen será
menester agregarle ésta.
¿Quién podría
afirmar, más allá de cualquier duda, cómo reaccionarán dentro de sesenta días
los seguidores de Margarita Stolbizer y de Adolfo Rodríguez Saá, cuando deban
elegir a un candidato y sepan que el suyo no tiene la más mínima posibilidad de
imponerse? ¿Mantendrán a rajatabla sus convicciones o decantarán hacia el voto
útil? He aquí la primera gran incógnita.
La segunda fue
tratada hace siete días: ¿a quien elegirán los votantes del gobernador José
Manuel de la Sota? Una primera encuesta, en manos del oficialismo cordobés,
muestra que, de cada diez sufragios obtenidos por el gobernador mediterráneo en
las PASO, seis irán a parar a manos de Macri y los restantes cuatro se
repartirán entre Sergio Massa y Daniel Scioli, en ese orden. ¿Qué sucederá con
el 3,2 % del cordobés que lo votó fuera de su provincia?
La tercera
incógnita tiene que ver con la provincia de Buenos Aires y la posible
—¿probable?— incidencia negativa de Aníbal Fernández sobre los seguidores independientes
del actual mandatario bonaerense. Sería una osadía cerrar la cuestión afirmando
que, aún cuando existiese un corte de boleta en desmedro de La Morsa, nunca
podría ser tan grande como para impedir su triunfo. Pero supondría una muestra
de osadía igual a la anterior creer a pie juntillas lo contrario. Fernández es
un candidato difícil, que se las trae, de modo que todavía es imposible
imaginar si le suma o le resta —y cuánto— al FPV en la provincia de Buenos
Aires.
El cuarto
misterio —si es permitido calificarlo así— se vincula con el desenvolvimiento
de la economía de aquí a octubre y, eventualmente, hasta noviembre, si hubiese
un ballotage que se llevaría a cabo el 22 de ese mes. En las ocho semanas que
faltan para la primera vuelta, cuanto suceda con el bolsillo de los argentinos
—la víscera más sensible entre nosotros, al decir de un hombre que nos conocía
como pocos: Juan Domingo Perón— será fundamental. Si la situación fuese
delicada, pero nos hallásemos a cubierto de una crisis, el tema en cuestión
carecería de relevancia. Sucede, sin embargo, que —más allá de nuestros propios
desbarajustes— es el mundo el que ha comenzado a hacer ruido en serio, y no
sería de extrañar que los efectos de una China y Brasil en baja sobre la
Argentina, resultasen mucho más complicados de lo que imaginamos. No se trata
de la herencia que recibirá el próximo gobierno, como de los factores capaces
de torcer el ánimo de los votantes en el supuesto de que, a un resfrío de
China, le siguiese en Brasil una gripe que, aquí, se convirtiese en una
pulmonía múltiple.
Los cuatro
interrogantes mencionados —de momento sin respuesta— ponen al descubierto esa
imagen tan gráfica, repetida en estas semanas hasta el cansancio, de que la
moneda está en el aire y nadie es todavía capaz de imaginar si será cara o
cruz.