La política es capaz de
llenar su misión en la economía del espíritu, ni más ni menos cumplidamente que
el arte de crear lo bello, o la filosofía de hallar la verdad, o la moral de
hacer el bien. Las mejores empresas prácticas no dejan de acompañarse de
errores groseros; como la moral –aun la de los justos y los santos-, de
pecados; como las obras maestras artísticas, de fealdades; como el mejor
sistema metafísico, de sofismas.
Pero del hecho de que sea la
cenicienta de las actividades espirituales, se sigue que en los pueblos
civilizados sea más frecuente hallar inspirados artistas, abnegados
filántropos, juiciosos pensadores, que verdaderamente políticos.
(pg. 11)
El innoble oficial y el
noble oficio
…los profesionales de la
política dieron suficientes motivos para tomar como con pinzas la actividad que
ejercen.
Como quiera, si se
reflexiona con frialdad, se echará de ver que pese a sus defectos, aun esos
venales usurpadores del noble título de servidores públicos, a que
implícitamente aspiran todos los políticos, despliegan un mínimo de
generosidad, mayor que la de muchos hombres ocupados en quehaceres honestos,
pero que no persiguen sino su interés más exclusivo, personal y egoísta. El
tiempo que empiezan por dedicar a los demás –y de que se privan para atender a
tareas lucrativas- más de lo que el término medio de los puntales de comité
medra con las granjerías de una participación legítima o clandestina en el
poder oficial. Y los verdaderos profesionales del oficio, aun los que no llegan
al heroísmo, pero cumplen cabalmente sus modestos deberes en puestos
administrativos o de gobierno son, cuando aparecen en un país en cantidad
apreciable, la madera con que se hace la grandeza de las naciones. (pg. 16)
El mayor obstáculo que la
política opone a la inteligencia es que el futuro, en cuyo manejo está su
misión, no es susceptible de conocimiento cierto. La mejor educación del príncipe,
el mayor acopio de antecedentes por las oficinas de cada rama de la
administración, el más sabio asesoramiento de las minorías selectas reunidas en
los consejos del gobierno, jamás eliminarán la parte aleatoria, como de salto
en el vacío, que hay en toda decisión práctica.
Un gran político argentino
de nuestro tiempo lo dijo en forma insuperable al contestar la pregunta que se
le formulaba sobre si la reforma electoral que proponía era un camino seguro: Tomar un rumbo del porvenir es siempre difícil
e incierto. Nadie tiene la presciencia. Es
siempre una opción entre dificultades.
La obligada modestia de
rehusarse a profetizar se comprende en todo espíritu juicioso. Pero la desdicha
del político está en que su oficio le impone la dura necesidad de proceder como
si viera el porvenir en una bola de cristal, o de lo contrario no hacer nada,
en la imposibilidad de conocer a ciencia cierta la solución infalible. Decía
Aristóteles que lo contingente es lo que puede suceder de otra manera,
escapando a los razonamientos rigurosos. Equiparaba el error de admitirle al
matemático razones probables, con el de pedirle al retórico, u orador político,
demostraciones irrefutables. Las cosas
que consisten en acción –agregaba- y
las convenientes, ninguna certidumbre tienen. Y concluía: esta ciencia no es oír, sino obrar; lo
que parecía reducir la acción a un voluntarismo acéfalo, horro de toda
información como de toda actividad reflexiva.
Pero los aforismos de los
filósofos no se pueden aislar de su contexto. Y tanto en la Ética, como en la
Política del Estagirita se hallan las precisiones indispensables para entender
que la primacía dada por aquél a la acción no sólo no excluía sino que, por el
contrario, comportaba el mayor acopio de datos y la mayor suma de reflexiones
aportadas por los consejeros de quién debiese asumir la responsabilidad de las
supremas decisiones.
Con todo, el hecho
fundamental de que lo contingente, particular y variable no es necesario, en el
sentido de forzoso, no susceptible de conocimiento cierto, hace de la actividad
práctica del hombre algo que depende menos de la razón que de la voluntad. Que ésta
sea esclarecida por la experiencia histórica y vivida, por los consejos de los
asesores, por la información exhaustiva de las oficinas públicas, por la
opinión de los particulares donde el libre debate esté permitido y exista, nada
más deseable.
Pero en el momento de la decisión última prevalecerán siempre un
hábito, una intuición del inmediato futuro, una previsión, un golpe de vista –que
puede llamarse de doble vista-, facultades que definen al político cuando se
dan en un hombre de acción, y que hay que presuponer en todo gobernante, aunque
no las tenga; pues las opciones prácticas que todo jefe de Estado se ve
precisado a tomar a cada momento en última instancia dependerán de tales
disposiciones anímicas, mucho más que de ningún sistema racional, por rígido y
omniprevisor que sea. (pgs. 17/18)
“La política, cenicienta del
espíritu”; Buenos Aires, Biblioteca Dictio, 1977.