Por Abel Posse
Perfil,
18/10/2015
No se puede hablar de la grave situación argentina sin
relacionarla con la crisis cultural de Occidente.
El escritor estadounidense Shelby Steele escribió
recientemente: “El mundo occidental en su conjunto ha padecido hasta ahora un
déficit de autoridad moral. Hoy somos reacios a utilizar plenamente nuestro
poderío militar para no parecer imperialistas (aunque seamos atacados).
Somos reacios a proteger nuestras fronteras para no
parecer racistas. No rechazamos los nuevos inmigrantes para no parecer
xenófobos y hasta en los manuales educativos disimulamos los logros históricos
para no parecer arrogantes. Los otros tienen derecho a todo. Occidente vive hoy
en la culpa y a la defensiva. Es un imperio avergonzado de ser y de haber
sido…”. Un imperio con culpa es como un león con gripe.
Los imperios desaparecen muchas veces en callada
implosión, como el soviético en 1989-1991. El occidental hoy corre el peligro
de una implosión por hipocresía. Los imperios y las civilizaciones se extinguen
cuando dejan de afirmar sus obstinaciones fundantes (religiosas, imperiales,
tecnológicas, etc.) (…).
No hay dudas de que vivimos una larguísima decadencia
disfrazada de triunfo. El triunfo tecnológico, los triunfos sociales, los
triunfos informáticos. Pero, la decadencia espiritual profunda sigue corroyendo
a Occidente en forma manifiesta. Produce hombres públicos, políticos que ganan
la calle y hasta el poder, pero que en realidad son indigentes culturales. No
hemos sabido cultivar la sensibilidad. Hemos sabido destacar la inteligencia y
las artes de subsistencia, pero no hemos sabido cultivar la zona más profunda,
la que hace a la existencia.
El hombre actual es un exponente menos interesante que
el hombre de otros siglos, que en apariencia, o en realidad, estaba muy por
debajo de él en conocimientos científicos, tecnológicos y de conciencia
racional del universo. Este hecho nos obliga a reflexionar en un sentido
positivo. No es suficiente con reconocerlo, porque es evidente. Basta ver cómo
los medios de comunicación –tan elogiados– se transformaron en difusores de la
“subcultura mundializada”. Entonces, no hay que dar muchas vueltas para
comprender qué grado de enfermedad tenemos y cómo hay que superarla.
La modernidad ha creado democratizaciones económicas,
sociales, étnicas, raciales. Ha luchado por todo eso. Pero hay una especie de
asignatura pendiente, una eterna batalla que nunca se libró, que es la de la
revolución espiritual que transforma realmente al ser humano y lo cambia de la
condición de “ente ciudadano”, individuo votante, consumidor, trabajador,
marido, mujer, padre, madre, y lo lleva a la dimensión de persona: un ser
espiritual, con libre albedrío para decidir su vida desde su personalidad.
La revolución de la vida interior no se ha planteado.
(...)
Occidente se diferencia de Oriente por haber cultivado
el conocimiento para el “hacer” pero le falta toda la sabiduría para el “ser”.
Esta, creo, es la diferencia esencial, que explica la lenta supremacía asiática
y el fin del eurocentrismo que estamos viviendo.(...)
Hoy tiene que renunciar a las fiestas crueles o
santas, a la fiesta de ser. Hasta tiene que proteger a las bestias que, en la
libertad del bosque, lo devorarían, como lo hicieron los tigres gigantes con
los dinosaurios vegetarianos. (...)
Ser es grave y casi amoral (el príncipe Hamlet lo
experimentó). Pero la voluntad de ser es aburrida y fatal. Desde el humanismo
utópico y la razón positivista con la que comienza el siglo XX, vimos los más
atroces armamentos, siniestras dominaciones de esclavitud política, formas
imperialistas, transculturaciones; centros de opulencia y continentes de
miseria. Pero ya podemos ir comprobando que la globalización uniformadora y el
financierismo electrodigital son un hipercapitalismo casi anónimo, sin
ideologías, que rebasó a los políticos. ¿Cómo defendernos?
Pese a que no parezca, el problema mundial también es
argentino, aunque sigamos creyéndonos en el jardín de infantes.
Es bueno para los argentinos recordarnos que somos una
provincia de los “confines de Occidente”, como señaló Canal Feijóo. Y las ideas
exteriores fueron muchas veces tomadas como propias, sin beneficio de
inventario.
Nuestro éxito tenía algo frágil e ilusorio que no se
plasmó en formas genuinas, argentinas o latinoamericanas. A Argentina le faltó
la solidez final, como una cerámica extraordinariamente moldeada, pero sacada
del horno antes de tiempo. Lo cierto es que nos alcanzó la decadencia antes de
la culminación del empuje fundador, que había sorprendido al mundo desde
aquellos festejos del Centenario en 1910. En 2010 éramos ya un país
irrelevante, que conmemoró el segundo siglo de existencia con la chatura de un
mísero espectáculo circense en Tecnópolis…
Hoy lo único sorprendente es nuestro reconocido récord
mundial de demolición de una sociedad que fue admirable y admirada en el mundo.
Estamos viviendo la muerte de las ideologías viejas (y
asesinas y fracasadas, aunque sea en nombre del humanismo). Se derrumban sobre
nuestras espaldas las dos grandes direcciones pensadas en el siglo XIX: el
liberalismo individualista y democrático, y el marxismo comunista y justiciero.
Hoy ir hacia delante es tal vez saber retornar a la casa de los valores
propios, saber rescatar la autenticidad.
¿Desarrollo de las cosas o de la calidad de vida?
¿Globalización al servicio de un superpoder mundial o globalización de la
solidaridad y del respeto de la diversidad? ¿Comunicación planetaria para la
cultura o para la subculturización comercializada mundialmente? ¿Para qué
hombre y para qué idea del hombre se gobernará después del fracaso cultural que
estamos viviendo?
Para virar de acuerdo a las nuevas circunstancias
debemos recomponer como el único techo de la casa propia el aparato de nuestro
Estado demolido. Sin un Estado sólido como centro de las decisiones nacionales
y regionales seríamos tierra de nadie, campo abierto para la anarquía de los
grandes intereses mundiales. Además, sin Estado no hay democracia, porque el
poder del demos, más allá de las elecciones y la politiquería, se hace acto
cuando el diálogo se sintetiza en políticas de Estado.
*Diplomático. Fragmento del libro Réquiem para la
política (Ed. Emecé).