Por Khatchik DerGhougassian
Perfil, 18/10/2015
Fue/es una intervención anunciada. Más helicópteros,
aviones de combate Sukhoi Su-34 y unos 2 mil efectivos para reforzar los 600
marineros de la Armada que cuidan el puerto de Tartús en Siria, la única base
naval que Rusia tiene en el Mediterráneo. La única sorpresa quizá fueron los
misiles lanzados desde el mar Caspio a unos 1.500 kilómetros de los blancos
haciendo prueba de un salto tecnológico importante. Fuentes oficiales de la
inteligencia militar en Washington hasta sospechan que todo fue planificado y
coordinado con Irán desde fines de julio cuando el general Qasim Suleimani,
jefe de las fuerzas paramilitares Quds, visitó Moscú.
Fue/es una intervención “por invitación”, podríamos
decir pensando en las palabras de agradecimiento del canciller sirio, Walid
al-Moalem, quien en su intervención en la Asamblea General de la ONU el 2 de
octubre sostuvo que los bombardeos rusos contra las posiciones del llamado
Estado Islámico, o Daesh en sus siglas en árabe, como más se usa en Medio
Oriente, que comenzaron el 30 de septiembre se hicieron “a pedido de, y en
coordinación con” su gobierno.
Una intervención, además, agradecida si le creemos a
Sipan Hemo, el líder de la milicia kurda de Unidades para la Protección del
Pueblo que paró en enero pasado el avance de Daesh en Kobani. “Podemos trabajar
juntos con Rusia contra Daesh”, declaró.
Ni hablar del acuerdo de intercambio de información
que una delegación militar rusa firmó con el Comando Conjunto de Operaciones de
las fuerzas armadas de Irak el 25 de diciembre en Bagdad.
Estados Unidos y sus aliados europeos reaccionaron
inmediatamente y denunciaron que los ataques rusos no tomaban como blanco a
Daesh sino a los opositores del presidente Bashar al-Assad, incluyendo a
fuerzas entrenadas y armadas por Estados Unidos. En una declaración conjunta el
2 de octubre Francia, Alemania, Qatar, Arabia Saudita, Turquía, el Reino Unido
y Estados Unidos expresaron su preocupación por el involucramiento militar de
Rusia que, según acertaron, causó víctimas civiles en Hama, Homs e Idlib y no
tomó como blanco a Daesh. No por casualidad las declaraciones y posturas rusas
y estadounidenses, incluyendo los discursos de Putin y Obama, en el ámbito de
la Asamblea General se concentraron en defender o acusar al presidente de
Siria; el primero lo defendió, mientras para el presidente estadounidense Rusia
se equivoca considerando que todas las fuerzas que se oponen a Al-Assad y
quieren que se vaya del poder son terroristas. Quien ironizó la lógica de
Estados Unidos y sus aliados fue el canciller ruso Sergei Lavrov: “Si camina como
un terrorista, actúa como un terrorista, lucha como un terrorista, es un
terrorista, ¿verdad?”. Más adelante razonó: “Saddam Hussein ahorcado. ¿Es Irak
un lugar más seguro? Kadafi asesinado –ya saben, a la vista de todos–. ¿Es
Libia un lugar mejor? Ahora demonizamos a Al-Assad. ¿Podemos sacar algunas
lecciones?”
No hay dudas de que la intervención rusa viene para
respaldar a Al-Assad en primer lugar. En agosto, el presidente sirio había
admitido públicamente que sus fuerzas se encontraban en una situación crítica,
mientras el derrumbe económico se reflejaba en la caída del poder de compra de
la moneda siria. Con el respaldo de Rusia, las tropas sirias, las milicias pro
gobierno que cuentan con unos 150 mil voluntarios, de 5 a 8 mil combatientes de
Hezbollah libanesa y 7 mil Guardianes de la Revolución venidos de Irán, pasaron
a la ofensiva y en las dos últimas semanas recuperaron terreno. Pero es cierto
también que Daesh no ha aflojado; más aún, la semana pasada se preparaba para
un mayor avance contra la segunda ciudad siria, Alepo.
Por más escalofriante que parezca la postura de Rusia
en defensa de dictadores que Lavrov nombró, el mensaje de Moscú a los líderes
de Medio Oriente y la opinión pública parece caracterizarse por una claridad de
la que la política de Estados Unidos y sus aliados europeos en la región
carecen. Pese al giro realista de Obama desde que llegó al poder de abstenerse
de la intervención directa al estilo de su antecesor, la voluntad y la
capacidad de estabilizar la región brillaron por su ausencia. El fracaso en la
reactivación de las negociaciones entre Israel y los palestinos es la prueba
más visible. Es cierto, no le ayudaron ni la oposición “talibanesca” de los
republicanos ni la derechización de la política en Israel, y tampoco el
aferramiento de Hamas a una práctica yihadista. Para colmo, lo desconcentraron
las revueltas árabes y la falta de un protocolo de postura fiel a la vez a los
principios del liberalismo democrático y a las exigencias del realismo
político. Pero quizá el mayor dilema que heredó y no supo analizar es el
fenómeno del islamismo militante, cuya mutación de una organización terrorista
clandestina desde 2001 a un monstruo de muchas cabezas regionales y finalmente
a la plaga Daesh, facilitó, si no es que fomentó, la intervención militar y la
ocupación de Irak en 2003 por parte de la administración de George W. Bush.
La intervención rusa carece de una estrategia de
derrocamiento de Daesh. En realidad, persigue también objetivos que van más
allá de la defensa de Al-Assad para incluir temas de agenda como las
negociaciones con Arabia Saudita en torno de un recorte de la producción del
petróleo para incrementar el precio, o, más cínicamente, la demostración de la
competitividad de la tecnología bélica rusa en una región donde la demanda de
armas hace la felicidad de la industria militar, y, por supuesto, el
posicionamiento de Rusia como potencia mundial. Pero se entiende que sus
ataques tengan un apoyo popular en países como Siria e Irak donde los
psicoterapeutas consideran que el trauma que ha causado Daesh ha adquirido la
dimensión de una epidemia de salud mental.
*Cientista político. Profesor en la Universidad Diego
Portales en Chile y en New York University.