Antonio
CAÑIZARES, cardenal arzobispo de Valencia
En estos últimos días estamos viviendo, con mucha
inquietud –por si se produce, esperemos que no, – una secesión de Cataluña,
planteada por algunos. Pero, al mismo tiempo, vivimos con la esperanza de que
se encontrará el camino por la vía de unidad y acuerdo de las fuerzas
políticas, sociales, culturales, también eclesiales y religiosas, de todos los
españoles – también de los catalanes– para que no se produzca.
La historia y, sobre todo, la tradición, el valor y
valores de la tradición que nos unen y constituyen no avalan, en modo alguno,
tal secesión. Me remito a las fuentes u orígenes de donde surge lo que es
España, con la riqueza y diversidad de sus pueblos unidos en una tradición e
historia común: el Tercer Concilio de Toledo, con lo que ésto significa, y la
tradición e historia que de él se genera tan trascendental para todos y que no
podemos dejar de lado. Además del sentido y del bien común, apelo ahora, entre
otras razones, a la historia y a la tradición, a la que nos debemos, porque nos
constituye y se vive y enriquece en continuidad, no en ruptura, y esto obliga
mucho, incluso moralmente.
Es evidente que no puedo ni debo situarme ante la
historia más que con la objetividad y la verdad, con el respeto casi sagrado
que reclaman los hechos acaecidos, que ni son inventados por mí, ni son
disponibles a mi arbitrio, ni manejables por intereses propios del tipo que
sean. Pero, por otra parte, no puedo prescindir de quién soy y de lo que soy,
ni dejar de mirar la historia con la mirada de quien toda su persona y su ver
está marcado por la fe y su realismo, que lejos de inventar o intentar «crear»,
o desdibujar o desfigurar en interés propio los hechos, lo acaecido, lo
verdadero y real, por exigencia ineludible, busca en ellos la verdad de los
mismos y su más honda significación y sentido. Y como yo, los demás.
Tengo muy presente, pues, que, «como es obvio, la
historia del hombre se desarrolla en la dimensión horizontal del espacio y del
tiempo. Pero, al mismo tiempo, está como traspasada por una dimensión vertical.
La historia no está escrita únicamente por los hombres. Junto con ellos la
escribe también Dios. La Ilustración se alejó decididamente de esta dimensión
trascendente. En cambio, la Iglesia se refiere constantemente a ella. Un
ejemplo elocuente en este sentido fue el Concilio Vaticano II (San Juan Pablo
II, Memoria e identidad ...189). Esto es enteramente legítimo y conforme a la
razón, además de ser un deber para quien pretende leer la historia escrita, en
primer lugar y por encima de todo, por aquellos que han sido o son sus
protagonistas. Dios, no puedo ni debo olvidarlo, es protagonista principal de
la historia, y esto, sin imponerlo a nadie, lo ofrezco a todos, consciente de
la verdad y de la razón que en sí comporta.
No puedo ocultar que la lectura que ofrezco en esta
reflexión la hago en el momento presente, situado en el aquí y en el ahora de
donde vivimos y somos, buscando luz y respuestas a los retos y la encrucijada
en que nos encontramos España y, también, la Iglesia, la Iglesia en España, que
no es ajena ni puede serlo a la realidad en que vive. Soy pastor de la Iglesia,
con el sagrado deber de servir, con la Iglesia, a los hombres y a la sociedad,
con los que me siento totalmente unido y de los que soy parte: sus gozos y
tristezas, sus logros y sus esperanzas, son también los míos. Creo que siempre
–y así trato de que sea– me mueve la pasión por el hombre y su verdad,
inseparable de Dios, que, en su acción, respeta nuestra libertad. Y,
conciliando fe y razón, trato de encontrar respuestas a los problemas que mis
contemporáneos y compañeros de camino en España tenemos; busco claves para
edificar sólidamente nuestra historia hoy y avanzar hacia el futuro en paz, en
verdadera convivencia, en libertad y con esperanza.
Busco un espacio común para
todos donde sea posible la armonía de la sociedad que no sea puro voluntarismo
o subjetividad, ni imposición de unos sobre otros; busco una verdadera
convivencia entre nosotros. Sabemos con honestidad intelectual que esto no se
alcanzará con la pérdida, ocultamiento o negación de la memoria histórica, de
la verdad de esta memoria que no es de ayer, sino multisecular, de la tradición
irrenunciable que hemos recibido y nos constituye en lo que somos con toda su
riqueza y que así nos ha marcado en nuestra identidad.
Esto trae unas obligaciones ineludibles. Sabemos,
asimismo, que tampoco será posible con el juicio negativo sobre el legado
adquirido, especialmente el proveniente de la tradición, que nos constituye
como personas y como pueblo. Prescindir de este legado, de esa tradición
nuestra como pueblo, en que está entrañada la gran tradición cristiana, perder
esta memoria histórica en su conjunto y negar la dimensión trascendente de esta
historia, es exponernos a hacer una historia contra nosotros –contra el hombre
mismo–, o a que nos la hagan otros, o a que nos la impongan, en la ejecución de
«su proyecto», quienes detenten el poder o estén cercanos a él, con las
consecuencias negativas y de destrucción para nuestra libertad, nuestra
realización más propia y para nuestro futuro común y de cada uno.
El intento de disolver la historia de España y
Cataluña, la Tradición que somos –que no es inmovilismo, sino fidelidad,
riqueza común compartida, creatividad y dinamismo en la continuidad–, el
intento de mirar hacia delante considerando el pasado como paréntesis o error o
dominio de uno sobre otro a superar, o mera etapa de crecimiento incluso, pero
con grandes vacíos y en todo caso etapa ya superada, el intento de olvidar o
negar la Tradición, patrimonio común de un pueblo, con sus valores comunes y
compartidos que nos hace e identifica, definen con claridad lo que no es España
ni Cataluña, ni tiene futuro para nadie.