ALAIN DE BENOIST
El Manifiesto, 9-2-16
Desde finales de la década de los 80 del siglo pasado,
el escenario político europeo ha cambiado radicalmente. Habiendo renunciado a
sus visiones utópicas, así como a sus ilusiones, después de la caída del Muro
de Berlín y el colapso del sistema soviético, la mayoría de la izquierda
entiende que lo que se busca a través del “socialismo”, bien podría lograrse
dentro del Estado de bienestar, es decir, del Estado liberal, precisamente
cuando la diferencia entre el liberalismo y la socialdemocracia estaba dando
paso a una nueva forma: el “Estado-espectáculo integrado” de Guy Debord, el
“capital-parlamentarismo”, de Alain Badiou. Abandonando toda posición crítica,
la izquierda aceptó la economía de mercado, para volcarse exclusivamente en una
reactivación del “antifascismo”, que, en ese momento, sólo podía servir como
una especie de sentimentalismo moralizante.
Después de haber perdido a su
adversario natural, la derecha entró en una grave crisis de identidad. Había
aceptado gradualmente posiciones culturales “izquierdistas”, especialmente en
el terreno social y moral, mientras que la izquierda estaba adoptando
lentamente posiciones de “derecha” en materia económica. En el contexto general
de idolatría de los bienes y comodidades, la ideología de los “derechos
humanos” se convirtió en la base para un nuevo consenso y, al mismo tiempo, un
sustituto del pensamiento político, cuando, en realidad, no era más que la
expresión de un discurso moral fundamentado jurídicamente.
Este reajuste de programas y agendas ha llevado al
electorado a pensar, no sin justificación, que ya no hay una diferencia
fundamental entre la izquierda y la derecha, y, al mismo tiempo, a tratar de
situarse fuera de esta obsoleta división. Las consecuencias son bien conocidas:
el incremento constante de la tasa de abstención, la dispersión de los votos
entre los numerosos candidatos, el ascenso del voto de protesta que beneficia a
los extremistas, la desaparición de los electorados tradicionales definidos por
criterios sociológicos, profesionales o religiosos. Mientras que entre las dos
guerras mundiales cada familia política (comunistas, socialistas,
liberales-conservadores, nacionalistas) tenían su propia cultura e, incluso, su
propio lenguaje o particular estilo de vida, la homogeneización de los estilos
de vida, acelerados por el consumismo y los medios de comunicación, se traducen
ahora en un aplanamiento creciente del comportamiento electoral, pero también,
paradójicamente, en una fragmentación del electorado.
Los votantes, que ahora tienen más conciencia de
pertenencia a varios grupos sociales al mismo tiempo, y que están menos
influenciados por las ideas generales, menos movilizados por las representaciones
colectivas, votan sucesivamente por diferentes candidatos. Ya no buscan un
partido que represente o responda exhaustivamente al reflejo de sus puntos de
vista, saltando de un partido a otro en función de sus intereses del momento.
Las ofertas políticas están también cada vez más fragmentadas. Los políticos,
cuyos discursos están siempre distorsionados por la presión de los medios de
comunicación, ya no logran otra cosa que mayorías circunstanciales, y que
varían según los temas en juego. Los votantes ya no tienen que elegir entre los
representantes, que encarnan conceptos en conflicto del interés general, sino
entre equipos de profesionales que se esfuerzan para responder a las demandas
contradictorias, vinculados a otros tantos intereses particulares. La
fragilidad de la opinión y la incertidumbre de los conocimientos producen una
política fundamentalmente vacilante, carente de fundamentos y generadora de
indecisión. Como señala Marc Abélès: «Esto lleva a un estilo de gobierno
condicionado por la heterogeneidad de las demandas, como puede verse por la
afluencia de reivindicaciones categóricas y las respuestas dadas en cada caso
concreto».
Una gran crisis de representación se está
desarrollando, cuya causa principal es la complejidad de los conflictos de
legitimidad: no descansa ya sobre fundamentos jerárquicos, como en la época en
la que la legitimidad primaba naturalmente sobre lo demás. Frente a esta
crisis, los políticos dependen obsesivamente de las encuestas, igual los
patricios romanos consultaban los oráculos. Los institutos demoscópicos de
investigación, que a menudo se equivocan, sirven igualmente para llevar a cabo
estudios de mercado. La evaluación de las intenciones de voto de ciertos
“paneles representativos” con determinado poder adquisitivo, sólo obtienen
respuestas a las preguntas formuladas, lo que les permite hacer caso omiso de
las inquietudes planteadas por los votantes. La democracia política se
transforma en una democracia de opinión, y la acción política en la “gestión
pura de las limitaciones económicas y las demandas sociales” (Alain
Finkielkraut). Obviamente, la opinión pública no tiene nada que ver con la
voluntad general.
Mientras los políticos se esfuerzan por recuperar la
confianza de los votantes, se abre una brecha entre los ciudadanos y una clase
política que parece no tener otra ambición que no sea la de perpetuarse. Esta
brecha se ensancha aún más entre los desafíos de la época y las respuestas
institucionales, entre la moral y el derecho, los avances de la tecnociencia y
la legislación relacionada con la misma. En otras palabras, hoy la Nueva Clase
no recibe más de un tercio de los votos del electorado. Como escribe Werner
Olles: «Más allá de los grandes objetivos proclamados, se hace evidente que los
políticos constituyen una clase homogénea, que busca, ante todo, su propio
interés. Entonces, los políticos no sólo son desacreditados por su hipocresía,
sino también por las ideas que transmiten, que parecen vulgares coartadas. Los
conceptos de soberanía y representación popular pierden su brillo y, de
repente, parecen ideas vacías destinadas a ocultar la toma del poder por una
nueva y oligárquica clase especializada».