Reproducimos un artículo publicado hoy, que reitera la opinión generalizada: necesidad de legalizar el consumo de sustancias. Agregamos un breve comentario que pretende refutar esta tesis.
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La guerra contra las drogas ha fracasado
Florencia Fontán Balestra
La Nación, 30 DE MARZO DE 2016
La fuga de los hermanos Martín y Cristian Lanatta y
Víctor Schillaci durante el comienzo del gobierno del presidente Macri dejó en
evidencia la severa crisis que atraviesa el sistema de seguridad pública
argentino y la necesidad urgente de cambios en las políticas del área. La
ineficiencia de las instituciones de seguridad pública responsables de resolver
la fuga -desde el sistema penitenciario hasta las diferentes fuerzas policiales
que participaron de la persecución- mostró a los argentinos la magnitud del
problema en ciernes.
Según los datos oficiales, la crisis del sistema de
seguridad argentino se encuentra especialmente agravada por el crecimiento
significativo, durante la última década, del narcotráfico y el crimen
organizado. Consciente de la gravedad del problema, Macri asumió la presidencia
con la promesa de cambiar esta realidad y, como primera medida, declaró la "Emergencia
en Seguridad Pública" para todo el país a fin de "revertir la
situación de peligro colectivo creada por el delito complejo, el crimen
organizado y el narcotráfico".
La coyuntura actual nos coloca frente a una
oportunidad histórica de repensar nuestras políticas de seguridad pública,
particularmente las relacionadas con el tráfico y consumo de drogas ilícitas.
Sin lugar a dudas, los desafíos son grandes, pero debemos tener cuidado para no
caer en el error de implementar las tradicionales soluciones "mágicas",
centradas exclusivamente en la criminalización y el castigo, que
comprobadamente se han mostrado ineficaces y contraproducentes para lidiar con
la cuestión.
En primer lugar, es importante reconocer que la
Argentina no está sola en este arduo empeño. Varios países -muchos de ellos
nuestros vecinos- enfrentan hace décadas niveles inaceptables de violencia y
criminalidad, asociados principalmente a la llamada "guerra contra las
drogas". Efectivamente, por ser una de las principales regiones de producción
y tránsito de drogas ilícitas destinadas al mercado global, América latina se
encuentra actualmente en el epicentro del debate internacional sobre política
de drogas.
Por varias décadas, la región fue escenario central de
la política americana de "guerra contra las drogas", lanzada por el
presidente Nixon hace más de 40 años, según la premisa de que era posible
alcanzar "un mundo libre de drogas", y apoyada por el sistema
internacional a través de tres convenciones de las Naciones Unidas (ONU). En la
práctica, esta política se tradujo en un régimen internacional prohibicionista
destinado a eliminar globalmente la producción, el suministro y el consumo de
drogas ilícitas, a través de leyes nacionales que criminalizan a los usuarios y
traficantes de drogas. En la actualidad, se estima que el gasto global anual en
acciones de represión asociadas a la lucha contra las drogas ilícitas excede
los 100.000 millones de dólares.
Sin embargo, tras décadas de implementación de este
paradigma y billones de dólares invertidos, no queda otra opción que sostener
que la guerra contra las drogas ha fracasado. Esta afirmación se fundamenta no
sólo en el hecho de que las políticas prohibicionistas no consiguieron reducir
eficazmente la oferta y el consumo de drogas ilícitas, sino también en que
causaron consecuencias devastadoras en varios países de América latina.
Con respecto a la reducción del mercado y del consumo
de drogas ilícitas, la guerra contra las drogas tuvo exactamente el efecto
inverso al deseado: los precios de las drogas ilícitas cayeron, el consumo
aumentó y el narcotráfico se transformó en un negocio billonario, capaz de
corromper y desestabilizar las instituciones democráticas, inclusive de los
Estados más fuertes. Los cálculos actuales estiman que existen aproximadamente
300 millones de consumidores de drogas ilícitas en todo el mundo, que
contribuyen a un enorme mercado criminal del orden de los 330.000 millones de
dólares al año, responsable de financiar las organizaciones criminales
involucradas en el narcotráfico. Por otro lado, las principales drogas ilícitas
son más baratas hoy que hace 50 años y cada vez más accesibles para los
consumidores.
Paralelamente, los índices de violencia y criminalidad
han alcanzado niveles epidémicos en varios países de la región, considerada la
más violenta del planeta: aquí se comete un tercio de los homicidios del mundo,
a pesar de contar apenas con el 8% de la población global. En Brasil, campeón
mundial en números absolutos de homicidios, se estima que más de la mitad de
los 60.000 homicidios anuales se encuentran relacionados con la guerra contra
las drogas. Por otro lado, la respuesta punitiva también derivó en la
aplicación indiscriminada de penas excesivas y en la represión desproporcionada
de los usuarios y pequeños traficantes, constatándose también importantes
violaciones de los derechos humanos en todo el continente. Como consecuencia de
la situación descripta, las prisiones en la mayoría de los países de América
latina se encuentran superpobladas y muchas veces operan por encima de su
capacidad.
Por último, el contexto internacional prohibicionista
ha impulsado la criminalización, la marginalización y la estigmatización de los
usuarios de drogas, con impactos devastadores para la salud pública. En lugar
de invertir en programas eficaces de prevención, tratamiento y reducción de
daños, los gobiernos siguen gastando miles de millones de dólares cada año en
detener y castigar a los consumidores de drogas y en someterlos a tratamientos
compulsivos de desintoxicación que comprobadamente no funcionan.
No hay dudas de que el panorama actual impone la
necesidad urgente de un cambio de paradigma. Los costos humanos, sociales y
económicos que la guerra contra las drogas ha ocasionado para América latina no
pueden seguir siendo ignorados. Ante este escenario, varios países de la región
han iniciado procesos de reforma a nivel nacional con la meta de colocar en
primer lugar la salud y la seguridad de las personas. Esto implica sustituir el
enfoque punitivo actual para abordar el uso y abuso de las drogas por un
enfoque de salud pública y derechos humanos.
Países como Colombia, México, Guatemala y Uruguay han
comenzado a experimentar con políticas alternativas, distintas al régimen
actual, que priorizan la prevención, la reducción de daños y el tratamiento de
los usuarios de drogas, y centran los esfuerzos represivos exclusivamente en el
narcotráfico y el crimen organizado. Estos países también han iniciado un
movimiento internacional que cuestiona el paradigma prohibicionista actual y
solicita que se debatan genuinamente enfoques alternativos. Sus acciones han
tenido impacto, en la medida en que han conseguido instalar el debate dentro de
la Organización de Estados Americanos (OEA) y las Naciones Unidas. Este
esfuerzo internacional culmina con el llamado a una sesión especial de la
Asamblea General de las Naciones Unidas sobre Drogas con el fin de evaluar los
logros y desafíos del sistema actual de lucha contra las drogas. La sesión
especial, que se realizará entre los días 19 y 21 de abril próximos, representa
una oportunidad histórica para discutir las limitaciones del régimen actual e
identificar políticas alternativas viables y efectivas para lidiar con la
problemática.
La Argentina también se encuentra frente a una oportunidad
sin precedentes de repensar su estrategia contra las drogas. Es importante que,
en el proceso de construir una nueva política, tengamos la humildad de mirar
hacia afuera, no sólo para aprender de los errores de nuestros vecinos, sino
también para identificar las políticas que efectivamente han obtenido
resultados positivos. Asimismo, es fundamental que intentemos eliminar del
debate las visiones ideológicas y los prejuicios que impiden una discusión
racional y postergan el abordaje inteligente de este enorme reto social. Para
que exista un verdadero cambio, la Argentina precisa implementar una respuesta
integral y equilibrada que de forma efectiva y humana consiga proteger mejor la
salud y la seguridad de los individuos y de la sociedad en general.
Investigadora senior y directora de Desarrollo
Institucional del Instituto Igarapé de Brasil
APUNTES SOBRE
DESPENALIZACION DEL CONSUMO
DE DROGAS
25/11/2003
Hace
ya varios años, el ex-Presidente, Dr. Eduardo Duhalde, reflexionaba en un libro
sobre el tema:
“A
veces se interpreta el fenómeno de la drogadependencia como una forma de
protesta o rebelión frente a la sociedad establecida. En el caso de la sociedad
de consumo podemos decir que la drogadependencia es en realidad, en buena
medida, resultado de la imposibilidad de la participación real en la vida
comunitaria, sobre todo en el caso de los jóvenes que ven muy limitados sus
espacios de inserción en múltiples niveles: laboral, educativo, social,
político. Entonces, no es casual que en la sociedad de consumo la
drogadependencia llegue a adquirir la envergadura de un grave problema social,
ya que responde de manera directa a sus
caracteres esenciales. Es en la fragua de esta cultura del consumismo donde se
forja la contracultura de la droga. Es que en la sociedad de consumo “la droga”
es presentada y promovida como “objeto todopoderoso”. Es la máxima expresión de
lo producido por la sociedad de consumo”. (Los políticos y las drogas; l989,
pgs. 2l/22)
Un
experto en el tema, el Dr. Juan Alberto Yaría, que fue posiblemente el mejor
funcionario dedicado a la prevención de este flagelo, expresa con firmeza:
“La
confusión se une a la frialdad. Fríamente se propone una salida tóxica para los
problemas humanos. Entramos ya de lleno en la existencia tóxica como propuesta
social. Dentro de este contexto de banalización de los conflictos humanos la
droga es un objeto de consumo más. En la ética mercantilista, que descalifica
cualquier marco objetivo de valores, la droga si es demandada debe ser
ofrecida.”
(La
existencia tóxica; Ed. Lumen, l993, pg. IV)
Legalizar
el consumo de drogas, sosteniendo que cada persona tiene derecho a decidir
sobre su propia vida, implica ignorar que el adicto -palabra que proviene de “esclavo” - “no es consciente de sus actitudes autodestructivas y carece de la
capacidad de actuar por el libre albedrío. Todo lo contrario, está enajenado y
hasta que no se lo desintoxique no podremos contar con una parte suya capaz de
colaborar con nosotros en su propio tratamiento.”
Esto
lo afirma otro experto, el Dr. Eduardo Kalina - en “Temas de drogadicción”,
Ediciones Nueva Visión, l987, pg. l00- , quien agrega que:
“La
drogadicción es un fenómeno humano contra
natura”. Algunos pretenden legislar guiados por esquemas ideológicos.
“Mientras tanto muchos cerebros van mutando hasta niveles irreversibles. A
veces hasta su destrucción total. Las células nerviosas no reproducibles van
alterando su química y estructura biológica...¿Y el placer, me recordarán
ustedes? Es espúreo, pues va seguido de destrucción. ¿Cáncer, infarto,
enfisema, psicosis, atrofias cerebrales, robos, crímenes, suicidios son
consecuencias o sinónimos de placer? (op. cit., pgs. l06/l07)
Quienes
postulan la despenalización del consumo de drogas, suelen basarse en el Art. l9
de la
Constitución Nacional : “Las acciones privadas de los hombres
que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un
tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los
magistrados”.
La
propia Corte Suprema de la
Nación , en los casos Bazterrica y Capalbo, resueltos en l986,
convalidó este criterio, con el argumento de que “el Estado no debe imponer ideales de vida a los individuos, sino
ofrecerles libertad para que ellos los elijan...”.
Pero,
la misma Corte, en el caso Montalvo (ll-l2-l990), modificó la jurisprudencia
confirmando la incriminación legal de la mera tenencia de drogas para consumo
personal. Se consideró que entre las acciones que ofenden el orden y la moral
pública se encuentra la tenencia de estupefacientes, porque tratándose de una
figura de peligro abstracto, está incluida la trascendencia a terceros, por “el efecto contagioso de la drogadicción y
la tendencia a contagiar de los drogadictos son un hecho público y notorio o
sea un elemento de la verdad jurídica objetiva que los jueces no pueden
ignorar”.
Por
ello, esta acción tiene los efectos aludidos en el Art. l9, “de estar sujeto a la autoridad de los
magistrados y, por lo tanto, se subordina a las formas de control social que el
Estado, como agente insustituible del bien común, pueda emplear lícita y
discrecionalmente.” (Fallos CSJ, 3l3-l333)
Cualquier
proyecto legislativo de despenalización, debería tener resueltas todas las
dudas que surgen del cuestionario siguiente, cuya lectura basta para comprender
lo absurdo de una propuesta legalizadora:
l.
¿Qué narcóticos y drogas psicotrópicas deberían legalizarse?
2.
¿Deberían los narcóticos y las drogas psicotrópicas ponerse a disposición de
cualquiera que quisiera probarlas? ¿Incluso los niños?
3.
¿Se pondría a disposición de los consumidores habituales o adictos un
suministro ilimitado? ¿O tendrían que pagar el precio de mercado? ¿Podrían
aquellos que sufren una fuerte dependencia o son adictos trabajar o incluso
desempeñar un empleo?
4.
¿Que pasaría con los pilotos de aerolíneas, cirujanos, policías, bomberos,
personal militar, maquinistas de ferrocarril, conductores de ómnibus,
camioneros, maestros, etcétera?
5.
¿Quien suministraría las drogas? ¿Empresas privadas o el gobierno? ¿Se las
proveería al costo, o con un margen de utilidad? ¿Estarían sujetas a impuestos?
6.
¿Donde podrían obtenerse las drogas? ¿En farmacias, clínicas, supermercados?
7.
¿Afectaría la legalización las primas de
los seguros de vida, y las cuotas de las obras sociales?
(Cfr.
James Inciardi. “La guerra contra las drogas”; GEL, l993, pgs. 237/239)
Las
esperanzas en consecuencias positivas de la legalización son ilusorias; la
experiencia simple del juego legalizado que no ha eliminado el juego
clandestino, debería bastar para comprender que actividades como el consumo de
drogas seguiría vinculado al crimen organizado, que no cederá voluntariamente
un negocio tan lucrativo. “Por contraste, hay numerosos argumentos legítimos
contra la legalización de las drogas, todos los cuales tienen considerable apoyo empírico, histórico, farmacológico y/o
clínico”. “...la lógica utilizada por aquellos que están a favor de la
legalización de las drogas es a la vez simplista y sofista. Plantean el
argumento, por ejemplo, de que las tasas de heridas y muerte a causa de drogas
ilegales son relativamente menores cuando se las compara con las del consumo de
alcohol y tabaco. La deducción lógica ofrecida es que la heroína y la cocaína
no son realmente tal malas y que en consecuencia deberían legalizarse. Lo que
sumariamente se ignora es que las tasas
de muerte por el alcohol y el tabaco son elevadas debido a que estas sustancias
se pueden conseguir con facilidad y son ampliamente consumidas...”. (Inciardi, op. cit., pgs. 239 y 249)
Recordemos el concepto de droga: toda sustancia natural o
sintética con capacidad de generar un efecto sobre el sistema nervioso central;
generar una dependencia física o psíquica; y constituir un peligro sanitario y
social. No puede negarse que el adicto es un enfermo, pero debe destacarse que
la drogadicción también es un vicio -hábito negativo- y, para los creyentes, un
pecado; así lo establece el Catecismo de la Iglesia Católica
(nº 229l). Lejos, entonces, de poder
aceptarse a la adicción a las drogas como uno más de los derechos humanos, debe
reconocerse que se trata de “un fenómeno humano contra natura”.[1]
Lamentablemente, con la nueva composición de la Corte Suprema , es
probable que se vuelva a la jurisprudencia anterior. Es que: “En la ética mercantilista, que descalifica
cualquier marco objetivo de valores, la droga si es demandada debe ser
ofrecida.”[2]
Es importante señalar, para concluir, que en la Cumbre de las Naciones
Unidas sobre las Drogas (8/l0-6-l998), los l85 países representados acordaron,
entre otras cosas, rechazar cualquier sugerencia de legalización de drogas
duras o blandas, y sobre la necesidad de definir una estrategia común de
combate que respete las soberanías y los derechos humanos.