Alberto Buela (*)
En un artículo reciente titulado Un gobierno sin obedientes, afirmábamos
que: “Luego de un año de gobierno y
llegando a los días finales del 2016 el gobierno argentino tiene formalmente el
poder pero no logra la obediencia de casi nadie. En términos clásicos podemos
decir que tiene el poder pero carece de imperio”.
Es que la crisis de autoridad
tiene profundas raíces que vienen de lejos. El exceso de propaganda política
oficial, las mentiras o medias verdades oficiales del gobierno o de los
intereses de los mass media, han estimulado el descreimiento popular.
Incluso aquellos que
históricamente han ejercido la autoridad: padres, maestros, sacerdotes,
magistrados, sindicalistas, dirigentes políticos y empresariales, todos han
sufrido una pérdida de credibilidad y por lo tanto han tenido y buscado logar
la obediencia a través de la corrupción, bajo la forma de soborno, chantaje,
subsidios, planes sociales, cargos y puestos en el Estado.
Se debilitó la lealtad
institucional del funcionario del Estado, pero también de los actores de la
sociedad civil. El gran filósofo Hegel llegó a sostener que la verdadera y
eficaz revolución social estaba en manos del incorruptible funcionario del
Estado prusiano. Pero ese funcionario convencido y orgulloso de sus funciones,
identificado con su institución, no existe más. Hoy el funcionario político
–ministro, secretario, subsecretario, director y subdirector nacional- usa el
cargo para su promoción personal y progreso individual. Su puesto, afirma el
gran sociólogo norteamericano Christopher Lasch, es utilizado para gastar
fondos públicos a manos llenas y a dispensar gratificaciones a amigos y
allegados y a rodearse de lujos[1]
Lo grave es que la corrupción no
se limita a los funcionarios del Estado sino que se extiende a todas las
instituciones de la sociedad civil. La corrupción de los padres en familias
enteras de ladrones y narcotraficantes, la corrupción de los maestros que
cambiaron la vocación docente por el alumno como rehén salarial, la de los
magistrados que al castigar mal se hacen socios del delincuente, la de los
empresarios que dejaron de lado el riesgo empresarial por la coima y el soborno
para conseguir obras del Estado, la del sacerdote que no sale de la sacristía,
mientras cobra el cómodo sueldo de capellán del Estado, la del profesor
universitario que repite mecánicamente razonamientos y lecturas que nunca lo
comprometen a cambio de un suculento sueldo mensual.
Todas estas corrupciones van
creando en el ciudadano de pie un control social imperceptible para férreo.
Creando lo que se llama el pensamiento políticamente correcto, el discurso
único y la conducta uniforme. Porque el objetivo es evitar conflictos y
enfrentamientos entre las autoridades y sobre los que se quiere imponer la
autoridad.
Es por ello que las autoridades
postmodernos no desean resolver los conflictos sociales, sino solo
administrarlos y si es posible a través de alguna otra persona que no sean
ellos. Y como la resolución amistosa de los conflictos sociales es casi
imposible, las autoridades adoptan las diferentes formas de corrupción para
lograr el control social.