por CARLOS DANIEL LASA
•(Fuera los metafísicos) FEBRERO 8, 2017
Si observáramos el actual panorama educativo
advertiríamos, con claridad meridiana, que existe una profunda escisión entre
lo discursivo y la realidad. A nivel discursivo se sostiene que el fin de la
educación es la diversidad; sin embargo, por lo que se percibe en la realidad,
se puede constatar una uniformidad manifiesta. Esta uniformidad se expresa a
través de una serie de proclamas, cuales son, la concepción constructivista del
conocimiento, la dialéctica inclusión-exclusión, la idea de la diversidad como
fin de la educación, etc.
Ciertamente, hemos alcanzado aquel ideal que Antonio
Gramsci proponía cuando sostenía que crear un nueva cultura exige socializar
verdades ya descubiertas con el fin de que las mismas se constituyan en
elemento de coordinación y de orden intelectual y moral[1]: no hay que cansarse
jamás de machacar los mismos argumentos ya que la repetición es el medio
didáctico más eficaz para obrar sobre la mentalidad popular [2].
Sin embargo, a pesar de que pueda instaurarse la nueva
cultura, se habrá proscripto del ámbito de la educación y de la cultura aquel
único acto que permite al hombre edificarse como hombre y ser diverso entre los
iguales: el pensar. Nos vienen a la mente aquellas palabras del gran pensador
Eric Voegelin cuando sostenía que la “prohibición de hacer preguntas”
caracteriza el pensamiento revolucionario, en virtud de la sustitución del
pensamiento filosófico por el pensamiento ideológico [3].
El abandono del cultivo del pensar por parte de la
concepción educativa actual es una consecuencia del domino absoluto de las
denominadas ciencias de la educación. Estas últimas, teniendo como supuesto que
el hombre no es más que el producto de las relaciones socio-históricas ‒tesis
VI de Marx sobre Fuerbach‒ y que, en consecuencia, no existe nada real fuera de
dicha trama de relaciones, son conducidas a sostener que la educación no puede
tener relación alguna con el término latino educere (educir, sacar) ya que los
fines de la educación vienen impuestos por una fuente externa al hombre: la
sociedad.
El concepto de ciencia de la educación, tal como lo
refiere Soëtard, corresponde a la episteme positivista. En estos nuevos
términos, la reflexión sobre la educación se transforma en una ciencia positiva
que reduce la educación al hecho educativo, esto es, a un aparato educativo
ordenado, todo él, a dar respuesta a los cambios que reclama la coyuntura
social [4]. Describe Soëtard: «Se trata de sustituir la pedagogía por el
estudio objetivo de lo que la sociedad concreta espera de la escuela, de
elaborar una ciencia de la educación que no podrá ser, para Durkheim, más que
sociología de la educación. Esta ciencia se presentará como una teoría
práctica, es decir como una reflexión ordenada a la acción» [5].
Puede advertirse, entonces, el flagrante
desplazamiento: si el centro de consideración en el ámbito educativo ya no son
las exigencias que brotan de la naturaleza humana sino las demandas
coyunturales de la sociedad, entonces la ciencia fundante de la educación ya no
será la filosofía sino la sociología.
En el año 1967 se introduce la denominación en plural
de «ciencias de la educación» bajo la inspiración de M. Debesse que crea una
maestría en dicha área. El plural, como señala Vázquez, parece responder a una
apertura del campo a los aportes no sólo de la sociología, sino de la
psicología, la biología y, posteriormente, la antropología cultural, la lingüística,
etc. [6]. Sin embargo, la sociología sigue siendo la ciencia fundante.
Si, entonces, la educación queda subordinada al ámbito
de la sociología, resultará absolutamente comprensible que la educación pase a
depender de los avatares de la sociología, cambiándose la perspectiva
positivista por la hermenéutica, y luego a esta por el enfoque crítico.
Resulta
interesante la observación de Vázquez cuando refiere: «…la pedagogía al
separarse de la filosofía se convierte en un saber aplicado, en la aplicación
de una teoría científica proveniente de la psicología o de la sociología, tal
como Durkheim lo proponía ya a principios de siglo, al definir la pedagogía
como teoría práctica» [7].
Es preciso advertir que las ciencias de la educación
descansan sobre una negación de la teoría por cuanto no existe ninguna realidad
configurada que sea previa a la acción del hombre: la realidad es una
construcción, fruto de la acción del mismo hombre (tesis XI de Marx sobre
Feuerbach). Si el conocer es concebido en términos absolutamente
constructivistas (Kant, Hegel y Marx), resulta lógico afirmar que la
metodología de la investigación en educación sea la de la investigación-acción.
El hombre sólo puede saber aquello que ha construido, que ha fabricado y
manipulado (verum quia factum). La dimensión intelectiva del alma es obliterada
por una ratio constructiva de todo objeto de conocimiento [8].
Pero entonces, si el hombre es reducido a la dimensión
socio-histórica, careciendo de una naturaleza que lo vincule con un principio
metafísico, su ser será (como ya lo expresamos más arriba) el producto de la
realidad socio-histórica. La teoría crítica, precisamente, se ocupará de
proporcionar una crítica de esas realidades políticas y sociales vividas con el
propósito de cambiar esas realidades. Pero, ¿cambiarlas para qué? La respuesta
es: para la emancipación, es decir, para que el hombre adquiera una mayor
libertad de pensamiento y de acción.
De este modo, la educación deviene pedagogía crítica
cuando aplica las herramientas de la teoría crítica a una crítica de las
instituciones educativas, guiada por la creencia de que toda educación debe
apuntar a la maximización de toda libertad humana. Cabría preguntarse lo
siguiente: si toda categoría no es más que la expresión de la realidad
socio-histórica en que la vivo, ¿cuál es la razón para sostener que la
emancipación, la aspiración a la libertad sea una constante trans-histórica?,
¿cómo es posible alcanzar la existencia de una razón autónoma, crítica, al
margen de las relaciones socio-históricas determinantes cuando la misma es el
producto de esas relaciones socio-históricas?, ¿resulta posible escapar del
determinismo socio-histórico para alcanzar un reino de la libertad, un ámbito
de un pensar y de un querer completamente autónomos?
De todo lo expuesto hasta el momento puede advertirse,
con claridad meridiana, que el fin de la persona humana y su consecución están
totalmente ausentes de la agenda educativa de nuestros días. La actual
concepción educativa desconoce y no quiere dar respuesta, de modo deliberado, a
las exigencias más profundas del hombre.
La educación humanista, por el contrario, hunde sus
raíces en la misma naturaleza humana. El origen del concepto de humanismo
aparece intrínsecamente ligado al de paideia griega. En efecto, paideia no es
sino la búsqueda que el hombre efectúa de sí mismo para saber quién es y de qué
modo debe ordenar la vida para realizarse plenamente.
La educación liberal humanista encuentra su punto de
partida en aquella presencia que jamás nos abandona, por lo menos mientras
vivimos, y que es la de nuestro propio yo. Resulta curioso, señalaba San
Agustín, que los «… hombres vayan a admirar las cimas de las montañas, las olas
enormes del mar, el largo curso de los ríos, las costas del océano, las
revoluciones de los astros, y se aparten de ellos mismos» [9].
Cada hombre que expresa: «¡aquí estoy!» está sabiendo
que es y, por eso mismo, es auto-conciencia. En esa auto-conciencia, cada
hombre descubre aquello que está llamado a ser y que no se encuentra presente.
De allí que la modalidad propia de todo ser humano sea la del desdoblamiento
por cuanto cada uno es, respecto de sí mismo, sujeto y objeto de conocimiento,
sujeto y objeto de perfección. Sé de mí ser, pero me sé como todavía no acabado,
como todavía no realizado.
Sócrates, por su parte, entendió que la educación era
el cuidado de sí mismo (epimeleia heautou)[10] y que este cuidado del alma
encontraba una razón ontogenética en la necesidad de buscar la orientación del
existir para otorgar sentido a todas las acciones que cumplía en el tiempo.
Claro está que esto exige una ascesis del alma consistente en el abandono de lo
in-esencial para vivir centrado en lo esencial: en el cuidado de nuestro propio
ser lo cual involucra el cuidado de nuestra relación con el mundo y con la
divinidad. Sin esta ocupación, nuestra vida transcurrirá, seguramente, haciendo
muchas cosas, pero todas ellas privadas de sentido. Sócrates nos diría: una
vida humana que no se ocupe del cuidado de sí, será una vida no digna de ser
vivida [11].
Entonces, la educación humanista se propone salvar la
brecha entre el desdoblamiento de la conciencia al que hiciéramos referencia
para que cada hombre llegue a la plenitud humana a la que aludiera Sócrates.
Para ello el educador humanista pone en acto, en cada educando, el pensar. El
pensar, como nos lo enseñó el mismo Sócrates, es el diálogo del alma consigo
misma que consiste en preguntar y en responder.
Pero apenas reparo en la definición, comienzan las
dificultades. Advierto, de inmediato, que no resulta fácil preguntar por cuanto
hay que tener, previamente, alguna idea de aquello por lo cual se pregunta.
¿Cómo podría preguntar, acaso, por el actualismo de Gentile si ni siquiera
conozco la existencia de Gentile, de que es un filósofo italiano, etc.? De allí
la frustración que padecen aquellos que intentan hacer investigación en
humanidades a causa de sus escasas o nulas lecturas.
Pero si pongo atención al camino que es necesario
recorrer entre la pregunta y la respuesta, me doy cuenta que hay que sortear
otras dificultades. Ese camino, transitado por la inteligencia, está marcado
por tres actos fundamentales que sólo se alcanzan luego de una férrea
disciplina (suscitada esta por un maestro que sepa ejercitarla porque ya la posee):
definir, analizar y sintetizar. Estos actos se orientan a dar una respuesta
acertada que sea capaz dar satisfacción a la pregunta formulada.
Ahora bien, si a esa pregunta que acierta la
denominamos verdad, podemos decir que todo maestro que enseñe a su discípulo a
pensar lo pone en condición de un verdadero progreso por cuanto le posibilitará
alcanzar una verdad que le permitirá esclarecerse a sí mismo.
Pero este pensar no lo ejercerá en soledad sino junto
a los grandes maestros del pensamiento de nuestra tradición. Es ella la que nos
transmite, como decía Stuart Mill, la sabiduría de la vida. Si bien la mente
humana necesita de grandes maestros, ellos, como refiere Leo Strauss, no son
fáciles de encontrar. Por eso, señalará el mismo Strauss: “La educación liberal
consistirá en el estudio con el cuidado apropiado de los grandes libros que
dejaron las mentes más grandes…” [12]. Esta educación, prosigue, forma señores,
los únicos que son capaces de tomar las cosas en serio. Y son serios, “… porque
se ocupan de los asuntos de mayor peso, de las únicas cosas que merecen ser
tomadas en serio en sí, del buen orden de alma y de la ciudad” [13].
Sólo por el acto de pensar podrá el hombre estar en
condiciones de revelar todas las facetas de su ser para ocuparse de su cultivo,
el cual, ciertamente, no dejará de lado las exigencias de la coyuntura
histórica, pero no quedará reducido a las mismas. La educación humanista centra
su atención en aquella capacidad reveladora de todas las facetas de lo humano
que reside en la inteligencia y a la que es menester poner en acto suscitando
el pensar. De allí que pueda afirmarse, sin ambages, que el método de todo
educador humanista es el del pensar.
El ideal del señor, en nuestros días, ha sido
reemplazado por el del hombre vulgar, por el hombre inmovilizado, por aquel que
repite constantemente lo mismo y no puede salir de esa rutina agobiante en
tanto refractaria a toda dinámica perfectiva. Ortega y Gasset se preguntaba:
¿qué es aquello que denominamos vulgar? Y se respondía en estos términos: «…
aquello que se repite constantemente…». Y añadía: «¿Qué es todo ello sino la
forma inerte de la vida?» [14].
Una cultura, que debe ser el verdadero cultivo de lo
humano del hombre, exige asegurar un espacio reservado para el cuidado y el
domino de sí mismo. La conquista y el desarrollo de la libertad interior deben
garantizar un ámbito que no esté sólo dominado por las necesidades inmediatas,
por la lógica de la utilidad, sino que asegure, además, la existencia de una
acción que tenga sentido en sí misma. Sin la preservación celosa de este
espacio, no será posible el cultivo de la auténtica libertad, que es siempre
libertad interior. Allí, en ese recinto interior, se irá esculpiendo y
configurando la persona humana. Y la calidad de una sociedad política dependerá
de lo aquilatadas que sean las almas que la compongan.
Sin la existencia de una educación que sea capaz de
generar una cultura paidética no seremos capaces de alcanzar una sociedad en la
cual lo más excelso de la vida humana resplandezca. Y cuando hablamos de
paideia nos estamos refiriendo al cultivo interior. En este sentido,
Jean-François Mattéi, refiere de modo muy bello: «El hombre ‘cultivado’ es
aquel que sabe cuidar de su alma, como si le rindiera un ‘culto’, de manera tal
de ‘habitar’ el mundo como un ser humano y no como un animal. La cultura es
así, en su origen, el culto del alma y no está de ninguna manera ligada a la
producción de objetos o también, como lo observa Hannah Arendt, a la creación
de obras de arte. No se trata de fabricar un objeto exterior a sí, a partir del
modelo del artesano, sino de ocuparse de su alma como uno se ocupa de su campo,
a partir del modelo del agricultor. La cultura está aquí articulada con la
naturaleza, el espíritu con la tierra, y el hombre con el mundo, en una labor
íntima en la que el alma traza en sí misma su propio surco hasta que recoge de
él el fruto más acabado: cultura animi philosophia est, “la filosofía es la
cultura del alma”» [15].
*
Notas
[1] Cfr. Antonio Gramsci. Quaderno II (XVIII).
“Appunti per una introduzione e un avviamento allo studio della filosofia e
della storia della cultura”. En Antonio Gramsci. Quaderni del carcere. Volume
secondo. Quaderni 6-11 (1930-1933). Edizione critica dell’Istituto Gramsci.
Torino, Einaudi, 2ª edizione, 12, p. 1375.
[2] Cfr. ibidem, 20, p. 1392.
[3] Cfr. Eric Voegelin. Il mito del mundo nuovo.
Milano, Rusconi, 1970, pp. 89 y siguientes.
[4] Vázquez, Stella Maris. La filosofía de la
educación. Estado de la cuestión y líneas esenciales. Bs. As., CIAFIC
ediciones, 2012, p. 14.
[5] M. Soëtard. De la science aux sciences de
l’éducation: France, où est la pédagogie? En Il concetto di pedagogía ed
educazione nelle diverse aree culturali, Pisa, Giardini editore, 1988, p. 42.
Citado por Stella Maris Vázquez, op. cit., p. 14.
[6] Cfr. Vázquez, Stella Maris, op. cit., p. 17.
[7] Ibidem, p. 19.
[8] Cfr. al respecto la importante obra de J. Pehaire.
Intellectus et ratio selon S. Thomas d’Aquin. Paris-Ottawua, J. Vrin-Inst.
d’Études Médiévales, 1936. En este escrito podrá advertirse cómo la función del
intellectus, equivalente a la del nous platónico, tenía por objeto una realidad
configurada previa a la existencia del acto cognoscitivo. Este acto primero del
intelecto era, propiamente, teoría. El primer acto del alma humana no era una
acción fabricadora o constructiva sino un acto de ver una realidad que
ameritaba ser vista por poseer un orden intrínseco que era menester descubrir.
El gran filólogo alemán, Bruno Snell, refería que el verbo griego theorein no
era originariamente un verbo, sino que derivaba del nombre theorós que
significa “ser espectador”. Sin embargo, añade, “… se convierte luego en un
verbo descriptivo de la visión, y significa ‘contemplar’, ‘considerar’”. (Las
fuentes del pensamiento europeo. Estudios sobre el descubrimiento de los
valores espirituales del Occidente en la Antigua Grecia. Madrid, Editorial
Razón y Fe, 1965, p. 21.
[9] San Agustín. Confesiones X, 8.
[10] Cfr. Platón. Apología, 31a-31c.
[11] Cfr. Ibidem, 38 a.
[12] Leo Strauss. Liberalismo antiguo y moderno. Bs.
As., Katz, 2007, 1ª edición, p. 14.
[13] Ibidem, p. 26.
[14] José Ortega y Gasset. «Azorín: primores de lo
vulgar». En Obras Completas de José Ortega y Gasset. Tomo II. El Espectador.
(1916-19334). Madrid, Revista de Occidente, 1963, 6ª edición, p. 176.
[15] Jean-François Mattéi. La barbarie interior.
Ensayo sobre el inmundo moderno. Bs. As., Ediciones del Sol, 2005, p. 171.