El Manifiesto, 6 de febrero de 2017
ALAIN DE BENOIST
Ediciones Fides reedita, dentro de su Biblioteca
Metapolítica, el libro de Alain de Benoist sobre la Democracia, pero
incorporando nuevos textos más actuales en relación a la primera edición. Se
trata de una apuesta por la Democracia orgánica, directa y participativa frente
a la Democracia liberal y representativa, que ya no representa la
"soberanía del pueblo" sino la "tiranía abstracta de la gente"
a través de una despolitización ejecutada por supuestos "expertos"
designados por la oligarquía político-mediático-financiera.
En la actualidad, no hay muchos hombres de izquierda
que denuncien la democracia, como hizo Karl Marx, como un procedimiento de
clase inventado por la burguesía para desarmar y domesticar al proletariado, ni
muchos hombres de derecha que sostengan, como hicieron los
contrarrevolucionarios, que la misma se reduce a la “ley del número” y al
“reino de los incompetentes” (sin decir nunca, sin embargo, qué es exactamente
lo que les gustaría poner en su lugar). Con raras excepciones, no es entre
partidarios y adversarios de la democracia los que se oponen a la misma en
nuestros días, sino exclusivamente entre sus partidarios, aunque sea en nombre
de los diferentes modos de concebir la democracia.
La democracia no tiene por objeto determinar la
verdad. Es el único régimen que hace residir la legitimidad política en el
poder soberano del pueblo. Esto implica, primeramente, que existe un pueblo. En
el sentido político, un pueblo se define como una comunidad de ciudadanos
dotados políticamente de las mismas capacidades y obligados por una norma común
dentro de un espacio público determinado. Fundada sobre el pueblo, la
democracia es el régimen que permite a todos los ciudadanos la participación en
la vida pública, afirmando que todos ellos tienen la vocación para ocuparse de
los asuntos comunes. Iré un paso más allá: no sólo proclama la soberanía del
pueblo, sino que pretende colocar al pueblo en el poder, para permitir que esas
personas del pueblo ejerzan, por sí mismas, el propio poder.
El homo democraticus no es un individuo, sino un
ciudadano. La democracia griega estaba caracterizada por ser una democracia de
ciudadanos (politai), es decir, una democracia comunitaria, y no una sociedad
de individuos, es decir, de seres singulares (idiotai) “idiotas” en su sentido
literal). Individualismo y democracia son, desde este punto de vista,
originalmente incompatibles. La democracia exige un espacio público de deliberación
y decisión, que es también un espacio de educación comunitaria para el hombre
considerado, por naturaleza, como intrínsecamente político y social. Por
último, cuando decimos que la democracia permite una mayor participación en los
asuntos públicos, se debe recordar que, en todas las sociedades, el mayor
número está constituido por una mayoría de individuos pertenecientes a las
clases populares. Desde este punto de vista, una política verdaderamente
democrática debe ser considerada, si no como un sistema que haga prevalecer los
intereses de los más desfavorecidos, sí al menos como un “poder correctivo del
dinero” (Giuseppe Preve).
Sin embargo, cuanto más se impone la democracia, más
se desnaturaliza. La prueba es que el “pueblo soberano” se ha convertido en el
primero en darle la espalda. En Francia, la abstención y el voto-sanción son
las primeras formas de expresar la insatisfacción sobre la forma en que
funciona la democracia. Después de eso, el voto de protesta ha cedido su lugar al voto de perturbación que
deliberadamente busca bloquear el sistema. De esta manera se constituyó lo que
el politólogo Dominique Reynié llamaba la “disidencia electoral”, gran reunión
de descontentos y decepcionados. En las elecciones presidenciales francesas de
2002, esta disidencia ya representó el 51% de los votantes inscritos en el
censo, frente a sólo el 19,4% en 1974. Se alcanzó el 55,8% en las legislativas
siguientes. Sin embargo, los principales proveedores de la disidencia electoral
provienen de las clases populares, lo que significa que la inexistencia cívica
o la invisibilidad electoral son, principalmente, y después de todo, el
resultado de estos mismos círculos a los que la democracia había dado el
derecho “soberano” para hablar y pronunciarse. ¿Qué pasará cuando la disidencia
decida expresarse fuera del ámbito electoral?
Simultáneamente, asistimos durante años, a una
desnaturalización de la democracia a partir de una Nueva Clase
político-mediática que, para salvaguardar sus privilegios, intenta restringirla
en el mayor grado posible. Jacques Rancière no duda en hablar de “nuevo odio a
la democracia”, un odio que podría “ser resumido en una tesis sencilla: sólo es
posible una buena democracia, aquella que reprime la catástrofe de la
civilización democrática”. La idea predominante es que no debe abusarse de la
democracia, pues de lo contrario podría romper el estado de cosas existente.
Uno de los medios para desnaturalizar y distorsionar
la democracia consiste en olvidar que se trata de una forma de régimen político
antes que una forma de sociedad. Otro
medio consiste en presentar como intrínsecamente democráticos los rasgos
supuestamente inherentes de la sociedad, tales como la búsqueda de un
crecimiento ilimitado de los bienes y mercancías, que son, de hecho, las
realidades inherentes a la lógica de la economía capitalista: “democratizar”
significa producir y vender, cada vez más, el mayor número de productos con un
mayor valor añadido. Una tercera forma consiste en crear las condiciones para
una reproducción idéntica del desorden instituido, sacralizado como el único
orden verdaderamente orden, como relevante de una necesidad histórica ante la
cual todo el mundo, por “realismo” debe inclinarse. “El realismo es el sentido
común de los bastardos”, dijo Bernanos. Este es el ideal de la gobernanza, que
se podría definir como una manera de convertir en no-democrática a una sociedad
democrática sin combatir frontalmente a la democracia, esto es, que no se
elimina formalmente la democracia, sino que ella misma se establece como un
sistema que permita gobernar sin el pueblo, y si fuera necesario, contra el
pueblo.
La gobernanza, que se ejerce actualmente a todos los
niveles, pretende situar la política en la dependencia de la economía a través
de una “sociedad civil” transformada en un simple mercado. Así pues, parece
como una “forma de contener la soberanía popular” (Guy Hermet). Vaciada de su
contenido, la democracia deviene en una democracia de mercado, despolitizada,
neutralizada, confiada a los expertos y sustraída a los ciudadanos. La
gobernanza aspira a una única sociedad mundial que aspira a durar eternamente.
Despolitizar, neutralizar la política, se efectúa, en efecto, situando las cuestiones dentro de
lugares que son no-lugares. El objetivo es eliminar todas las limitaciones que
podrían obstaculizar la ilimitación de la Forma-Capital. “El golpe estado del
capital, dijo Jean Baudrillard, es tener todo subordinado a la economía”. El
conjunto de la sociedad se pone al servicio del capitalismo liberal.
No se trata aquí de desarrollar una nueva teoría de la
conspiración de los “amos del mundo”. La gobernanza es el resultado lógico de
la evolución sistémica de las sociedades a la que estamos asistiendo desde hace
décadas. Además, ya no se representa al pueblo como un ser “naturalmente
bueno”, pero alienado y corrompido por los malvados. Las personas del pueblo
que no están exentas de defectos y errores. Pero podemos pensar, con Maquiavelo
y Spinoza, que los defectos del vulgo no difieren sustancialmente de los de los
príncipes –que, en la historia, han sido principalmente las élites las que los
han traicionado. Como escribió Simone Weil, “el verdadero espíritu de 1789
consiste en pensar, no que una cosa lo es sólo porque la gente quiere que así
sea, sino que, bajo ciertas condiciones, el valor de la voluntad del pueblo
probablemente sea el más conforme con la justicia”.
Se ha dicho de la República de Weimar que era una
democracia sin demócratas. Ahora vivimos en sociedades oligárquicas donde todo
el mundo es demócrata, pero donde ya no hay democracia.