La Nación, Editorial,
26 DE FEBRERO DE 2017
El gobierno nacional, en consulta con las provincias,
está trabajando en un proyecto de ley para reformar el sistema de
coparticipación federal de impuestos. Su propósito es lograr, antes de la
finalización de su mandato, su entrada en vigencia a través de una ley convenio
aprobada por la totalidad de las provincias. Debe recordarse que la
Constitución Nacional de 1994 estableció que esta reforma debía estar implementada
en 1996. Hasta hoy no se ha cumplido.
El criterio con el que el Poder Ejecutivo Nacional
intenta ahora elaborar el nuevo régimen fue definido por el ministro del
Interior, Rogelio Frigerio, quien señaló que se aspira a cambiar el sistema de
coeficientes fijos por uno basado en criterios racionales de reparto,
respetando el mandato constitucional que así lo estipula. "Este criterio
-añadió- pretende cubrir la brecha entre lo que cada jurisdicción necesita
gastar para poder prestar servicios de calidad y lo que puede recaudar haciendo
un esfuerzo fiscal equitativo." La intención es conceptualmente correcta
aunque supone cierta ingenuidad al esperar que 24 provincias puedan acordar que
están recaudando lo posible y que acepten que alguien defina todos los años
cuáles son sus necesidades de gasto. Claramente, por no funcionar la realidad
de esa manera es que han pasado 22 años sin que haya podido acordarse una
modificación del sistema.
La coparticipación federal de impuestos no es un
sistema original de la organización nacional. Hasta 1934, cada una de las
entonces 14 provincias cubría sus necesidades presupuestarias recaudando sus
propios impuestos. Cuando se creó el impuesto a los réditos de las personas en
1932, las provincias protestaron por tratarse de un gravamen directo que
correspondía a su jurisdicción. La Corte Suprema, sin embargo, lo convalidó,
pero con la condición de que fuera transitorio. Además, fue necesario que dos
años después el Congreso Nacional, en acuerdo con los gobiernos provinciales,
sancionara una ley convenio por la cual el 17,5% del producido por el impuesto
a los réditos se entregara a las provincias en proporción a lo recaudado en
cada uno de sus territorios. Fue el inicio de la coparticipación, pero en esa
ocasión sólo con un criterio devolutivo. Desde entonces se crearon nuevos
impuestos y el de réditos, hoy Ganancias, vive a pesar de su transitoriedad.
Las 14 provincias son hoy 24, habiéndose incorporado la Capital y en distintas
fechas los ex territorios nacionales.
El sistema de coparticipación fue varias veces
modificado. La Nación redujo su participación primaria. La distribución
secundaria entre provincias debió incorporar un criterio redistributivo al
provincializarse los territorios. La Ley 23.548 de 1988, vigente hasta el día
de hoy, fijó el 42,34% para la Nación y el 54,66% para las provincias, con
porcentajes establecidos para cada una de ellas. Del total de la masa
coparticipable se separaba previamente un 2% para las provincias de Buenos
Aires, Chubut, Neuquén y Santa Cruz, y un 1% para aportes discrecionales del
Tesoro Nacional.
Al crearse o aumentarse impuestos no coparticipables,
fue creciendo la porción de la torta reservada a la Nación y también las
cantidades distribuibles en forma discrecional. La consecuencia fue el uso de
esa discrecionalidad para la sujeción política, el favoritismo y la corrupción.
Los gobernadores pasaron a estar gran parte de su tiempo en Buenos Aires
intentando mayores aportes y el federalismo se debilitó. El gobierno de los
Kirchner fue el ejemplo más acabado de esta deformada situación que hemos
denominado unitarismo fiscal.
Tal vez la peor consecuencia del sistema vigente es la
desalineación de los incentivos. A los gobernadores podría convenirles que se
evadan los impuestos nacionales coparticipables porque, de esa manera, quedan
en la totalidad en su provincia. Además, por gastar ellos lo que el gobierno
nacional recauda, tienen el beneficio político de ampliar sus erogaciones o su
planta de empleados públicos, sin tener el perjuicio de aumentar sus propios
impuestos. Se ha alejado así del sano principio de la correspondencia fiscal, o
sea que quien gasta recauda. Eso se llama en términos sencillos gastar con
billetera ajena.
La responsabilidad de recaudar lo que se gasta es la
única forma de alinear correctamente los incentivos y que los ciudadanos, a la
vez contribuyentes, pongan atención en el nivel del gasto público provincial y
resistan su incremento o su mala asignación. No es por casualidad que el gasto
y el empleo público provincial han crecido a niveles insostenibles.
El criterio para la reforma que declara seguir el
Gobierno no corregirá esta deformación. Los gobernadores han demostrado
sentirse más cómodos con mecanismos de discrecionalidad y con la práctica de
influencias que con un sistema que los impulse a la eficiencia y la austeridad.
No perciben que todos pelean por la misma torta y que
el déficit fiscal de la Nación no le permitirá ceder ni una centésima
porcentual en favor de las provincias. Nos animamos a decir que el camino
elegido irá en vía muerta, como ha ocurrido en los últimos 22 años.
El objetivo no puede ser aumentar los fondos públicos
sino generar un sistema que impulse a gastar menos y gastar mejor.
De las propuestas arrimadas al Gobierno parece
plausible aquella que devuelve potestades tributarias a los gobiernos
provinciales y retiene para la Nación determinados impuestos que sólo cubren
sus necesidades presupuestarias. Por ejemplo, las provincias recaudarían en su
territorio los impuestos directos y los claramente identificables con su
generación geográfica. Sería el caso del impuesto a las Ganancias de personas
físicas, el impuesto a los Bienes Personales, los impuestos Internos y los
actuales gravámenes propios provinciales. La Nación retendría los impuestos
indirectos tales como el impuesto a las Ganancias de personas jurídicas, el IVA
y los impuestos al comercio exterior. El impuesto a los Combustibles sería
provincial, aunque su producido se canalizaría a un fondo de redistribución
horizontal asignado con coeficientes fijos a las provincias. Estos coeficientes
se determinarían de manera que en el inicio del nuevo régimen se empalme con la
distribución secundaria que resulta del sistema de la ley 23.548 hoy vigente.
Esto sería necesario para evitar una abrupta
desfinanciación de las provincias menos desarrolladas y, además, para hacer
políticamente posible la reforma. No se discutirían necesidades de gasto ni
cambios en la repartición de la torta,
Lo esencial es que si en el futuro un gobernador quisiera
aumentar su gasto, debería incrementar sus propios impuestos. El alineamiento
pasaría a ser el correcto. Se suprimiría la coparticipación vertical y el fondo
de redistribución horizontal sería administrado y controlado por un ente
conformado por las propias provincias. También debe tenerse muy en cuenta que
no debería haber una reforma tributaria sin que antes se discuta una nueva ley
de coparticipación. La cuestión del Fondo del Conurbano, en tanto, debería
discutirse y resolverse en forma separada.
De acuerdo con la opinión de reconocidos
constitucionalistas, una reforma como la descripta es compatible con la
Constitución Nacional de 1994. Estamos en tiempos de reformas estructurales. Es
importante ver el fondo y las causas de nuestros crónicos problemas para saber
corregirlos. La cuestión de la coparticipación y el federalismo es uno de esos
casos.