Atribuir a la economía global la inequidad es un error
que olvida cuánto crecieron los países emergentes en los últimos años, así cómo
los estragos de las experiencias nacionalistas
Juan J. Llach
La Nación, 15 DE MARZO DE 2017
Antes de que fueran saneadas algunas secuelas de la
crisis de 2008 han aparecido nuevas amenazas para la economía global. Como
entonces, el malestar tiene su epicentro en los Estados Unidos y en Europa, y
también repercute en América latina. Surge de la sociedad y de la política,
pero expresa descontentos con las economías nacionales y con la globalización,
en especial con los inmigrantes y con las importaciones que amenazan la
producción local. Su expresión saliente ha sido la elección presidencial de
Donald Trump, con su ideario nacionalista de tintes xenófobos y populistas,
pero también se manifestó en el Reino Unido con el Brexit y amenaza ahora a
otros países de Europa. Nada parecido se ve en el Lejano Oriente, pero sí en
muchos países del Medio Oriente -fuentes importantes de la emigración a Europa-
defraudados con las "primaveras árabes" y golpeados por la caída del
petróleo, economías frágiles y el fundamentalismo islámico.
La globalización está en el banquillo y, con más
pasiones que razones, se discuten sus resultados. Se sigue repitiendo,
erróneamente, que crece la brecha entre países ricos y pobres. El nivel de vida
de los países más avanzados era en 1990 casi ocho veces el de los emergentes y
hoy es menos de tres veces. Los otrora países "en desarrollo" generan
ya casi el 60% del producto mundial anual. Esto se debe sobre todo a Asia, con
China a la cabeza. Pero desde la crisis de 2008 también el África subsahariana
y, algo menos, América latina han crecido más que los avanzados. Entre éstos
hay grandes diferencias. Corea creció desde la crisis 25%, Italia cayó 8% y
Grecia, 30%. Lo mismo se ve dentro de cada país, como los contrastes entre el
ahora famoso "cinturón oxidado" y California.
Las personas disconformes con esta etapa global en
Europa y en Estados Unidos ven una realidad amenazante. Asiáticos y africanos
perciben, en cambio, mejoras. Pese a que en sus continentes vive el 95% de los
705 millones de personas en pobreza extrema, hace un cuarto de siglo eran 1850
millones los afectados por este flagelo y representaban un 35% de la población
mundial, contra menos del 10% hoy. En forma paralela, ha habido allí aumentos
muy significativos en la esperanza de vida o en la escolarización y fuertes
caídas de la mortalidad infantil. El rápido crecimiento de muchos países pobres
desde 1990, en especial China, hizo caer la desigualdad de la distribución del
ingreso mundial, y la cantidad de personas de clase media se ha duplicado de
1500 a 3000 millones en este siglo.
Al mismo tiempo, la desigualdad aumentó en muchos
países, y en casi todos los desarrollados, con el agravante de una enorme
concentración del ingreso en el 1% más rico -que se apropia del 15% o más del
ingreso nacional- y aun en el 0,1% más rico. En fin, es tan cierto que el mundo
de hoy tiene una pobreza inaceptable y una enorme desigualdad de ingresos y
riquezas como que nunca bajaron tanto la pobreza y la desigualdad globales como
en los últimos 25 años (el sitio https://ourworldindata.org/ es muy informativo de
lo dicho hasta aquí). El análisis objetivo invita mucho más a los matices que a
los juicios en blanco y negro, pero éstos son los que prevalecen.
Extendiendo la mirada a otras cuestiones se evidencian
muchas y gruesas falencias de la reciente globalización. La dramática crisis de
2008 fue impulsada por excesos financieros depredadores -aún no subsanados del
todo- y por una insuficiente coordinación global -por ejemplo, de los
desequilibrios en los balances de pagos- que sigue en pie. Son crecientes las
evidencias del deterioro del medio ambiente, del aumento del comercio de armas
y del narcotráfico. Pero no sólo es utópico pensar que las reacciones
nacional-populistas de hoy corregirán estas falencias. Si ellas cumplen sus
promesas, la economía y la sociedad globales, y especialmente los más pobres
del mundo, estarán a la larga peor que si se mejora el camino actual. Ojalá
esto invitara a reflexionar y a enmendar sus enfoques a quienes acompañaron la
etapa global que parece finalizar -y que ojalá no extrañemos- con diagnósticos
sesgados sobre la economía y la sociedad mundiales, aportando al caldo de
cultivo del neonacionalismo populista.
América latina es el subcontinente con menor
crecimiento en el siglo XXI, con grandes diferencias entre países, algunos con
logros no definitivos en reducir la pobreza y la desigualdad. Se erra fiero al
atribuir sus trayectorias al "neoliberalismo" o al
"progresismo". Porque la principal línea que divide a los de buen y mal
desempeño es la que separa la racionalidad del populismo económico que rifa el
futuro maximizando el consumo y castigando la inversión. Desde la crisis de
2008 el nivel de vida de Perú aumentó 40%, el de Venezuela cayó 20% y el de la
Argentina aumentó apenas 2% ¡en nueve años! Cada uno en su estilo, Chile y
Bolivia han crecido.
Uno, con fuertes instituciones republicanas, democráticas
y de mercado; el otro, con un caudillo popular y socialista, pero ninguno de
los dos con populismo económico. Pese a tamañas verdades, los críticos de la
globalización han sido muy indulgentes con los daños inferidos por el populismo
en América latina. Es revelador, en tal sentido, que con su habitual desparpajo
Guillermo Moreno diga que Trump va hacer "nuestra" política, "los
que éramos pasado ahora somos futuro" y "lo que se discute hoy es la
globalización". En verdad, ha estado siempre en discusión, salvo para los
"hombres de Davos".
En el trasfondo de estos nuevos malestares y de las
discusiones que generan se yerguen pesados condicionantes demográficos,
económicos y sociales que difícilmente puedan ser revertidos por los
neonacionalismos populistas. En un trasfondo aún más profundo, hay signos de un
cambio de civilizaciones. Europa, por ejemplo, persigue una trinidad imposible:
muy pocos hijos, pocos inmigrantes y excelentes sistemas de seguridad social.
Si Trump concreta sus amenazas, los Estados Unidos pueden acercarse a una
utopía parecida. Cada uno a su modo, los emergentes de África y Asia (salvo
China), muestran mayor vitalidad demográfica, millones y millones de
trabajadores muy laboriosos con salarios bajos, escasos o muy modestos sistemas
de seguridad social y apertura al comercio, las inversiones y la tecnología.
Una receta para crecer que sólo podrán impedir conflictos armados o, a mayor
plazo, el marcado deterioro del medio ambiente.
Los bienvenidos frenos institucionales y de la
realidad que, previsiblemente, encuentra el presidente Trump invitan a la
prudencia en los pronósticos. No es desatinado pensar en una moderación del
ritmo del comercio y las inversiones internacionales, pero sin un freno de
mayor envergadura. A esto apuestan hoy los mercados globales. En un caso o en
otro, el crecimiento de los países emergentes continuará siendo más veloz que
el de los desarrollados, más aún si China resuelve sus temas pendientes.
América del Sur también puede repuntar si, como parece, la Argentina y Brasil
salen de la recesión. Los riesgos graves para el devenir del mundo no parecen
estar tanto en la economía o en la sociedad, sino en una mayor propensión a los
conflictos armados. Mientras tanto, urge aumentar las inversiones en materia
gris que ayude a encontrar caminos para lograr una globalización mucho más
justa que la de hoy.
Economista, ex ministro de Educación de la Nación