Juan Manuel DE PRADA, escritor
catolicos-on-line, 11-4-17
A José Antonio Sánchez, presidente de RTVE, le han
montado un aquelarre por afirmar que España “no fue colonizadora, sino
civilizadora y evangelizadora”. No debe extrañarnos tan furibunda reacción;
pues, el españolito medio siempre ha sido una cacatúa orgullosa de regurgitar
todos los topicazos de la Leyenda Negra, como nos explicaba Joaquín Bartrina en
unos versos célebres: “Oyendo hablar a un hombre fácil es / acertar dónde vio
la luz del sol. / Si habla bien de Inglaterra, será inglés; / si os habla mal
de Prusia, es un francés; / y, si habla mal de España, es español”.
Así, aceptando las tergiversaciones elaboradas por
nuestros enemigos seculares, hemos llegado a avergonzarnos de los episodios más
gloriosos de nuestra Historia, en un aberrante proceso de patología colectiva.
Yo agradezco mucho a José Antonio Sánchez, de cuya teta nunca he mamado, que
haya tenido el valor de confrontar al enfermo con su odiosa patología
masoquista.
España fue, en efecto, civilizadora y evangelizadora.
Llegó a América con una idea muy sencilla y, a la vez, vertiginosa: Dios había
hecho nacer a todos los hombres de una misma pareja; más tarde, había querido
que su Hijo se pasease por el mundo en carne mortal, como si fuera descendiente
de aquella primera pareja; y, ya por último, había entregado su poder al Papa,
que a su vez se lo había alquilado a los reyes españoles en aquellas regiones
del planeta. De lo que se deducía que los habitantes de aquellas regiones eran
súbditos del rey español, fieles al Papa e hijos de Dios, por ser descendientes
todos –como cualquier rey o Papa– de aquella primera pareja. Y algo tan
sencillo y a la vez tan vertiginoso fue posible porque España era entonces la
única nación europea que custodiaba íntegro el concepto medieval –escolástico–
de la unidad universal de todos los hombres.
Por supuesto, muchos españoles que se fueron a América
albergaban crudos instintos materiales. Pero sobre su crudo materialismo se
impuso la noción escolástica de unidad universal de todos los hombres. Por eso
la reina Isabel montó en cólera cuando, de una de las primeras expediciones
colombinas, le trajeron indios para que los tomase como esclavos; y ordenó
reunir a sus mejores teólogos, para que le explicasen lo que ella ya sabía: que
los indios eran tan hijos de Dios como ella misma. Y enseguida la tesis
misionera se alzó frente a la tesis colonizadora; y surgió el “derecho de
gentes”, amparando al indígena frente a los poderes temporales. Aquella fue la
mayor empresa civilizadora que vieron los siglos.
Luego, en la práctica cotidiana, se cometieron muchos
abusos –como también Sánchez reconocía en su discurso–, porque había españoles
crueles y ambiciosos. Pero españoles fueron también quienes denunciaron estos
abusos, desde Bartolomé de las Casas a mi paisano Toribio de Motolinia. Y
españoles fueron, en fin, los reyes, obispos y jurisperitos que defendieron a
los indígenas con leyes humanísimas, sin parangón en la época. Una nación se
define por los principios que sus mejores hijos sostienen, no por los abusos
que sus bastardos perpetran. Y, además, por cada español cruel hubo siempre un
fraile con los cojones muy bien puestos que se liaba a zurriagazos con él y lo
amenazaba con la condenación eterna, obligándolo a pagar los estudios del
indígena maltratado o a acoger a la indígena a la que había dejado preñada.
Así, el español se fundió con el indígena, dando lugar
a la más hermosa raza que vieron los siglos. Bastardo sea quien denigre esa
raza; y bastardo también quien reniegue de la empresa que la hizo posible.