Por Max Silva Abbott
Centro Jurídico Tomás Moro, 28.05.2017
Tal vez una de las características más llamativas de
nuestro tiempo sean las apariencias, que llevan a que la imagen de lo que se ve
no coincida, y a veces para nada, con la realidad, al punto que de ser casi una
máscara. Y en el presente caso, son nuestros sistemas democráticos los que parecen
llevarse la palma.
Veamos. Se supone que la democracia descansa sobre el
reconocimiento de la igual dignidad de los miembros de una sociedad y en virtud
de la misma, se llama a debatir de forma civilizada las diversas posturas que
tengan unos y otros respecto de los más variados temas, triunfando aquella
opción que obtenga las mayorías establecidas de antemano para su aprobación.
Sin embargo, además de lo anterior, este sistema de gobierno presupone, aunque
no siempre se diga expresamente, que las diferentes opiniones que se debaten
tienen un fundamento, o si se prefiere, que obedecen a una cavilación racional
de quienes las propugnan.
Ahora bien, todo lo anterior no solo conlleva un nivel
básico de educación de quienes participan en el debate democrático, sino
también un mínimo análisis de las propuestas que se esgrimen y –digámoslo
también– una pizca de interés por el bien común de la sociedad, a fin de no
defender ideas mezquinas o abiertamente dañinas para el grupo, aunque esto
último dé para otra columna.
Sin embargo, si miramos la realidad y no las
apariencias de lo que está ocurriendo hoy, se percibe por desgracia que muchas
de las propuestas que se debaten y aceptan, no provienen de una reflexión
sesuda y objetiva del problema que supuestamente se quiere resolver, sino de la
ideología, de las emociones o incluso de lo que se “huele” en el ambiente y es
considerado “políticamente correcto”.
Y si a lo anterior se añade la cada vez mayor
influencia de los medios de comunicación, que pueden levantar cualquier tema y
hacerlo una “necesidad imperiosa” o por el contrario, no dar cobertura (y en el
fondo ocultar) problemas verdaderamente importantes, surgen poderosas sospechas
de si realmente estamos ante una verdadera democracia.
Se insiste: resulta sorprendente cómo la “opinión
pública” actual está siendo manipulada por diversos factores que hacen que como
una veleta, cambie según los intereses del momento propugnados por diversos
grupos minoritarios. De este modo, disfrazada de legitimidad, casi cualquier
cosa puede imponerse a sociedades enteras, al venir supuestamente del clamor
popular.
Finalmente, si a esta grosera manipulación se añade
una educación cada vez más deficiente (al punto que muchos no entienden lo que
leen o no poseen los conocimientos históricos básicos), siendo sinceros, ¿de
qué vale la opinión que se defienda o incluso la que gane, cualquiera que esta
sea, si no existe un mínimo razonamiento serio a su respecto, sino una más o
menos camuflada manipulación? Las estupideces o los errores siguen siendo
tales, sin importar si son propugnados por muchos o pocos, pues aquí se ha dado
más importancia al procedimiento (la emisión de las opiniones) que a su
fundamento (su racionalidad).
Es por eso que en buena medida, nuestras actuales
democracias son sólo una apariencia, al encontrarse las mayorías secuestradas
por diversas formas de manipulación.