La Nación, editorial,
28 DE JUNIO DE 2017
Cada tanto se abre en la Argentina el debate acerca de
si la presencia de símbolos religiosos en edificios gubernamentales, tribunales
o escuelas públicas implica una forma de discriminación hacia quienes no
participan del culto al que remiten dichos símbolos o hacia quienes se declaran
ateos o laicistas sin convicción religiosa alguna.
Cuando se analiza el tema no pueden soslayarse
referencias históricas y jurídicas tales como el Preámbulo de la Constitución
nacional, cuya expresa invocación teísta dice: "Invocando la protección de
Dios, fuente de toda razón y justicia, ordenamos, decretamos y establecemos
esta Constitución para la Nación Argentina". Tampoco el recordado artículo
2, según el cual: "El gobierno federal sostiene el culto católico,
apostólico y romano", con las largas discusiones acerca de los alcances
del "sostenimiento" del culto; ni el artículo 14, cuando establece la
libertad de cultos. Tampoco han de olvidarse el artículo 19, que reserva a Dios
las acciones privadas de los hombres, o el 20, que garantiza a los extranjeros
el ejercer libremente su culto, o el 93, que permite que el Presidente preste
juramento "respetando sus creencias religiosas".
Todas estas expresiones conviven perfectamente con la
norma del artículo 43 que dispone que toda persona puede interponer una acción
de amparo contra cualquier forma de discriminación que la afecte.
La pregunta es, entonces, si es discriminatoria para
quienes no son cristianos la presencia en un lugar público de un símbolo
religioso como un crucifijo, meramente pasiva, por cierto, por cuanto no exige
ningún tipo de reverencia especial o rito particular, sino que es un mero
recordatorio de aquella herencia cultural que se remonta a nuestro nacimiento
como nación, y mucho más atrás si se quiere. En general, la respuesta ha sido
negativa: la cruz no obliga a nada, es parte de una tradición histórica, es
innegable su prestigio simbólico de larga raigambre, no hay ilegitimidad alguna
en la presencia de dicho símbolo y su remoción puede conducir -precisamente- a
un acto discriminatorio.
Discriminar es dar a algunos un tratamiento distinto a
otros. Un ejemplo sería que los argentinos pudieran profesar libremente su
culto, pero los extranjeros no. Otro, que los niños estén obligados a rezar
antes de entrar a clase, sean o no cristianos. Es evidente en los referidos
casos que hay un claro trato desigual, discriminatorio hacia quienes no
participan de dicha creencia.
Pero obligar, con fundamento en un laicismo que
prescinde de nuestra historia, a descolgar las cruces y todo símbolo religioso
de los edificios públicos equivale a demoler las iglesias en las ciudades, o
las mezquitas o las sinagogas, porque quien pase frente a ellas puede sentirse
"discriminado" por la presencia de un símbolo religioso en el cual no
cree. Propiciar tal proceder, como el de eliminar todo cuadro o escultura con
motivo religioso exhibidos en un lugar público, parece un exceso.
La tolerancia, la libertad de ejercicio del culto y el
respeto a las tradiciones, en la medida en que no establezcan imposición
alguna, son todo lo contrario a un acto discriminatorio. Más bien parece que
quienes propugnan este tipo de posiciones intentan imponer un criterio
minoritario o sectario que no respeta el sentir general. Nadie debe imponerle
nada a una minoría, como tampoco es admisible que, so pretexto de una
inexistente discriminación, se eliminen símbolos largamente enraizados en
nuestras tradiciones históricas y culturales, a las que adhiere una gran parte
de nuestro pueblo. Algo que no debería ser dejado de lado en momentos en que el
Congreso se apresta a analizar un proyecto de ley de libertad religiosa.