y la pena capital
Por INFOVATICANA | 06 agosto, 2018
Edward Feser/ First Things
Con una medida que no debería sorprender a nadie, el
Papa Francisco parece contradecir, de
nuevo, dos milenios de magisterio escritural y católico claro y firme.
El Vaticano ha anunciado que se cambiará el Catecismo de la Iglesia Católica
para declarar que la pena de muerte es “inadmisible” dada la “inviolabilidad y
la dignidad de la persona” entendida “a la luz del Evangelio”.
Siempre ha habido desacuerdo entre los católicos sobre
si la pena capital es, en la práctica, el modo moralmente mejor para mantener
la justicia y el orden social. Sin embargo, la Iglesia siempre ha enseñado,
clara y firmemente, que la pena de muerte es, en principio, coherente con la
ley natural y con el Evangelio. Esto se enseña en la Escritura -de Génesis 9 a
Romanos 13, pasando por otros apartados-, y la Iglesia mantiene que la
Escritura no puede enseñar un error moral.
Esta enseñanza también la
defendieron los Padres de la Iglesia, incluidos esos Padres que se opusieron en
la práctica a la aplicación de la pena capital. Y los Doctores de la Iglesia,
incluidos santo Tomás de Aquino, el teólogo más importante que ha tenido la
Iglesia; san Alfonso María de Ligorio, el mayor teólogo moral de la Iglesia; y
san Roberto Belarmino que, más que cualquier otro Doctor, ilustró cómo la
enseñanza cristiana se aplica a las circunstancias políticas modernas.
También ha sido defendida clara y firmemente por los
papas hasta Benedicto XVI, inclusive. Que los cristianos, en principio, pueden
recurrir legítimamente a la pena de muerte lo enseña el Catecismo Romano
promulgado por el Papa San Pío V; el Catecismo de Doctrina Cristiana promulgado
por el Papa San Pío X; y las versiones más recientes del Catecismo -de 1992 y
1997- promulgado por el Papa San Juan Pablo II. Y esto a pesar de que Juan
Pablo II se oponía firmemente a la aplicación en la práctica de la pena
capital. Los Papas San Inocencio I e Inocencio III enseñaron que, en principio,
la aceptación de la legitimidad de la pena capital es un requisito de la
ortodoxia católica. El Papa Pío XII apoyó de manera explícita la pena de muerte
en distintas ocasiones. Por esto el cardenal Joseph Ratzinger, jefe de la
congregación que defiende la doctrina durante el pontificado de Juan Pablo II,
afirmó en un memorándum de 2004: “Si un católico discrepara con el Santo Padre
sobre la aplicación de la pena de muerte… este no sería considerado por esta
razón indigno de presentarse a recibir la Sagrada Comunión. Aunque la Iglesia
exhorta a las autoridades civiles… a ejercer discreción y misericordia al
castigar a criminales, aún sería lícito… recurrir a la pena capital”.
Joseph Bessette y yo hemos documentado detalladamente
esta enseñanza tradicional de la Iglesia en nuestro reciente libro. Por razones
que he expuesto en uno de mis últimos artículos, la enseñanza tradicional
claramente cumple los criterios de la doctrina infalible e irreformable del
Magisterio ordinario de la Iglesia. No es una sorpresa que tantos papas hayan
procurado apoyarla, ni que Belarmino juzgara “herético” mantener que los
cristianos no pueden, en teoría, aplicar la pena capital.
Por lo tanto, ¿ha desmentido el Papa Francisco esta
enseñanza? Por un lado, la carta emitida por la Congregación para la Doctrina
de la Fe anunciando el cambio afirma que “se sitúa en continuidad con el
Magisterio precedente, llevando adelante un desarrollo coherente de la doctrina
católica”. Tampoco el nuevo lenguaje introducido en el catecismo afirma de
manera clara y explicita que la pena de muerte es intrínsecamente contraria a
la ley natural o al evangelio.
Por otro lado, el Catecismo tal como Juan Pablo II lo
dejó había llevado las razones doctrinales de la abolición lo más lejos que se
podía, manteniendo la coherencia con la enseñanza anterior. Por esta razón,
cuando afirma que los casos de aplicación de la pena capital “suceden muy rara
vez…, si es que ya en realidad se dan algunos” (2267), el Catecismo de Juan
Pablo II apela a razones prudenciales que atañen estrictamente a la protección
de la sociedad.
El Papa Francisco, en cambio, quiere que el Catecismo
enseñe que la pena capital no debe utilizarse nunca (en lugar de “muy rara
vez”) y justifica este cambio no por razones prudenciales, sino “para recoger
mejor el desarrollo de la doctrina en este punto”. La implicación es que el
Papa Francisco cree que razones de doctrina o de principio hacen imposible el
uso de la pena capital de una manera absoluta. Además, decir, como hace el
Papa, que la pena de muerte atenta contra “la inviolabilidad y la dignidad de
la persona” significa que esta práctica es intrínsecamente contraria a la ley
natural. Y decir, como hace el Papa, que “la luz del Evangelio” descarta la
pena capital significa que es intrínsecamente contraria a la moral cristiana.
Decir cualquiera de estas cosas es, precisamente,
contradecir la enseñanza anterior. Y la carta de la Congregación para la
Doctrina de la Fe no explica cómo la nueva enseñanza puede ser coherente con la
enseñanza de la Escritura, de los Padres de la Iglesia, de los Doctores de la
Iglesia y de los Papas precedentes. Limitarse meramente a afirmar que el nuevo
lenguaje es un “desarrollo” más que una “contradicción” de la enseñanza
anterior no hace que lo sea. La Congregación para la Doctrina de la Fe no es el
Ministerio de la Verdad de Orwell, y un papa no es Humpty Dumpty, capaz por
decreto de hacer que las palabras signifiquen lo que él quiera. Colgar la
etiqueta “desarrollo” a una contradicción no la transforma en una
no-contradicción.
La ironía es que el Catecismo de Juan Pablo II se
publicó para aclarar algunas cuestiones doctrinales y, así, poner final a la
especulación postconciliar de que la doctrina católica estaba abierta a
innumerables revisiones. Sin embargo, hasta la fecha la enseñanza del Catecismo
sobre la pena capital ha tenido dos revisiones: una en 1997, bajo Juan Pablo
II, y la otra ahora, bajo Francisco.
El problema no se limita a la pena capital. Este
último desarrollo es parte de un patrón que ya nos es familiar. El Papa
Francisco ha hecho declaraciones que parecen contradecir la doctrina católica
tradicional sobre la anticoncepción, el matrimonio y el divorcio, la gracia, la
conciencia y la Comunión, entre otras cuestiones. Se ha negado repetidamente a
aclarar sus problemáticas declaraciones, incluso cuando han sido teólogos y
miembros de la jerarquía los que le han pedido aclaraciones de manera formal y
respetuosa. El efecto es, por un lado, envalentonar a quienes tienen como
objetivo cambiar otras enseñanzas de la doctrina tradicional de la Iglesia y,
por el otro, desmoralizar a los que defienden esas enseñanzas.
Si la pena capital es, en principio, un error,
entonces la Iglesia ha enseñado de manera continua, durante dos milenios, un
grave error moral y ha malinterpretado la Escritura. Y si la Iglesia ha estado
tan equivocada durante tanto tiempo sobre algo tan serio, entonces no hay
enseñanza que no pueda ser cambiada, justificando este cambio en virtud de un
“desarrollo”, y no de una contradicción. Un cambio en la pena capital puede ser
el principio de muchos males ya que si se lleva a cabo, podría dividir la
doctrina católica anterior y, por lo tanto, contradecir la afirmación de que la
Iglesia ha preservado el Depósito de la Fe íntegro y puro.
Este cambio no sólo socavaría la credibilidad de todos
los papas anteriores, sino que socavaría también la credibilidad del propio
Papa Francisco. Porque si el Papa San Inocencio I, el Papa Inocencio III, el
Papa San Pío V, el Papa San Pío X, el Papa Pío XII, el Papa San Juan Pablo II y
otros muchos papas pudieron hacer las cosas tan mal, ¿por qué deberíamos creer
que el Papa Francisco ha conseguido, de alguna manera, hacer por fin las cosas
bien?
No es necesario apoyar la pena capital para sentir
preocupación porque el Papa Francisco haya ido tan lejos. El cardenal Avery
Dulles, personalmente opuesto a la práctica de la pena capital, ha insistido
que “el cambio en una doctrina tan bien establecida, como es esta de la
legitimidad de la pena capital, puede suscitar serios problemas relacionados
con la credibilidad del magisterio”. El arzobispo Mons. Charles Chaput, que
también se opone a la aplicación de la pena capital en la práctica, ha
reconocido: “La pena de muerte no es intrínsecamente mala. Tanto la Escritura
como la larga tradición cristiana reconocen la legitimidad de la pena capital
en determinadas circunstancias. La Iglesia no puede rechazarla sin rechazar su
propia identidad”.
Si el Papa Francisco está realmente afirmando que la
pena capital es intrínsecamente mala, entonces la Escritura, los Padres de la
Iglesia, los Doctores de la Iglesia y todos los papas anteriores estaban
equivocados. O lo está el Papa Francisco. No hay una tercera alternativa.
Tampoco hay ninguna duda de quién estaría equivocado en este caso. La Iglesia
siempre ha reconocido que los papas pueden cometer errores doctrinales cuando
no hablan ex cathedra: de hecho, ahí tenemos los ejemplos del Papa Honorio I y
del Papa Juan XXII. La Iglesia también enseña explícitamente que los fieles
pueden -y a veces deben-, criticar abierta y respetuosamente a los papas cuando
enseñan un error. El documento de 1990 de la Congregación para la Doctrina de
la Fe, Donum Veritatis, establece las normas necesarias para hacer una crítica
legítima de los documentos magisteriales que muestran “deficiencias”. Parece
que los teólogos católicos están ahora en una situación que apela a la
aplicación de estas normas.
Edward Feser es co-autor de By Man Shall His Blood Be
Shed: A Catholic Defense of Capital Punishment.
(Publicado en First Things; traducido por Elena Faccia
Serrano para InfoVaticana.)