el duro trabajo de tener la culpa de la ineptitud
de los gobiernos
Por Dardo Gasparré
Infobae, 6 de octubre de 2018
Los políticos del oficialismo y la oposición, el
periodismo local e internacional, los bancos americanos y gerenciadores de
fondos globales, los entes burocráticos supranacionales, las quasieconomistas
estrella de la TV, los empresarios y tuiteros en general, parecen sorprendidos
por la dureza que se avizora como consecuencia del programa recientemente
implementado por el Gobierno y el FMI para tratar de salir del grave atolladero
en que deliberadamente se metió el país.
La realidad es que nadie debería sorprenderse. Todo lo
que hizo el Gobierno de Cristina Kirchner en materia económica tenía que
desembocar inequívocamente en un virtual default, en un déficit ruinoso y en
una destrucción del sistema de producción, de la generación de trabajo
auténtico y de la inversión. Además de la destrucción de la moneda cuyo destino
estaba sellado.
De modo que en ese aspecto, buena parte de los
enumerados en el primer párrafos deberían dejar de lado la cara de sorpresa
porque lo que pueda ocurrir como resultante de este plan no es más que un
diferimiento de lo que debió ocurrir el 10 de diciembre de 2015, o antes,
porque fue disimulado con una serie de trampas.
Tampoco tienen derecho a llamarse a sorpresa los que
aplaudieron el gradualismo macrista como un modo de evitar las supuesta
recesión colosal y la explosión y quema del país que una política sana
implicaría, sobre todo, los que no fueron capaces de entender que el malhumor
social que se intentaba evitar al no hacer un ajuste no solo era paradojalmente
inevitable, sino que se debería hacer de todas maneras, indexado y con
recargos, si se postergaba el regreso a la realidad. El populismo es así. La
sociedad considera que tiene derecho a todos los mendrugos y las coimas que los
demagogos le han otorgado en sus formatos varios, y no entiende ninguna razón que
los fuerce a retroceder en sus supuestas conquistas impagables.
Tampoco pueden decirse sorprendidos los que
aplaudieron (sic) también en todos los actos de sus socios kirchneristas, se
trate de empresarios o sindicalistas, con perdón de la redundancia.
En ese amplio grupo de portadores de una conveniente
ignorancia no se alínean solamente los pobres, la clase baja, los modestos
trabajadores y todo el vocinglerío idiomático con que suele denominarse a los
beneficiarios del populismo. Prácticamente toda la sociedad, sin distinción de
estratos, recibió algún tipo de coima, que usufructó sin asco, por supuesto sin
permitirse aceptar que se trataba del más sucio populismo e irresponsabilidad
fiscal y social.
Cambiemos no hizo demasiado para desarmar ni el volumen
ni el concepto del populismo. Desde las primitivas afirmaciones de Mauricio
Macri hasta hoy mismo, se sigue repitiendo que el gasto social no bajará, que
no se despedirá gente, que ninguna empresa del Estado se cerrará, cuando en
rigor hay que hacerlo. Como se dijo que la inflación bajaría en 6 meses y
similares. Corrido por izquierda, el Gobierno no supo decir la verdad, tal vez
porque no la sabía.
Esa mezcla de ignorancia, sensibilidad palermitana,
duranbarbismo de CABA, una suerte de contrarelato macrista, hizo creer a muchos
lo que querían creer desesperadamente: que el cáncer se curaba con dos
aspirinas. Quienes contribuyeron a esa creencia tampoco deberían hoy estar
sorprendidos, ni permitirse dar recetas, cuando lo que han demostrado es una profunda
chapucería en el análisis de situación, en el diagnóstico, en los caminos
elegidos y en el modo de comunicar, no solo en lo formal del spinning político,
sino en la comunicación implícita en la acción, o en la no acción.
Los bancos y fondos se cansaron de ponderar el
endeudamiento, como si la recuperación del crédito fuera un mandato ineludible
para usarlo. Seguramente para muchos, en busca de comisiones, lo fue. Pero no
era lo mejor para el país. El peligroso y dudoso cuchicheo privado y secreto entre
las entidades y los funcionarios no fue el mejor camino para encarar los
problemas de liquidez, como la experiencia, si la tuvieran o si no hubiese
estado adormecida por razones ignotas, lo debería haber enseñado. Los fondos
que vienen a especular se van cuando quieren. Esa es la regla. Evidentemente se
pagó el precio de no conocerla. O se pagaron otros precios. Pero el problema
central no fue ese. Fue seguir gastando. Fue seguir repartiendo felicidad.
Los medios especializados internacionales, la mayoría
de cuyas notas son elaboradas con el aporte total o parcial de sus
corresponsales locales, no de sesudos misteriosos expertos sentados en el
infinito, eligieron el cómodo camino de callar o de decir obviedades, cuando no
de suscribir la política de endeudamiento en dólares para pagar gastos en
pesos, una de las aberraciones que trajo al país al borde del default. Eso no
les quita el derecho a opinar hoy lo que se les dé la gana. El mismo derecho
que tiene esta columna de hacerles notar, como tantas otras veces, su sesgo o
su error. Porque si la sorpresa de hoy de esos grupos, bancos, fondos y medios
fuera de buena fe, habrá que revisar la formación de sus especialistas.
Quienes se sorprenden por la maxidevaluación tampoco
deberían sorprenderse. Al cepo de muchos años de Cristina Kirchner se debe
sumar el atraso cambiario creado por la venta de dólares de endeudamiento para
conseguir los pesos necesarios para pagar gastos delirantes no justificados ni
merecidos, que necesariamente iba a estallar en un déficit de cuenta corriente
fatal. Ese déficit fue además eficazmente apoyado por la compra de dólares para
turismo con que los argentinos apoyaron fervientemente el no ajuste por un
monto de 10 mil millones de dólares. Seguramente para que no incendiasen el
país. Yendo un poco para atrás, la destrucción de la producción de gas y
petróleo ya le había costado al país un impacto permanente en el déficit de
balanza de pagos, impacto que sigue pesando negativamente y seguirá por
bastante tiempo.
La inflación tampoco debería sorpender, porque no se
hizo nada para bajarla. Habrá que repetir la frase: no se hizo nada para bajar
la inflación. Se mantuvo el gasto, se emitió desaforadamente, y, cuando se
quiso combatirla, se utilizó una política de tasas de interés crecientes para
absorber con una mano lo que se emitía con la otra. Política que ya había
fracasado caóticamente varias veces en la historia reciente, pero por supuesto,
que "esta vez se haría bien". Esa masa de pesos también empujó al
dólar, como lo empujaron los fondos que retiraron sus dólares, con todo
derecho, pero en el momento menos oportuno, como ocurre siempre.
Los expertos que mostraron complejas ecuaciones y
elogiaron "al mejor Banco Central de la historia" por esa política
hoy deberían sorprenderse de su propio error, no de lo que ocurre u ocurrirá.
Cosa que también podría aplicarse a los analistas de los fondos y bancos, que
ahora se apresuran a apretar el botón de "downgrade" o de
"sell", y que deberían explicar a sus clientes que no se trata de una
sorpresa, en vez de usar su pomposo lenguaje vacío para no decir nada.
Ni una sola de las peripecias que a partir de aquí
tiene por delante el país, que son muchas y duras, es atribuible a este plan,
que lo único que hace es parar la sangría; forzar a hacer lo que no se hizo
(porque la realidad lo obliga), impedir la emisión, única razón de la inflación
y de gran influencia en la devaluación; equilibrar el presupuesto, una
expectativa que debería ser de mínima; impedir que se use este nuevo
endeudamineto en dólares (último disponible) para incinerarlo en la pira del
mercado de cambios, en aras del desarme del carry trade y la huida de los
fondos y la especulación.
Por supuesto que luego del desastre cristinista y de
los serios errores macristas de todo tipo lo que se llama el plan del Fondo es
malo. No podría ser bueno. Ya no hay tiempo ni tiempos, económicos, políticos
ni sociales. Simplemente es mejor que todo lo que se hizo antes. Entre otras
cosas, porque es un plan. Y porque tiene un tutor, imprescindible para el
infantilismo nacional.
Queda el problema de "la pobre gente", que
es el modo en que cada argentino define sus propios problemas, sus propios
miedos y su propio interés. Justamente, aunque fuera desde lo dialéctico, buena
parte de lo que duró por venir tiene que ver con tratar de que "la pobre
gente" no sufra o no tenga que pasar momentos difíciles. Por ese camino se
arriba a que el sufrimiento llegue tarde o temporano, igual o peor, como si
también el sacrificio y las dificultades terminaran indexandose por una tasa de
interés de 70 por ciento.
Si los que sistemáticamente sabotean al país con
huelgas, paros y piquetes decidieran dejar de lado su falsa sorpresa, no
reclamarían imposibles que, si se satisficieran, empobrecerían todavía más a
quienes dicen defender.
Un párrafo aparte debe dedicarse a los indignados
legisladores que antes eran kirchneristas y ahora son peronistas, que han
descubierto que luego de la repartija, la corrupción y el populismo desaforados
viene ineluctablemente el ajuste. Pero que lo atribuyen al plan o al
presupuesto.
Nada de lo que viene es fácil ni agradable. Pero
echarle la culpa a este plan, el único que se hizo en muchos años de disparates
económicos, incluyendo los últimos tres, es no solamente no entender, sino que
es condenarse y condenar a "la pobre gente" a sacrificios y
sufrimientos todavía mayores, indexados por irresponsabilidad. Claro que
siempre se puede poner cara de sorpresa, como si no hubiese razón alguna para
el resultado desastroso. Como si se tratase de un tsunami o un cisne negro. O
como si nadie se lo hubiera advertido.