La Nación, editorial, 15 de
marzo de 2020
Desde tiempo inmemorial, el
hombre ha querido vencer a la muerte, a la pobreza, a las enfermedades, a la
vejez, con mecanismos o pócimas siempre fracasados. Los alquimistas buscaron la
piedra filosofal; los curanderos, el elixir de la vida, y los físicos, el
movimiento perpetuo. Charles Fourier propuso el falansterio; Carlos Marx, la
dictadura del proletariado; Mao Tse-tung, la revolución cultural, y Fidel
Castro, la liberación latinoamericana.
A pesar de tantos fracasos,
en la Argentina se continúa intentando doblegar las leyes de la vida, ignorar
los incentivos humanos, burlar las restricciones de la escasez, desdeñar la
fuerza de la entropía y hasta rechazar la ley de la gravedad.
El
nuevo titular de la Subsecretaría de Promoción de la Economía Social, Daniel
Menéndez, además coordinador del Movimiento Barrios de Pie, es
un ejemplo singular de este perenne optimismo por reinventar la rueda. En este
caso, reformular la economía, creyendo que con más gasto público se puede
generar riqueza.
En recientes declaraciones,
el subsecretario piquetero manifestó que "la idea de la temporalidad de
los planes asistenciales fracasó". Según su visión, durante el menemismo,
el capital extranjero impuso una reconversión productiva cerrando fábricas y
desmantelando industrias para importar bienes del exterior, provocando despidos
y desocupación. En aquella época, y como paliativo, se lanzaron planes
asistenciales temporales, a la espera de un nuevo ciclo económico que
reincorporase a los excluidos al sistema formal. Como los "planes de
empalme" de Mauricio Macri.
Menéndez considera que se
trata de un fenómeno permanente, pues los excluidos nunca podrán regresar a la
relación de dependencia tradicional. La estructura productiva argentina
quedaría así conformada por dos universos diferentes: las empresas privadas,
con su lógica capitalista de maximización de beneficios y las organizaciones
sociales, formadas por los excluidos, impulsoras de emprendimientos solidarios,
cooperativos y carentes de espíritu de lucro, con esquemas más justos e
inclusivos que el mercado.
En su opinión, en la
Argentina ya no hay posibilidad de que el sector privado aumente la demanda de
empleo y lo único que va a cambiar la ecuación son los puestos de trabajo que
genere el Estado para la economía popular, que comprende a cuatro millones de
personas. "El desarrollo del capitalismo no genera condiciones para que se
incorpore a esas personas. El Estado debe ayudar a desarrollar otra economía
fuera del mercado. Es un empleo que tiene otra lógica y debe regularse con
otros derechos, obligaciones y un esquema de competitividad".
A su juicio, sería la
economía popular el pilar sobre el cual se asentará en el futuro el desarrollo
nacional, como sostén del Estado y sus prestaciones. Criterio compartido por el
presidente de la Nación, para quien la viga maestra de la reconstrucción será
una mal entendida "solidaridad" y no la inversión.
Esta arquitectura falla
desde su base: la llamada economía popular es otra forma de gasto público y,
como tal, no es pilar de soporte del Estado, sino un peso adicional agregado a
este. El único pilar es la economía privada, que, a través del empleo formal,
los aportes laborales y el pago de impuestos, sostiene toda la estructura de
aquel, con sus múltiples legisladores, ministerios, jueces y empleados,
incluyendo a los cuatro millones de integrantes de la economía popular.
La Argentina es un país
extravagante. Declara derechos escandinavos y pretende sufragarlos con
productividad subsahariana. Para su efectiva vigencia, todos los derechos
requieren una partida presupuestaria, en forma de subsidios, de organismos, de
mayor personal, de docentes, de enfermeras, de acompañantes terapéuticos, de
apoyo escolar, de mayor equipamiento o de costosas obras. Incluso para sostener
a la "economía popular". Sin dinero, todos los derechos son cartón
pintado.
Desde la Revolución
Industrial se sabe que el crecimiento de una nación depende de la acumulación
de capital y la disponibilidad de tecnología: ello permite aumentar la
productividad, mejorar los salarios y proveer de bienes públicos. La economía
privada funciona de esa manera, con plantas industriales, pozos petroleros,
usinas generadoras, calderas, camiones, rutas, ferrocarriles, puertos, barcos,
grúas y contenedores, centros de cómputos, software, logística y robótica. Y,
por sobre todas las cosas, con técnicos, obreros y profesionales bien formados,
actualizados y responsables.
La
economía popular es su antítesis: funciona en forma artesanal, dirigida por
expertos en movilizaciones, sin tener capitales y sin dar empleo formal. No
contribuye a los gastos colectivos, sino que los aumenta, pidiendo subsidios. Es
el sistema que prevaleció en el mundo antes de los telares mecánicos y la
máquina de vapor. Y aún puede verse en Sudán, Malawi y Burundi, además de en
algunos países más cercanos, que han decaído por su rechazo a las libertades
personales y la propiedad privada, como Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Los propulsores de este
formato productivo creen haber inventado el móvil perpetuo y que la economía
popular podrá expandirse alimentada a subsidios como si estos surgieran de la
nada. Pues no es así: cuanto mayor la desmesura del gasto público, menor es la
inversión privada, que se contrae en forma simétrica. Hasta su extinción.
En
el imaginario de Menéndez, la economía popular es una salvación frente al
fracaso capitalista, dando empleo a quienes las empresas excluyen. Y creerá
que, al final del camino, podría configurarse un país más justo e inclusivo,
con pleno empleo, sin patrones, ni explotación, mediante la expansión de la
economía popular hasta erradicar a la última multinacional y otros grupos
concentrados. Pero sin aclarar quién aportará los recursos para mantener al
Estado, ni a los actores de la economía popular, en ausencia de empresarios particulares.
Este razonamiento, digno de
Tomás Moro y su isla del rey Utopo, en la Argentina no puede tomarse en broma,
ya que uno de los dirigentes más relevantes de la economía popular, Juan
Grabois, declaró respecto del campo, principal aportante de recursos al Estado,
que se debe barrer definitivamente a ese "sector de parásitos", en
tanto que Oscar Parrilli, senador y alter ego de Cristina Kirchner, también
culpó al campo por haberse enriquecido, fugado dinero y ser culpable de la
crisis que vivimos.
El
Estado puede subsidiar en forma temporaria a quienes se encuentran
desempleados, mediante distintos formatos y por tiempo limitado. Pensar que un
país pueda dar empleo y sostener sus gastos gracias a organizaciones sociales
que no son sustentables sin subsidios es creer que una persona puede volar,
levantándose por sus talones. Un camino peligroso que solo puede destruir al
sector productivo en aras de una fantasía socialista, como tantas otras ya
experimentadas desde tiempo inmemorial.