y el “efecto pandemia”
Por Rafael Eduardo Micheletti
Tribuna de Periodistas -21/05/2020
Decadencia escolar,
coronavirus y cambio de paradigma
En la Argentina,
lamentablemente, desde hace varias décadas se desarrolla un proceso ideológico,
político y cultural contrario a la idea de autoridad. Hay una combinación de
factores que lo explican: el hartazgo con nuestra historia autoritaria, la
fuerza de las corrientes marxistas y posestructuralistas, la falta de
confiabilidad y credibilidad de nuestras instituciones, los cambios
tecnológicos y sociales abruptos, etc.
Sin embargo, lo realmente
importante no son las causas, sino los efectos. La oposición a la idea de
autoridad aparenta ser contraria al autoritarismo, pero en realidad lo
favorece. El autoritarismo consiste, precisamente, en que una persona se sale
de su ámbito o esfera de autoridad, invadiendo la ajena. Si un funcionario es
arbitrario, está abusando de su autoridad e invadiendo los derechos de las
personas afectadas. Si alguien obstruye el ejercicio legítimo de la autoridad,
está saliéndose de su esfera de libertad para atacar y debilitar a la
institucionalidad vigente, lo cual también es autoritario.
Cuando la autoridad se
debilita, es porque alguien está invadiendo su ámbito de competencia, sea desde
arriba o desde abajo. A la larga, ambos procesos acaban teniendo lugar cuando
la autoridad se destruye, más allá de cuál de los dos haya sido primordial en
un comienzo.
En una sociedad democrática
y libre, es indispensable una cultura de respeto hacia la autoridad legítima.
Esto permite la existencia de reglas claras, incentivos adecuados e instituciones
fuertes, capaces de proteger los derechos y libertades de las personas. Por el
contrario, la debilidad de la autoridad da lugar a lo contrario: anomia,
ausencia de reglas, la ley del más fuerte, la cultura del abuso y la impunidad,
inexistencia de incentivos, malos hábitos, inoperancia de las instituciones,
etc.
La educación no ha sido
ajena a esta cultura contraria a la autoridad que se ha venido desarrollando en
nuestro país. De hecho, la pedagogía argentina se encuentra ampliamente
hegemonizada por la izquierda radical, de origen o inspiración marxista. Diría
lo mismo si se tratase de la extrema derecha. El problema no es izquierda o
derecha, sino el extremismo dogmático y autoritario.
Esto acentúa, en el ámbito
educativo, el debilitamiento de la autoridad que aqueja a nuestra sociedad.
Ocurre a través de una serie de ideas-fuerza que se pueden sintetizar de la
siguiente manera: Las instituciones de la democracia liberal son una pantalla
de la opresión capitalista (Marx). Toda transmisión de saber es una forma de
control y dominación (Foucault). La escuela no es más que un eslabón de una
maquinaria que reproduce la desigualdad y la dominación (Bourdieu-Passeron). El
sistema educativo es un componente de los aparatos ideológicos del Estado (Althusser).
En este marco de
pensamiento, la reprobación de un alumno pasa a ser un acto de crueldad.
Después de todo, ¿con qué autoridad moral se puede calificar negativamente a un
pobre alumno, que es objeto de manipulación, dominación y exclusión sistemática
a través de la misma escuela? Ni hablar de sancionarlo disciplinariamente,
hacerlo repetir de año o expulsarlo (que, con todo el dolor del mundo, en casos
muy extremos, puede llegar a ser la única vía para destrabar una situación de
violencia consolidada y sistemática). ¿Cómo pensar en ese tipo de acciones si
el alumno es una víctima del sistema, que lo castiga todos los días, sin cesar,
incluso aunque él no lo vea?
La visión anterior es
extremadamente sombría. No tiene nada para ofrecerle al alumno ni a la escuela.
Cree, en el fondo, que, mientras no se extinga la democracia liberal
capitalista (que inexplicablemente la ven como algo malo), la situación no
cambiará. Estos pedagogos no proponen cerrar las escuelas de forma explícita,
porque sería demasiado escandaloso. Sin embargo, sus ideas llevan a eso en los
hechos. Hace tiempo que se vienen “cerrando escuelas” en nuestro país, al
transformarlas en algo muy distinto de una institución educadora. Muchas de
nuestras escuelas se han venido pareciendo cada vez más a comedores
comunitarios, clubes sociales, puntos de distribución de droga, contenedores de
violencia, etc. Es decir, a muchas cosas, menos a una escuela.
Por suerte, existe una
pedagogía muy distinta a la marxista: la pedagogía democrática. Ésta se puede
remontar a la Escuela Nueva y a figuras como John Dewey, pero también recobra
fuerza con innovaciones y avances científicos recientes. La revolución de las
neurociencias, la teoría de las inteligencias múltiples, el método del aula
invertida y la teoría de las ventanas rotas, son algunas ideas-fuerza que nos
permiten recobrar una visión positiva y esperanzadora de la tarea educativa.
Desde luego, no es que una buena escuela vaya a transformar por sí sola, de un
día para el otro, la realidad social. Sin embargo, puede formar ciudadanos
responsables, democráticos, participativos, creativos, disciplinados y
críticos. Esto aumentará la probabilidad de desarrollo futuro de esos alumnos,
pero también ayudará a sentar las bases de una sociedad más democrática, con
mayor respeto por la ley, instituciones fuertes, libertades aseguradas e
igualdad de oportunidades.
Desde esta perspectiva,
aunque parezca tremendo tener que decirlo, la escuela tiene sentido, y mucho;
siempre y cuando se respete y fortalezca su autoridad (que, como vimos, es lo
opuesto del autoritarismo). Una escuela con autoridad puede formar hábitos de
trabajo, esfuerzo y respeto; educar en valores; brindar una cultura general
básica con herramientas prácticas para la vida; entrenar la mente; estimular a
través de una exigencia razonable los distintos y diversos tipos de
inteligencia que componen la mente humana (no sólo las inteligencias
convencionales, como la memoria, la lógico-matemática y la lingüística, sino
también otras, como la creatividad, la espacial, la oralidad, la empática y la
introspectiva).
En este sentido, reprobar a
un alumno no es un acto de crueldad, sino todo lo contrario. Es un acto de
sabiduría y justicia; un acto de amor. Es confiar en que esa persona tiene más
para dar, así como derecho a que se le diga la verdad. Es creer que todos
podemos mejorar con esfuerzo. Es enviarle un mensaje a ese alumno, y a todos
los que lo están mirando, sobre que en la vida hay reglas y obligaciones que
hay que cumplir; que cada uno es dueño de sus actos y debe hacerse responsable
de las consecuencias; que no siempre las cosas salen como queremos y que
tenemos que aprender a aceptar la realidad y corregir lo que haya que corregir.
Es, también, crear un sistema de incentivos que nos ayude a todos a sacar lo
mejor de nosotros, a lograr nuestra mejor versión, para poner nuestros talentos
y dones al servicio del bien común.
Mientras la pedagogía
marxista predomine en nuestro país, las conferencias, debates y papers de
pedagogía seguirán elucubrando dogmática y abstractamente sobre el
alumno-víctima, la escuela opresiva y el sistema engañoso, sin ninguna idea
práctica para mejorar la calidad educativa. Seguiremos escuchando sinsentidos
como prohibir las malas notas; convertir a la escuela en un espacio de
impunidad (y por ende de corrupción); hacer de la docencia un trabajo
insalubre; pasar de año a alumnos que no están en condiciones de hacerlo; hacer
del aula una jungla en la que es imposible concentrarse y trabajar; reproducir
la violencia social con violencia escolar, etc.
En medio del encierro por el
coronavirus, la gran idea de los ministros de educación y pedagogos argentinos
no ha sido otra que evitar que se enseñen temas nuevos y prohibir la
calificación. Es decir, cuando más se necesitaban incentivos para mantener a
los alumnos dentro del proceso de aprendizaje; cuando más difícil se hacía mantener
el vínculo con la autoridad escolar… la respuesta fue tirar el año escolar a la
basura; cerrar las escuelas.
De inmediato, empezaron a
circular videos en las redes, en los que adolescentes celebraban la ausencia de
calificación e instaban a sus amigos a “no hacer nada”. Las escuelas públicas
son siempre las más castigadas en estos temas, ya que tienen menos autonomía, y
tuvieron que ingeniárselas para salir a la palestra a retener a sus alumnos y
convencerlos de que lo que había dicho el ministerio no era tan así. Con la
excusa eterna de la inclusión, están excluyendo a todos y poniendo en
desventaja a los más humildes.
El argumento oficial fue
que, en un contexto de educación virtual, se iban a hacer más evidentes las
desigualdades sociales, e iban a irrumpir en la calificación y el aprendizaje.
La escuela virtual sería todavía peor, más opresiva y reproductora de
desigualdades, que la escuela presencial tradicional. Antes de hacerle el juego
al “sistema”, mejor cerrar las escuelas de facto. Si unos pocos alumnos se van
a ver perjudicados y se van a quedar sin educación, mejor que todos se vean
perjudicados por igual y que nadie se eduque.
Desde luego, nunca se pensó
en integrar a los padres, confiando y apoyándose en ellos para contemplar
situaciones especiales. Se podría haber obligado a las escuelas a aceptar la
palabra de las familias en caso de que estas se comunicaran para avisar que su
hijo no había podido conectarse debido a la falta de disponibilidad de recursos
tecnológicos. Eso hubiera servido, inclusive, de manera colateral, para
fortalecer la autoridad familiar.
Desde luego, siempre hay
fuerzas encontradas en la complejidad social. Muchos docentes, educadores y
pedagogos han venido resistiendo con sentido común, vocación de servicio, y a
veces incluso con entrega heroica, para evitar que la escuela argentina se
desmorone por completo. Gracias a ellos, algo de ella todavía sigue en pie, y a
partir de ello podemos pensar en reconstruirla. Sin embargo, en general, esos
héroes navegan contracorriente, realizando un esfuerzo sobrehumano que, en
otras condiciones, debería producir un resultado mucho mejor.
El coronavirus, entre todo
el daño que causa, está ayudando a dejar en evidencia la inadecuación del
actual paradigma educativo dominante. Está alumbrando un camino de innovación,
creatividad y esperanza por el cual debemos avanzar. Un camino que es práctico,
no dogmático, y que, sobre todas las cosas, confía en la misión educativa (no
político-ideológica) de la institución escolar.