María Lilia Genta
La Prensa, 04.07.2020
Si hay algo hipócrita y
ridículo es el descubrimiento del espionaje político por parte del gobierno
macrista y todo el escándalo mediático y judicial promovido por el Gobierno. El
peronismo en su versión kirchnerista se rasga las vestiduras ante semejante
delito (¿será de lesa humanidad?). El resto acompaña para ser políticamente
correcto.
Pero la verdad es que el
espionaje ha existido siempre y siempre existirá. Maestros del espionaje han
sido, sin duda, los ingleses de todos los tiempos; ni qué decir de Estados
Unidos y la CIA, el Estado de Israel y, por supuesto, el más antiguo y eficaz
de todos los espionajes, el del Vaticano, superior incluso a la KGB.
Volvamos a los James Bond
criollos; aquí, si se me disculpa, apelaré a mi propia experiencia personal.
Nací y viví en una casa espiada desde la época del primer peronismo y también
después. Esto fue algo que mi familia asumía hasta con humor. Por supuesto
había poca tecnología en aquellos años por lo que el trabajo de los fisgones
era más artesanal, menos sofisticado y, hay que admitirlo, hasta más humano.
Según las temporadas, el
cartero -figura esencial y cotidiana en aquellos tiempos remotos- le avisaba a
mi padre: "Profesor, le volvieron a abrir las cartas". Nadie me lo
contó: lo vi y oí yo misma.
TELEFONOS INTERVENIDOS
En cuanto al teléfono puedo
asegurar que por lo menos mi padre y el padre Meinvielle tenían el mismo amigo
nacionalista que trabajaba en la empresa telefónica que les avisaba cuando les
intervenían los teléfonos. Todo era muy rústico y primitivo. Se escuchaba el
correr de la cinta de los viejos grabadores y, a veces, hasta la respiración del
pobre empleado que tenía que pasar horas escuchando todas las conversaciones y
grabando algunas. Esto también lo tomábamos a la chacota: por entonces el
teléfono no era medido y pasaba horas hablando con mi novio. Papá me recordaba,
de vez en cuando, que el teléfono estaba pinchado y que no entendía como
podíamos hablar de asuntos íntimos por ese medio. Cuando terminaba la larga
conversación yo le decía: "Pero, papá, ¿te imaginas al pobre hombre que
tiene que accionar el grabador tener que escuchar durante una hora o más hablar
de poesías y tonteras?"
Pero el caso más singular de
espionaje a mi casa fue cuando se presentó el Jefe de manzana, un buen hombre
que vivía a la vuelta de casa, para anunciarle a mi padre que su nuevo trabajo
era espiarlo. Le pedía perdón por tener que hacerlo (debía vigilar los
movimientos de la gente que entraba y salía de mi casa, las reuniones que se
hacían, etc.). "Usted es un vecino muy bueno -decía- y me va a entender.
Sabe que tengo un hijo enfermo y necesito esa plata extra". A lo que mi
padre respondió. "Vaya tranquilo, mi amigo; haga usted lo suyo que yo
seguiré con mis clases y reuniones".
En tren de recuerdos hay un
hecho que no puedo omitir. Entre los que concurrían a las clases de mi padre
hubo un espía. Durante años concurrió asiduamente a mi casa simulando ser un
oyente más. Pero sucedió algo verdaderamente notable: andando el tiempo, el
hombre se convirtió de verdad en un discípulo y amigo de mi padre. El
magisterio de mi padre caló en él y se hizo católico y nacionalista. Llegó,
incluso, a tener una actuación destacada. Me guardo su nombre porque sus
descendientes aún viven. Un caso conmovedor; él mismo llegó a confesárselo a mi
padre. Un día, a la salida de una misa en memoria de mi padre se abrazó a mi
esposo y llorando le dijo: "Pensar que yo empecé a ir a las clases como
espía." Muerto él, su hijo continúa yendo a los homenajes.
Pese a todas estas cosas la
vida seguía como siempre y, a la vuelta de los años, aquí estoy. Creo que el
vivir una infancia y adolescencia espiadas no me produjo demasiados complejos.
Después vino la época de
otro tipo de espionaje, el trágico; y este no fue estatal, digamos, ni de los
servicios sino el que montaron las organizaciones guerrilleras (que supieron
tener sus muy eficaces servicios de inteligencia) y cuya finalidad última no
era otra que asesinar a sus espiados. Como ocurrió, por cierto. Dos años
después de las muertes de mi padre y Sacheri se encontraron, en un allanamiento
a una de las guaridas del ERP a escasas cuadras de mi casa, los documentos que
acreditaban el seguimiento a ambos, sus recorridos, sus costumbres.
Nunca he sido macrista ni
jamás lo seré. Pero seamos honestos: nada tuvo de trágico el espionaje en
tiempos de Macri; en cambio, sí fue peligrosa y temible la maquinaria de
inteligencia presidida por Milani en tiempos de Cristina.