Alberto Asseff
La Prensa, 09.07.2020
Existe una generalizada
coincidencia en que la incertidumbre agrega mucho más que sal y pimienta al
cuadro de situación conplejísimo que sobrellevamos. El virus invisible y el
desplome económico son dos flagelos que impactan directa e inocultablemente. En
cambio, la incertidumbre transita por adentro nuestro y atraviesa a toda la
sociedad. Es el plano psicosocial de esta fenomenal crisis. Compone el tridente
de este angustiante trance.
La gente no sólo no sabe
-nadie ni siquiera hace un esbozo- cómo será el tránsito a la nueva normalidad
pospandemia, sino que tampoco tiene un boceto de hoja de ruta respecto de cómo
reactivar la economía. Para peor, se han lanzado algunos indicios de cuál es la
idea central de los gobernantes nacionales. Esas señales son descorazonantes
por las perspectivas sombrías que suponen e implican.
Sin disonancias, el
oficialismo ha incorporado a su relato una frase cuya nocividad es
inconmensurable: "lo que viene es más Estado".
Nuestro Estado -englobo a
los provinciales y a los dos mil quinientos municipales- no ha cesado de crecer
y ramificarse con un organigrama laberintico, con decenas de oficinas con incumbencias
yuxtapuestas. Estado no profesional en el que no hay prácticamente carrera
administrativa, el modo de ingreso es generalmente por recomendación y
amiguismo, dispone una tajante estabilidad que neutraliza cualquier atisbo de
meritocracia y su tendencia es a burocratizarse, es decir exigir más sellos,
certificaciones y fojas para hacer de cualquier trámite una tortura. El Estado
que tenemos es por sobre todo, mediocre. A ello se aduna que la corrupción está
en todos sus pasillos, pliegues y entretelas. Penetrante, la coima es ama y
señora en el Estado.
El oficialismo proclama que
el Estado está presente a nuestro lado, pero es, en los momentos que se lo
requiere con perentoriedad, el gran ausente o el que llega pesado, tardío,
inoportuno, ineficaz. Es un Estado costosísimo que no tiene ni idea de ese
parámetro ineludible que se conoce como costo-beneficio. "El Estado no
está para dar ganancias", replican los voceros del estatismo. Ergo, está
para dar pérdidas. Pero, ¿hasta qué límite?
La primera reacción es que
los débitos del Estado ni siquiera deben calcularse porque se lo concibe como
un barril sin fondo. Lo importante, declaman, es que ayude a los necesitados,
supla con empleo de baja calidad la desocupación que genera la labilidad de la
economía y que cada día se despliegue con mayor amplitud en un escenario donde
la actividad privada se empequeñece, presionada por la caída del mercado de
consumo, la escasez de bienes transables y la insoportable pulsión tributaria.
ODIAN LA EFICIENCIA
Los ideólogos del estatismo
tienen repelencia a la palabra eficiencia. La prejuzgan como liberal y
literalmente la tiran al trasto. Para ellos el Estado será mejor si es más
grande, abarca más funciones y gasta más. Lo han angelizado correlativamente
como han demonizado al sector privado. Para esta atrasada postura, el Estado es
altruista y servidor del bien común. Cualquier emprendedor en contraste, desde
un peluquero a una empresa de conocimiento tecnológico avanzado, es mezquino
pues sólo atiende a su propio interés. Diabolizan el lucro producto del
trabajo. Los efectos son devastadores para la rehabilitación de la economía.
Convengamos que la grieta
cultural que implica este formato de un Estado bienhechor y de un estamento
privado malhechor es uno de los más colosales factores que han determinado
nuestra decadencia de décadas.
Contrastando con esta óptica
retrógrada, la Argentina, para resurgir de este abatimiento de naturaleza
histórica por su envergadura y también por su hondura, necesita fortalecer a
sus sectores privados. La consigna para el día después de esta crisis debe ser
"más actividad privada", todo lo contrario del postulado del
oficialismo.
La perspectiva de más
políticas públicas es una amenaza para la posibilidad de que la Nación sortee
este descalabro. Sin crédito, sin ingresos genuinos suficientes el dilema es
tan férreo como crucial: o hay inversión privada caudalosa o habrá una
inundación de papel moneda emitido sin respaldo. Decirle al país que tendremos
más Estado es terminar de amedrentarlo y llevarlo a una parálisis de enorme
gravedad, con peligro hiperinflacionario.
Existen, afortunadamente,
vastos sectores de nuestro país, incluyendo a asalariados y hasta trabajadores
informales que están tomando conciencia que la disyuntiva es seguir sembrando
pobreza o recomenzar el camino de la prosperidad, del que nos desviamos en
tiempos casi inmemoriales.
El Estado pospandemia debe
ser un auxiliar, un ayudante. Replegarse a sus funciones esenciales y asegurar
la libertad para la iniciativa de los actores de la economía y de la sociedad.
En vez de hacer cada vez más pata ancha como nos propone el oficialismo,
sacarnos los pies de encima.
* Diputado nacional (Unir,
Juntos por el Cambio).