UN CAMBIO QUE HAY QUE
SOSTENER Y ACOMPAÑAR
por Don Samuele Cecotti
Observatorio Van Thuan,
setiembre 9 de 2020
La Commission on Unalienable
Rights [Comisión sobre Derechos Inalienables], instituida en julio de 2019 por
el Secretario de Estado de los EE.UU., Michael R. Pompeo, a fin de definir los
derechos humanos inalienables a los que se tendrá que atener el Departamento de
Estado del país en su política exterior, ha desarrollado su trabajo bajo la
presidencia de la profesora Mary Ann Glendon, jurista católica de la Harvard
Law School, expresidenta de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales
(nombrada por san Juan Pablo II), exmiembro del President's Council on
Bioethics (nombrada por el presidente George W. Bush), exembajadora
estadounidense ante la Santa Sede.
Los demás miembros son:
Kenneth Anderson, Russell Berman, Peter Berkowitz, Paolo Carozza, Hamza Yusuf
Hanson, Jacqueline Rivers, Meir Soloveichik, Katrina Lantos Swett, Christopher
Tollefsen y David Tse-Chien Pan.
La Comisión Glendon ha
recibido el mandato explícito de distinguir los "verdaderos" derechos
inalienables de la proliferación de supuestos derechos humanos que se han ido
multiplicando en estos últimos decenios a través de interpretaciones y
jurisprudencias varias:
«A medida que han
proliferado las peticiones de derechos humanos, algunas de ellas han entrado en
conflicto con otras, provocando preguntas y choques sobre qué derechos son los
que tienen que ganarse el derecho a ser tales. Las naciones-estado y las
instituciones internacionales siguen confusas sobre sus correspondientes
responsabilidades en lo que atañe a los derechos humanos.
Con este trasfondo y con
todo esto en mente, ha llegado el momento de una revisión informada del papel
de los derechos humanos en la política exterior estadounidense»[1].
La intención de la Comisión
ha sido juzgada, por más de un observador, como una expresión de rechazo al
liberalismo por parte de EE.UU. (o por lo menos por parte de la Administración
Trump)[2] y como acción contrarrevolucionaria[3]. Ambos juicios deben ser
analizados críticamente.
Ciertamente, la institución
de la Commission on Unalienable Rights, el mandato explícito que le ha sido
confiado por Pompeo y el trabajo desarrollado por los expertos guiados por Mary
Ann Glendon merecen el máximo interés, mucho más del demostrado por la prensa y
la inteliguentsia (también católica) en Italia.
En el clima ideológico
dominante hoy en día la intención de la Administración Trump de distinguir
claramente los verdaderos derechos humanos inalienables de los denominados
“nuevos derechos” (derecho al aborto, derechos LGBT, derecho a la eutanasia y
al suicidio asistido, etc.) es ciertamente una acción de gran valor,
decididamente en contratendencia.
En este sentido, el trabajo
de la Comisión Glendon[4], sobre todo si Trump es confirmado presidente para
otros cuatro años, podrá representar un cambio respecto a la acción de EE.UU. a
nivel internacional y a la injerencia del país en las legislaciones de otros
países del mundo. Desde hace decenios (la Administración Obama ha representado
el punto culminantes de esta política), los EE.UU. desarrollan una poderosa
acción corruptora de los ordenamientos jurídicos promoviendo en todo el mundo
los denominados derechos reproductivos, derechos de género, derechos de
autodeterminación absoluta del individuo. El aborto, la anticoncepción, la
esterilización, el divorcio, las uniones civiles, el matrimonio gay, la
eutanasia, el transexualismo, etc. son fomentados con fuerza por Estados Unidos
como derechos en todo el mundo. Es más: las ayudas directas o indirectas de
EE.UU. y de las Organizaciones internacionales están subordinadas a la
inclusión de estos supuestos derechos en los ordenamientos nacionales, lo que
supone un verdadero chantaje a los países necesitados de ayuda (países pobres,
golpeados por desastres, martirizados por las guerras) o simplemente vinculados
militar, política y económicamente a Estados Unidos.
Si los resultados de la
Comisión Glendon se convirtieran definitivamente en criterios de juicio y de
acción para el Departamento de Estado tendríamos un cambio real en la política
estadounidense, que cesaría de ser el primer patrocinador mundial de los
llamados "nuevos derechos".
¿Basta esto para hablar de
final del orden liberal? ¿O para hablar de acción contrarrevolucionaria?
En realidad, examinando
tanto el mandato conferido por Pompeo como el trabajo desarrollado por la
Comisión, hay que reconocer que nunca se ha salido del marco liberal; como
mucho, se ha rechazado el resultado liberal-radical del liberalismo en nombre
de una lectura clásica (pero también liberaldemocrática) del mismo liberalismo.
Los pilares sobre los que se
ha querido fundar esta clarificación acerca de los derechos humanos
inalienables son, en este sentido, explícitos: 1) la mens de los Padres
Fundadores entregada en los Textos fundadores de EE.UU. y que se ha hecho vivir
a través de las actualizaciones continuas realizadas a lo largo de dos siglos
de historia estadounidense; 2) la Declaración Universal de los Derechos Humanos
de 1948.
Ambas fuentes plantean más
de un problema, el primero de los cuales es que no va más allá de un fundamento
convencional que sigue siendo, por tanto, un no-fundamento o, por lo menos, un
no-fundamento-último al haber desplazado el problema del fundamento del
supuesto derecho al fundamento de la convención que se desea sea
fundamental-fundativa.
Decir que un derecho es tal
(y, además, inalienable) porque así lo declararon los Padres Fundadores, o
porque así está escrito en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no
demuestra nada sobre la validez de ese derecho, su inalienabilidad y su
universalidad (derecho del hombre, de cada hombre). Demuestra solo que algunos
hombres (ya sean firmatarios de la Declaración de Independencia, de la
Constitución o de la Declaración del 48) en una determinada época así lo
declararon. Por la misma razón, otros hombres de otro tiempo o de otro contexto
podrían declarar algo distinto, enmendando, extendiendo, eliminando,
contradiciendo lo que se había declarado en precedencia como derecho humano
inalienable. Si lo que se declara sea verdadero o falto, es una cuestión que no
recibe respuesta.
Es verdad que los derechos
fundamentales están en la mens de los Padres Fundadores (recordada por la
Comisión Glendon porque dicha mens tiene relevancia constitucional y, sobre
todo, porque para la escuela originalista dicha mens es un vínculo insuperable
para todo el ordenamiento jurídico estadounidense), derechos naturales dados y
garantizados por Dios mismo. Y este es ya un punto de contradicción con la
cultura filosófico-jurídica occidental hodierna, que no tiene fundamento en
Dios y calla la idea misma de derecho natural.
Sin embargo, no basta
afirmar un jusnaturalismo general para resolver el problema del fundamento y de
la naturaleza de los llamados derechos humanos inalienables. Ni siquiera es
suficiente una vaga referencia a Dios.
Queda, por consiguiente, el
problema del fundamento y de la naturaleza que se especifica, dado el marco
jusnaturalista de referencia, en el problema de qué es lo que hay que entender
por derecho natural. La respuesta no es obvia y mucho menos unívoca.
Cuando se habla de derecho natural se necesita, por lo
menos, una macrodistinción entre el jusnaturalismo clásico cristiano de
impronta realista y el jusnaturalismo moderno de impronta racionalista. Es
decir, hay un jusnaturalismo que presupone un orden objetivo de justicia
cognoscible por el hombre a través del conocimiento de la Realidad, que habla
de la Realidad como universo ordenado y de la normativa como la naturaleza del
hombre y de las cosas. Este jusnaturalismo realista hunde sus raíces en la
filosofía griega y en el derecho romano para alcanzar su pleno desarrollo en la
cristiandad, donde se injerta en el
concepto bíblico de Creación. La enseñanza de santo Tomás de Aquino sobre la
lex naturalis y la reflexión jurídica, canonista y civilista medieval sobre el
derecho natural son el punto de desarrollo máximo del jusnaturalismo clásico
cristiano. Será precisamente a este jusnaturalismo al que hará referencia constante
el Magisterio de la Iglesia durante siglos.
Después tenemos el
jusnaturalismo racionalista moderno[5] que prescinde de cualquier idea
metafísica de la naturaleza y, por tanto, también del concepto de Realidad en
toda su coherencia ontológica. El cuadro conceptual es, más bien, el del
racionalismo cartesiano. El llamado derecho natural se convierte, entonces, en
un producto de la razón humana racionalísticamente comprendida: no hay nada que
sea más distante del jusnaturalismo clásico cristiano.
Un ejemplo: entre el
jusnaturalismo de santo Tomás y el jusnaturalismo de Grocio hay un abismo
conceptual, hasta el punto de que se puede hablar con razón de carácter
equívoco en la expresión “derecho natural”. La expresión es la misma pero
indica dos conceptos que son, entre ellos, inexorablemente contradictorios.
Evolución del jusnaturalismo
holandés es el jusnaturalismo inglés que, con Locke, proporcionó a los Padres
Fundadores el marco ideológico de referencia en el liberalismo clásico
whig. Así, el jusnaturalismo de los
Padres Fundadores es herencia de Locke y sigue la estela del jusnaturalismo racionalista moderno.
La Declaración Universal de
los Derechos Humanos está claramente en continuidad con la Déclaration des Droits de l'Homme et du
Citoyen de 1789 o, lo que es lo mismo, con esa Ilustración jurídica condenada
con dureza por la Iglesia, como hace, por ejemplo, el papa Pío VI en el breve
Quod aliquantum.
¿Es posible leer la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 en sentido jusnaturalista
clásico cristiano? ¿Es posible interpretar los llamados “derechos humanos” como
“derechos humanos del hombre” en el sentido de derechos inscritos en la
naturaleza (normativa) del hombre y, por tanto, derechos impresos por el
Creador en la naturaleza misma? Son preguntas abiertas.
El marco jusnaturalista que
la Comisión Glendon vuelve a proponer, como se ve, no está claro y no está
ciertamente exento de contradicciones y problemas. La impresión es que la
Administración Trump haya querido, con este movimiento, quitar a los “nuevos
derechos” y a las fuerzas ideológicas que los apoyan la cobertura que les da el
paraguas del derecho internacional de los derechos humanos y el derecho
constitucional (derechos fundamentales).
La operación es
políticamente interesante y, ciertamente, merecedora del elogio por el valor de
ir contra tendencia respecto a la revolución radical que hay en acto desde hace
decenios en todo Occidente. Es una operación netamente conservadora en su deseo
de fijar la mens de los Padres Fundadores y la ratio de la Declaración de la
ONU del 48 rechazando, en cambio, la deriva relativista y nihilista del
radicalismo liberal y su expresión más típica, la disolución del derecho en la
proliferación de “nuevos derechos”. Sin embargo, como cada opción conservadora
(y no restauradora íntegramente del orden jurídico clásico cristiano), es débil
desde el punto de vista filosófico, jusfilosófico y jurídico porque carece de
una base teórica fuerte.
Para neutralizar el proceso
de disolución propio del radicalismo liberal no basta en absoluto volver al
liberalismo clásico o al democratismo liberal; en cambio, es necesario
restablecer el primado de la Realidad afirmando el realismo
metafísico-gnoseológico como conditio sine qua non del derecho, porque solo del
conocimiento (metafísica) de la naturaleza humana es posible extraer esa
normatividad natural que hace que los derechos inscritos por el Creador en el
hombre sean inalienables.
Se trata, por consiguiente,
de volver a basar el ordenamiento jurídico en el derecho natural tal como lo
entendían santo Tomás de Aquino y la cristiandad medieval. Se trata de
restablecer el primado, alterando el axioma de Rawls, de la filosofía
(metafísica realista) sobre la democracia porque el fundamento de la ley debe
ser el derecho natural, es decir, el orden objetivo de justicia impreso por el
Creador y por el hombre conocido con su
razón contemplativa.
El hombre puede conocer la
Realidad conociendo la propia naturaleza, y la naturaleza de las cosas conoce el orden finalístico impreso por
el Creador, y ese orden se impone racionalmente como orden moral y jurídico.
Los llamados “derechos inalienables del hombre” o son expresión de este orden
objetivo de justicia, natural y perenne, o no serán en absoluto “derechos
inalienables del hombre” sino más bien un producto convencional
tradicionalmente extendido, enmendado, abrogado, etc.
Si el objetivo, meritorio,
de la Administración Trump es bloquear la deriva nihilista del radicalismo
liberal, el trabajo de la Comisión Glendon marca, ciertamente, un punto de
inflexión importante en sentido político y cultural al atreverse a cuestionar
el dogma laico de los “nuevos derechos”, pero se queda corto en el aspecto
filosófico, jusfilosófico y jurídico.
La aportación de la
Tradición Católica -de la Doctrina Social de la Iglesia- a la comprensión del
derecho (y especialmente de los derechos del hombre) se revelará cada vez más
valiosa a los ojos de quien, honestamente, busque las razones para oponerse a la
deriva radical. La lección de santo Tomás se revelará, en este sentido,
decisiva[6].
Samuele Cecotti
[1] M. R. Pompeo, Remarks to the press, 8 de julio de
2019,
https://www.state.gov/secretary-of-state-michael-r-pompeo-remarks-to-the-press-3/
[2] P. Annicchino, L’ordine
internazionale liberale è finito? Washington si porta avanti col lavoro,
https://www.ilfoglio.it/esteri/2019/07/09/news/lordine-internazionale-liberale-e-finito-washington-si-porta-avanti-col-lavoro-264441/
[3] M. Respinti, Riformare i diritti umani,
https://alleanzacattolica.org/riformare-diritti-umani/
[4]
https://www.state.gov/wp-content/uploads/2020/07/Draft-Report-of-the-Commission-on-Unalienable-Rights.pdf
[5] Sería interesante
reflexionar sobre el jusnaturalismo de
la Segunda Escolástica española, si está en continuidad con el jusnaturalismo clásico cristiano o más bien
está en el origen del jusnaturalismo racionalista moderno. O, en cualquier
caso, reflexionar sobre los nexos entre jusnaturalismo medieval, jusnaturalismo
barroco hispano y jusnaturalismo moderno.
[6] Así, más que a la
escuela originalista es interesante dirigir la mirada a esos jóvenes juristas estadounidenses que empiezan a
plantear el problema del fundamento ético y metafísico del derecho, entre los
cuales está el profesor Adrian Vermeule de la Universidad de Harvard (cfr. J.
Culbreath, In Defense of ‘Common Good Constitutionalism’
https://www.crisismagazine.com/2020/in-defense-of-common-good-constitutionalism).