Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica, 29/09/20
El
traslado de los restos del Generalísimo Francisco Franco ha sido el inicio del
desmantelamiento del monumental complejo del Valle de los Caídos; ¿por cuánto
tiempo podrá mantenerse allí el monasterio, centro de oración que asume la
dolorosa historia española?
El cristiano es un hombre de
memoria. Esta supone, obviamente, la actividad de esa potencia del alma por
medio de la cual retenemos y recordamos el pasado, pero en cuanto cristiana
hunde sus raíces en el Antiguo Testamento. En ese documento de la Revelación
divina, es recurrente el verbo zakar, recordar, y otros términos de la raíz
zkr; el sujeto es tanto Dios como su pueblo, Israel. Está connotada siempre la
relación de alianza -berît- y frecuentemente se suceden el recuerdo y el
olvido.
Dios se acordó de Noé y de
quienes estaban con él en el arca, hizo soplar un viento y bajaron las aguas
del diluvio. Esa primera alianza quedó representada en el arco iris; cuando lo
vea, Dios se acordará de su promesa de no volver a inundar la tierra: «Me
acordaré de mi alianza con ustedes» (Gén 9, 15). Se acordó de Abraham y libró a
su sobrino Lot de la destrucción de Sodoma (Gén 19, 29); también de la
esterilidad de Raquel, esposa de Jacob, y le dio un hijo (Gén 30, 22).
Durante la esclavitud de
Israel en Egipto, Dios «se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob» (Éx
2, 24); este es el respaldo cierto con el que cuenta el pueblo elegido en su
historia: «Yo me acordaré de mi alianza con Jacob, Isaac y Abraham» (Lev 26,
42). También el hombre debe acordarse de Dios. La súplica del creyente ha de
ser como la de Sansón: «Señor, acuérdate de mí y devuélveme la fuerza por esta
sola vez» (Jc 16, 28). «Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor, porque
son eternos» (Sal 24, 6) es una certeza que inspira la alabanza y la acción de
gracias «al que en nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterno
su amor» (Sal 135, 23). Se aspira a que esa memoria que caracteriza a la fe de
Israel, se extienda al mundo entero. «Todos los confines de la tierra se
acordarán y volverán al Señor» (Sal 21, 28).
Los profetas han sostenido esa memoria. Refiriéndose a los cautivos en
Babilonia, dice Jeremías: «¡Acuérdate del Señor desde lejos y piensa en
Jerusalén!» (Jer 51, 50); y Ezequiel apuntando la expectación divina respecto
del «resto» de Israel: «Los sobrevivientes se acordarán de mí en medio de las
naciones donde hayan sido deportados» (Ez 6, 9). El judío ha de ser un hombre
de memoria; debe recordar sus pasadas rebeldías: «Acuérdate de esto, no lo
olvides» (Dt 9, 7), y concretar su recuerdo de Dios en el culto: «Acuérdate del
día sábado para santificarlo» (Éx 20, 8).
La memoria cristiana se
concentra en Jesucristo y en su enseñanza, por la gracia del Espíritu Santo,
tal como lo anunció el mismo Jesús en la Última Cena con sus discípulos: «El
Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará
todo y les recordará -hypomnēsei - lo que yo les he dicho» (Jn 14, 26). La
exhortación a conservar la memoria está expresada plenamente en las palabras
del Apóstol San Pablo a Timoteo: «Acuérdate -mnemóneue- de Jesucristo
resucitado de entre los muertos, de la estirpe de David»; esa es la síntesis de
la predicación evangélica (2 Tim 2, 8).
El hombre cristiano, el Adam
recreado en Cristo, vive de Él, presente en la memoria eclesial; esa memoria no
es un simple recuerdo, sino realidad viva. Los hechos de la vida de Cristo,
especialmente su pasión, muerte, descenso al lugar de los muertos, resurrección
y ascensión, mediante los cuales obró la salvación del hombre y la recreación
del mundo, y que fueron visibles para sus contemporáneos y recogidos con amor
por sus discípulos, se actualizan en el culto sacramental de la Iglesia,
principalmente en la Santísima Eucaristía. Lo expresó San León Magno en una
fórmula admirable: Quod Redemptoris nostri conspicuum fuit, in sacramenta
transivit.
Todos los pueblos tienen una
memoria histórica, concretada en la relación de acontecimientos principales que
se recogen y escriben para ilustrarla. No es infrecuente la necesidad de
revisarla con objetividad científica, sobre todo cuando con el tiempo se hace
evidente que ha sido impuesta oficialmente con designios ideológicos, o
intereses políticos que la han tergiversado. La mala memoria cuenta muchas
veces con la indiferencia o complicidad de multitudes, que han sido modeladas
por la propaganda o por itinerarios educativos duraderos, que los han
convencido de la verdad de esos relatos.
La Iglesia puede ser
afectada por tales procesos; se comprende, porque ella se encarna en la vida de
los pueblos. Me limito a un solo ejemplo, que se ubica en relación con el
objeto principal de esta nota. El 7 de Octubre de 1571 se libró en el mar
Jónico la batalla de Lepanto, que enfrentó a las naciones cristianas con el
Imperio Otomano, dispuesto a conquistar Europa; la Santa Liga -España, Venecia
y los Estados Pontificios- comandada por Don Juan de Austria, logró la victoria
que salvó a la civilización cristiana. La dimensión teológica de ese combate
estuvo claramente expresada en el empeño del Papa San Pío V, que exhortó a
invocar la protección de la Madre del Señor mediante el rezo del rosario; de
allí que el 7 de Octubre entró en la liturgia católica para honrar a Nuestra
Señora del Rosario, o de la Victoria. Gracias a ese acontecimiento
providencial, se conservó en Europa la fe que España pudo llevar al Nuevo
Mundo.
En la actualidad, esta gesta
es amenazada por la mala memoria que procede de un pacifismo estólido y de una
especie de «buenismo» derrotista, cuando nuevamente el Islam se ha hecho
presente con fuerza en Occidente, para ocupar el lugar que deja vacante la
decadencia de la Iglesia, y la apostasía de las naciones que fueron cristianas.
De paso, simplemente, apunto un hecho biológico incontrovertible: los europeos
no tienen hijos, y esas poblaciones envejecen aceleradamente; no es difícil
advertir quiénes van ocupando ese lugar; ¿cuánto falta, si no se verifica una
reacción consciente y sostenida, para que España se convierta en un país
islámico? Se comprueba ahora el efecto fatal del rechazo de la profética
encíclica de Pablo VI, Humanae vitae, que no fue asumida por la Iglesia;
generaciones de católicos fueron extraviadas por todo tipo de publicaciones y
por el goteo constante del error a través de la predicación y el confesionario.
¿Cómo se puede ahora reparar semejante daño?
Me parece importante esta
advertencia: el recuerdo elogioso de la batalla de Lepanto no quiere
contradecir, de ninguna manera, la necesidad del diálogo interreligioso con el
Islam, que ha de basarse en la sinceridad, la objetividad histórica y la buena
voluntad. Quizá valga la pena reflexionar sobre este hecho: San Francisco de
Asís, movido por su fe ardiente y su confianza sobrenatural, fue en el siglo
XIII un precursor del diálogo; su propósito era llegar hasta el Sultán y
procurar su conversión. Pudo establecer el contacto, pero al comprobar que la
conversión era imposible, abandonó el proyecto. Además son bien conocidas las
relaciones culturales y las discusiones filosóficas entabladas en la Edad Media
entre católicos y musulmanes, de lo cual se conservan en España frutos
preciosos. Esos resultados fueron posibles porque se vivía la fe con fervor, y
porque la ortodoxia, que brillaba en la Iglesia, era el soporte de una
cristiandad. En la actualidad, los antecedentes son muy otros: la crisis
profunda de la Iglesia, y la renuncia -contra clarísimos pronunciamientos del
Concilio Vaticano II- a una orientación cristiana de la vida social.
El
actual gobierno socialista - comunista de España está empeñado en profundizar a
fondo la secularización de la sociedad, que desde hace tiempo se viene
impulsando con un carácter decididamente anticatólico. La mala memoria se apoya
ahora en una Ley de Memoria Histórica hemipléjica, que calla por sistema las
persecuciones que ha padecido la Iglesia en el siglo XX. Se cierne, además,
sobre el futuro inmediato una anunciada Ley de Memoria Democrática, para
arremeter con el propósito de liquidación contra la tradición española ya
debilitada.
El traslado de los restos
del Generalísimo Francisco Franco ha sido el inicio del desmantelamiento del
monumental complejo del Valle de los Caídos; ¿por cuánto tiempo podrá
mantenerse allí el monasterio, centro de oración que asume la dolorosa historia
española? Llama la atención la lenidad del episcopado, salvo alguna honrosa
excepción, que debió y debe protestar sin vacilaciones contra el atentado que
se está perpetrando; para numerosos fieles se trata simplemente de complicidad
con la destrucción de lo que resta de la España católica. Desde los años
posconciliares el progresismo teológico, espiritual y pastoral ha venido
socavando los cimientos de la ortodoxia eclesial, de la misión y de la
proyección de la fe en la vida y cultura de la sociedad.
Tengo ante mis ojos la
edición bilingüe (Buenos Aires, Ed. Gladium, 1937) de la obra de Paul Claudel
«A los mártires españoles» (Poema - Prólogo para un libro), referida a hechos
prácticamente contemporáneos, las horrendas masacres consumadas por la
República Roja contra la Iglesia, en 1936. La traducción castellana, que me
complazco en citar, se debe a uno de los máximos escritores argentinos,
Leopoldo Marechal. Es emocionante el elogio del gran poeta francés a la España
católica:
Santa
España, cuadrada en el extremo de Europa, concentración de la Fe, maza dura y
trinchera de la Virgen Madre,
Y
la zancada última de Santiago, que solo termina donde acaba la tierra.
Patria
de Domingo y de Juan, y de Francisco el Conquistador y de Teresa.
Arsenal
de Salamanca, y pilar de Zaragoza, y raíz ardiente de Manresa,
Inconmovible
España, que rehúsas los términos medios, jamás aceptados,
Golpe
de hombro contra el hereje, paso a paso contenido y rechazado...
Profetisa
de aquella otra tierra bajo el sol, allá lejos, y colonizadora del otro mundo.
Santa
España, en esta hora de tu crucifixión; hermana España, en este día que es tu
día,
¡Con
los ojos llenos de entusiasmo y de lágrimas te envío mi admiración y mi amor!
Claudel evoca la grandes y
sangrientas persecuciones anteriores, y a los atizadores del odio:
Es
lo que sucedió en el tiempo de Enrique VIII y en los de Nerón y Diocleciano...
¡Robespierre,
Lenin y los demás, Calvino, no han agotado los tesoros de la rabia y del odio!
¡Voltaire,
Renan y Marx tampoco han tocado aún el fondo de la idiotez humana!
Pero,
a su vez, el millón de mártires que fueron antes que nosotros, todos aquellos
inocentes que antaño se colmaron de gloria,
Tampoco
ellos lo han derramado todo ni lo han ofrecido todo.
¡Somos
nosotros los que ahora estamos en su lugar, y lo estamos por una sola vez!
La
enumeración de los mártires es impresionante:
¡Once
obispos, dieciséis mil sacerdotes masacrados, y ni una sola apostasía!...
¡Dieciséis
mil sacerdotes! ¡El contingente reunido en un momento y el cielo colonizado en
una sola llamarada!...
¡Y
vosotras también, oh piedras; salud os digo desde el fondo de mi alma, santas
iglesias exterminadas!
Estatuas
que se destrozan a martillazos, y todas esas pinturas venerables, y ese copón
que ha de ser pisoteado...
¡Salud
vosotras, las quinientas iglesias catalanas destruidas! Y tú, gran catedral de
Vich, catedral de José María Sert!... ¡También vosotras sois mártires!...
¡La
casulla y el sacerdote ardieron juntos, y el cirio puso fuego al candelabro!
Me he detenido a citar
ampliamente esta elegía, de metro típicamente claudeliano, porque es muy poco
conocida, y permite vincular el desafuero del actual gobierno español con los
desmanes horrendos de sus parientes ideológicos del siglo pasado. El «diálogo»
y la «cultura del encuentro» no justifican la mala memoria. La memoria
auténtica ha de ser objetiva, es decir, respetuosa de la realidad tal como ha
sucedido, serena, libre de todo rencor, y desde esas premisas dispuesta al
diálogo con todos, sin renunciar jamás a la verdad.
Estoy seguro de que muchos
laicos católicos españoles pueden empeñarse en la patriada de resistir al
intento de desespañolización de España, y de movilizar a muchos hombres y
mujeres de buena voluntad para oponerse a los designios oficiales de borrar
todo signo de la España católica. Será imprescindible intensificar la oración:
apelar a la gracia de Dios, invocando la intercesión de la legión innumerable
de santos hispanos, confesores de la fe, vírgenes y mártires.
+ Héctor Aguer, Arzobispo
emérito de La Plata