Por Javier Boher
Alfil, 5-1-21
2020 ha sido un
año mayormente para el olvido. Las consecuencias sanitarias, económicas y
psicológicas siguen sin mostrarse en su real magnitud en un país que prefiere
esquivar los datos duros. Sin embargo, algo de lo que no se habla todo lo que
se debe es el desastre educativo.
Después de un año
en el que sólo se dictaron presencialmente 10 de los 180 días que se deberían
dictar, nada se sabe sobre la vuelta a clases. En el país de las corporaciones,
los padres no han logrado erigirse en una que desafíe a los sindicatos docentes
y a los políticos.
Hace apenas dos
días -y por el azar de la vida- me tocó dialogar con un inspector de escuelas
primarias. El señor no parecía estar muy contento con la suspensión de la
presencialidad, pero fue tajante respecto al regreso de las clases: no van a
volver.
Lo central de sus
argumentos se resumen en algo bastante básico: a la provincia le cuesta menos
plata que todos estén en sus casas. Se dieron de baja miles de licencias, se
redujeron los costos operativos y se pueden ahorrar millones de pesos en obras.
Esa idea
-absolutamente verosímil- pasa por alto las consecuencias reales, permanentes y
nocivas de la indefinida suspensión de la presencialidad. En un país en el que
se gobierna con las encuestas, es lógico que a nadie le importe el impacto
educativo. Si los políticos no ven que la virtualidad educativa les resta
votos, difícilmente se preocupen por pensar otras alternativas.
Por la perversión
de esa estructura corporativa, todos los que ejercemos la docencia desde la
vocación (resignando calidad de vida en pos de ofrecer a otras personas un bien
superior) sentimos el desgaste de una forma que bastardean y desgasta los
verdaderos mecanismos de aprendizaje.
La escuela que
enseña es la que está abierta y con los chicos adentro, no la que depende de
quién tiene conectividad, quién tiene un docente más comprometido, quién tiene
una dinámica familiar que acompaña, quién tiene el nivel educativo suficiente
para acomodar con las tareas. Si los guardapolvos se pensaron para igualar a
todos en ese espacio de liberación que es la escuela, la virtualidad acentuó
las diferencias y -lo peor de todo- la mayoría no se preocupó en absoluto.
La educación es un
servicio esencial, fundamental para darle a la población las herramientas
necesarias para desarrollar una ciudadanía de verdad, creando adultos
responsables, capaces y comprometidos con el trabajo, todos valores ajenos al
proyecto de país que impulsa un gobierno dispuesto a destruir el legado
educativo que siempre llenó de orgullo a los argentinos.
Como todo lo que
deciden en una mesa chica a espaldas de las necesidades de la población, los
ministros de educación armaron un pacto que es virtualmente irrompible: se
comprometieron a una serie de indicadores que coartan la libre acción de cada
provincia, licuando responsabilidades en políticos que no saben -ni les saber-
cómo se puede volver al aula.
La educación es un
acto de libertad, de darle a otro un peldaño para llegar más lejos. No se trata
de adoctrinamiento ni de “pensamiento crítico” como eufemismo para ocultar
ideologías que justifican la dominación. La educación es la lucha contra el
pobrismo y sus consecuencias, que tiene que ver con el enriquecimiento de los
que toman decisiones y el uso discrecional de los resortes del Estado como si
fuesen propios.
Aprender siempre
fue un acto revolucionario, porque entender cómo funciona el mundo ayuda a
mejorarlo. El mejor lugar para aprender es aquel en el que enseñan a reclamarle
a los gobiernos, a pedir por los derechos, a evitar ser pisoteados por los
matones de turno.
La ridícula
situación por la que escuelas que permanecieron cerradas pudieron abrir como
escuelas de verano con sólo una semana de diferencia deja a la vista lo
demencial y arbitrario de todo el asunto. En un país en el que están
desesperados por cerrar las escuelas, no falta mucho para que aparezcan las
escuelas clandestinas. Si estudiar puede ser multado, no queda nada más
subversivo que el acto de aprender