Miguel Ángel Iribarne
Foro Patriótico,
5-6-21
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Mi amigo Claudio
Chaves, fundador del Foro y editor de este portal, viene de publicar en él,
hace pocos días, una interesante contribución: “Voto obligatorio, ¿sí o no? A
propósito de las elecciones de Chile”. La ocasión que desencadenó su escrito
fue el comicio para constituyentes del país trasandino, pero va de suyo que el
tema trasciende en mucho la oportunidad. Mi propósito es contribuir a la
reflexión sobre el mismo con consideraciones que en parte coinciden con las de
Chaves, en parte discrepan, pero –en todo caso– son igualmente conscientes de
la significación que el tema reviste dentro de una nueva cultura política como
la que desde aquí se quiere auspiciar.
Mirado desde la
perspectiva de la Sociología Política –que es la que más directamente nos
compete– el tema de la obligatoriedad o voluntad del voto se vincula
directamente con el de la jerarquización política de la comunidad. Es decir con
la existencia, sin distinciones de tiempo o espacio, de distintos niveles de
involucramiento de las personas en el debate sobre los asuntos públicos. Es un
hecho que, aún allí donde se asegura institucionalmente el más alto nivel de
participación en los mismos a la generalidad de los ciudadanos, se registra un
grado muy diverso de aprovechamiento de esa garantía por parte de cada
individuo. Es decir, la ciudadanía activa es una realidad sociológica tan
desigual como la riqueza, la educación o el status.
Vocaciones,
aptitudes, intereses confluyen para provocar una diferenciación vertical
evidente.
Según observa
JULES MONNEROT, “la conducción política de la res publica es asunto particular
(…) de cierto número de personas. La teoría no engendra la realidad, y ninguna
teoría llamada democrática puede hacer que todos los ciudadanos se ocupen de
política. Es un hecho de estructura” (1). Ciertamente, una concepción normativa
de la democracia puede afirmar que todos los ciudadanos deben ocuparse de
política. Quizás. Pero no pueden, no saben o no quieren. En la agenda
existencial de la inmensa mayoría de los miembros de determinada unidad
política, la atención, el tiempo y la energía dedicada a tales cuestiones cede
el paso a tres o cuatro focos de atracción más imperativos. Y esto al margen de
cualquier determinación por parte de los regímenes políticos establecidos. Aun
en los que convencionalmente consideramos más “democráticos”, existe una “curva
de involucramiento” que va desde los políticos profesionales en un extremo
hasta los que ni siquiera hacen uso del derecho a votar, pasando por distintas
gradaciones: los militantes políticos, los simplemente simpatizantes, los meros
votantes regulares y los votantes ocasionales. Ciudadanos activos y ciudadanos
pasivos, incluyendo toda una diversidad de matices. Solo los primeros integran
la Clase Política (CP).
Ahora bien, si
esta es la naturaleza de las cosas, el tema de que el voto sea obligatorio o
voluntario no es más que un modo institucional de regular las relaciones entre
la Clase Política y el resto de los ciudadanos. Existe un interés de la CP en
legitimarse a través de ese voto, que es para ella como la sangre dinástica
para los monarcas hereditarios: una “fórmula política”, como diría MOSCA, o un
“principio de legitimidad’ según MAX WEBER. Y la conveniencia o no de que se
obligue a la población a votar, es decir, a elegir entre las distintas
fracciones de la CP, sería correlativa al valor de dicha clase para gestionar el
Bien Común.
A priori resulta
difícil asegurar la validez en toda circunstancia sea del principio de la
voluntariedad del voto, sea del de su obligatoriedad. Resulta constatable, sí,
que una u otra opción se emparentan con el concepto que cada uno tenga sobre la
naturaleza de los partidos políticos. De tal concepto derivan aplicaciones
referentes, por ejemplo, a la regulación de la vida interna de dichos partidos,
las reglas para su financiamiento, etc. Hay quienes los ven como emergentes
espontáneos de la sociedad en procura de incidir sobre las políticas públicas y
sus gestores; estos se inclinarán más bien por la libertad del sufragio. Otros los conciben como órganos insoslayables
de formación de la voluntad estatal, y, naturalmente, tienden por ello a la
compulsión al voto. Entre nosotros hemos llegado al punto de que la ley (PASO)
nos obliga a optar entre las mismas corrientes internas de partidos que –todos
ellos– pueden resultarnos detestables.
Es un hecho que en
la gran mayoría de los países el voto es voluntario. Como resultado el
abstencionisno es alto (50 % o más) y solo disminuye cuando el debate político
se encrespa, naciendo las “enemistades existenciales” que frecuentemente
terminan corroyendo a la misma democracia. El desinterés hacia el voto ha sido
interpretado por algunos autores como la expresión de dos sentimientos
cabalmente inversos: la pasividad de los que consideran asegurado un tipo de
vida que no resultará dañado por el resultado electoral, por una parte, o la
absoluta desesperanza de mejorar, por otra. Son interesantes al respecto las
reflexiones de JOHN KENNETH GALBRAITH en La cultura de la satisfacción.
El punto en el que
compartimos básicamente el juicio de Claudio Chaves es el relativo al tema que
motivó circunstancialmente su escrito: el proceso constituyente chileno.
Entendemos que, a diferencia de los comicios ordinarios, en aquellos en los que
se pone en marcha el poder constituyente, la posibilidad de que el orden
jurídico-institucional estimule legalmente el voto de los ciudadanos parece
fundada. En los últimos tiempos la CP y sus “intelectuales orgánicos” han
hablado con liviandad de la Constitución como “contrato social”. Es un error,
el contrato social no existe ni como hecho histórico ni como modelo, pues la
comunidad política deriva de la sociabilidad natural del hombre. Pero lo que sí
existe es el contrato político: el pactum subjectionis de que hablaban ya
algunos escolásticos. En siglos medievales y aun renacentistas, se lo concebía
como el acuerdo estipulado entre el Rey y el pueblo en torno al ejercicio del
gobierno. En nuestro tiempo, considerado estructuralmente el tema, se trata del
pacto entre la CP y el resto de la población para definir los procedimientos de
reclutamiento de aquella y las condiciones dentro de las cuales tiene
legitimidad para requerir el asentimiento popular a sus dictados. . Resulta
razonable que decisiones tan cruciales sean validadas por el voto del pueblo
entero, y que el sistema jurídico impulse tal comportamiento.
(1)Sociologie de
la revolution, Fayard, Paris, 1969, cap. 14.