Reflexiones sobre
el desastre
Por José Luis
Calvo Albero
Publicado en
Global Strategy, el 15 de agosto de 2021
En el invierno de
2006 el entonces presidente de Afganistán, Hamid Karzai, convocó una gran
reunión de agricultores en Kabul. Acudieron representantes de todas las
provincias afganas. El objetivo era promocionar la producción agrícola
tradicional, que estaba dejando paso rápidamente al cultivo masivo del opio.
Acudieron hombres
curtidos por el sol, de expresión un tanto escéptica. Tuve oportunidad de
hablar con algunos de ellos y recuerdo especialmente a un hombre de etnia
pastún que venía de Kandahar. Al contrario que el centro y el norte del país,
el sur es un área fértil y se puede practicar una agricultura de regadío.
Recuerdo que el hombre y su familia cultivaban melocotones, peras y melones y
sus propiedades estaban en una zona que pasaba con cierta periodicidad del
control del gobierno al de los Talibán.
Su narración de
cómo se vivía bajo unos y otros fue muy reveladora. Él contaba cómo, cuando el
gobierno controlaba la zona, debía llevar sus productos al mercado pasando por
un puesto de control de la policía. Allí debía pagar una cantidad de dinero por
pasar, aparte de que los policías le requisaban con frecuencia parte de sus
productos. Al llegar al mercado debía pagar a otro policía para que se le
permitiese instalar un puesto de venta, y debía pagar más si quería un buen
puesto. Cuando retornaba a su hogar con las ganancias, el hombre debía extremar
las precauciones porque había bandidos en la zona y los asaltos eran
frecuentes.
Cuando el distrito
estaba bajo el control talibán, también había un puesto de control para acceder
al mercado y también había que pagar allí una tasa. Sin embargo, era la única
vez que se exigía el pago. En el mercado, un agente talibán iba asignando
puestos de venta por orden de llegada. Cuando regresaba a su hogar, el hombre
sabía que no debía preocuparse por los bandidos. Había visto a algunos de ellos
pidiendo limosna en el mercado con la única mano que les quedaba; la que los
Talibán no les habían amputado. Ya en 2006, aquella conversación era una clara
señal de que se estaba perdiendo la guerra.
Ese mismo año
muchos policías dejaron de percibir sus salarios porque el presupuesto para
pagarlos se había agotado, probablemente esquilmado por la corrupción y la
ineficiencia reinantes entre las fuerzas de seguridad. Eso explica por qué
policías prácticamente abandonados a su suerte en remotos puestos de control se
convertían en extorsionadores de aquellos a quienes se suponía debían proteger.
La corrupción en
Afganistán era un monstruo que devoraba la mayor parte de las ayudas militares
y económicas que recibía el país. Ciertamente había una cultura de tolerancia e
incluso de legitimación ¿Qué clase de persona no trataría de beneficiar a su
familia o a su clan caso de ocupar una posición de poder? Sin embargo, si el
afgano podía comprender el favoritismo, el nepotismo y la corruptela, no
toleraba la ineficiencia. Podía comprenderse que la policía cobrase impuestos
ilegales, o que el jefe de policía colocase a un familiar en un puesto de
relevancia, pero no que permitiese operar impunemente a los bandidos. Con su
rigorismo fanático y su justicia brutal, pero eficiente y aceptable según los
estándares de la mayoría de los afganos, los Talibán ganaron fácilmente la
partida de los corazones y las mentes al gobierno y a sus exóticos y más bien
despistados aliados occidentales.
En la década de
1980, los soviéticos diseñaron una estrategia orientada a romper el tribalismo
de la sociedad afgana, origen según ellos de todos los males del país. Para eso
había que promocionar las ciudades sobre las zonas rurales y convertirlas en
polos de desarrollo que forzasen una emigración masiva del campo a la ciudad.
El mismo proceso que había roto los vínculos clientelares y semifeudales de la
Europa rural del siglo XIX se esperaba que pudiese debilitar el tribalismo
afgano. Los soviéticos no eran especialmente delicados en la aplicación de su
estrategia y convirtieron el campo afgano en un infierno, pero la emigración
masiva no se produjo hacia las ciudades sino hacia Pakistán e Irán. Los campos
de refugiados no solo no acabaron con las relaciones tribales sino que se
convirtieron en un vivero de militantes ansiosos de venganza que, con apoyo
pakistaní, saudi y norteamericano regresaron a Afganistán y aplastaron lo que
los soviéticos habían construido.
Catorce años
después, las tropas norteamericanas y europeas intentaron poner cierto orden en
el avispero afgano pero lo hicieron sin energía, sin convicción y sin una
estrategia clara. La vista de Estados Unidos estaba puesta en Irak y las
operaciones en Afganistán se realizaron según el principio de mínimo coste. El
régimen talibán cayó rápidamente por el mismo motivo que el gobierno de Kabul
se está desintegrando actualmente: porque los jefes tribales siempre se alían
con el que demuestra ser más fuerte. Algo que en España, en el centenario del
Desastre de Annual, nos debe resultar familiar.
Entre finales de
2001 y 2006 apenas hubo actividad talibán en Afganistán, pero las grandes
potencias tampoco hicieron apenas nada por aprovechar esa ventana de
oportunidad. Allí estaba Estados Unidos, la OTAN, la Unión Europea, Naciones
Unidas, Japón, el Banco Mundial… Los afganos esperaron durante casi cinco años
a que su economía floreciese y después comenzaron a decepcionarse. Los Talibán
pagaban más a uno de sus combatientes que el gobierno a uno de sus policías, y
ellos no se quedaban nunca con su salario.
Al contrario que
los soviéticos, europeos y norteamericanos decidieron orientar sus escasas
inversiones hacia el mundo rural en lugar de hacia las ciudades. El resultado
fue dinero perdido, pues era imposible competir con los beneficios del cultivo
de amapola. Gran parte de los fondos fueron sencillamente a reforzar a los
señores de la guerra en las áreas rurales. Las elites urbanas no se
desarrollaron y no se emprendieron grandes proyectos industriales o de
infraestructuras que proporcionasen perspectivas de enriquecimiento a los
señores de la guerra ni de trabajo al afgano medio.
No se dio la
opción de que los grandes señores de la guerra se convirtiesen en empresarios,
probablemente corruptos, pero también progresivamente integrados en un sistema
más civilizado, en el que los bufetes de abogados se van haciendo más
necesarios que las bandas de matones. Sencillamente no se invirtió lo
suficiente, ni en la economía abierta ni en la sumergida. A los jefes tribales
y a los agricultores de Helmand y Kandahar no se les ofreció una alternativa
más rentable que el cultivo del opio y cuando las tropas británicas comenzaron
a desplegar en 2006 en sus territorios, con la clara promesa de terminar con
ese cultivo, la reacción fue brutal. Volvieron a ofrecer su apoyo a los hasta
entonces marginados Talibán, y aquello marcó el principio del fin.
Afganistán es solo
el último eslabón, aunque puede que el más llamativo, en una cadena de fracasos
de Occidente en su intento por estabilizar zonas en conflicto. Como en todos
los fracasos, la actitud positiva no es olvidarlos sino extraer de ellos las
lecciones que permitan no repetir errores en el futuro. Obtener lecciones
aprendidas es un proceso doloroso. Nos obliga a reconocer errores y nos pone
frente a frente con nuestras propias contradicciones. Las lecciones son con
frecuencia políticamente incorrectas, pero tenemos que elegir entre
flexibilizar nuestra corrección política o resignarnos a un fracaso tras otro.
Hay muchas
lecciones que extraer de Afganistán. De momento se me ocurre apuntar algunas
que no descienden en absoluto al detalle sino que se centran en la propia
filosofía de las intervenciones en países en conflicto. La primera es que no se
puede intentar transformar una sociedad primitiva según parámetros
occidentales. Entre la Edad Media y el siglo XXI hay múltiples etapas
intermedias que es preciso recorrer y que se pueden acelerar, pero no ignorar.
La segunda es que
en un sistema intrínsecamente corrupto hay que controlar también la corrupción
y ser capaz de dirigirla en una dirección provechosa, en lugar de ignorarla y
permitir que se convierta en un instrumento de demolición de todo lo
construido.
La clara
identificación de las elites en cada país: las que gobiernan, las que aspiran a
gobernar y las que desearíamos que gobernasen, es un ejercicio indispensable a
la hora de realizar un esfuerzo de estabilización. La experiencia demuestra que
en Irak, Afganistán o Libia no se identificaron correctamente las elites que
gozaban de legitimidad y que podían realizar una acción de gobierno eficaz.
Quizás la lección
más dura, y una sobre la que merece la pena reflexionar, es que la democracia
no es un punto de partida sino un destino final. A la democracia se llega a
través de la maduración de una sociedad durante generaciones, maduración que
implica experiencia, sacrificio y educación ciudadana. Pensar que la
instauración de un sistema democrático supone el principio de una etapa de
estabilidad, libertad y prosperidad es una idea muy norteamericana, pero lo que
funcionó en las desarrolladas colonias británicas en América en el siglo XVIII
no tiene por qué funcionar igual en el Afganistán o el Mali del siglo XXI.
Fuente: Foro
Patriótico Manuel Belgrano