la derecha popular
POR MIGUEL ANGEL
IRIBARNE *
La Prensa,
7.10.2021
El período
histórico abierto por la Revolución Industrial y por las grandes revoluciones
políticas de fines del siglo XVIII fue también el período de las ideologías. En
lugar de la visión clásica, prudencial, de la política, dominada por el
realismo o, incluso, simplemente por el pragmatismo, se inició el ciclo de la
política palingenésica, es decir de la política que se fija como objetivo una
refundación radical de la sociedad que implica, mas o menos explícitamente, una
pretensión de recreación del hombre.
Es a partir de
entonces que de la política, y no de la fe religiosa, comienza a esperarse la
salvación de la humanidad, es decir, su felicidad plena. Las semillas de todo
ello son, sin embargo, previas a las revoluciones mismas: coinciden con la
época del despotismo ilustrado, en que los filósofos se convierten en
"consejeros de príncipes" para proponerles los caminos de una
política sistemáticamente transformadora. La incoherencia latente en esta
posición no tardará en estallar: si el fin último de la empresa gubernativa es
liberar a los hombres, más temprano que tarde sus presuntos libertadores serán
irremediablemente condenados como déspotas.
Esta es, por así
decirlo, la prehistoria de la política moderna. Desplazadas la Iglesia como
autoridad espiritual y moral y la Monarquía como autoridad política
tradicional, el debate, ahora sí "ideológico", enfrentará al
liberalismo con el socialismo, a todo lo largo del siglo XIX y del breve
(Hobsbawm) siglo XX. Por un tiempo el fascismo intentará terciar en la porfía,
tanto en lo político como en lo intelectual, pero hacia 1945 ya estaba
derrotado militarmente en el primer campo y excluido de la ortodoxia pública en
el segundo.
El gran
enfrentamiento bipolar, sin embargo, tendrá una conclusión que pocos habían
previsto con el derrumbe del socialismo real en 1989-91, por implosión de sus
estructuras. A partir de entonces las condiciones estaban dadas para un triunfo
sin atenuantes de la ideología liberal, expresada en la democracia pluralista y
la economía de mercado. Ese fue el vaticinio de Francis Fukuyama. Pero la
historia nos reservaba otras perspectivas.
LA ELITE GLOBAL
Si la desaparición
del socialismo como modelo alternativo de organización económico-política
permitiría el despliegue de la globalización tecnológico-financiera como marco
de referencia mundial, ésta, a su vez, engendraría la existencia de una élite
global, cuyos intereses, valores y juicios no necesariamente coincidirían con
los del liberalismo presuntamente triunfante. Pero, previo a ello, ¿en qué
consiste tal élite global?
Estudios como los
de Sassen y Rothkop, particularmente, han contribuido a describirla y a
identificar sus fuentes de reclutamiento. La socióloga holandesa define a la EG
como "el conjunto de grupos estratégicamente dirigido a aprovechar las
oportunidades creadas por el funcionamiento del sistema global", e incluye
básicamente tanto al estrato de profesionales, managers y altos dirigentes
trasnacionales como a las redes de funcionarios estatales más directamente
vinculados con la economía global y los flujos migratorios.
Por su parte
Rothkopf, en su obra Superclass, alude a los líderes de países con aptitud de
influencia relevante sobre otros, los CEOs y accionistas activos de las 2.000
sociedades más importantes, los dirigentes de la alta finanza, los gobernadores
de los Bancos Centrales, los líderes de las religiones mundiales, los artistas
carismáticos, los dirigentes de las ONGs de mayor irradiación, etc. Los rasgos
comunes a todos ellos serían, según el autor, el control de recursos
económicos, políticos o culturales, la capacidad para influir con ellos sobre
las fronteras estatales y la mayor movilidad imaginable.
COSMOPROGRESISMO
Lo más interesante
-y esto corre por nuestra cuenta- es que en y desde esa EG prolifera una
ideología, que se expresa a través de lo que GRAMSCI llamaría
"intelectuales orgánicos", presentes por millares en los medios de
información típicos de la era de la comunicación clásica. Llamamos a esa
ideología cosmoprogresismo, en cuanto articula las vertientes del
cosmopolitismo y el progresismo, intentando afirmarse como la ortodoxia pública
de la Sociedad Mundial.
Esta ideología
está muy lejos de los parámetros del capitalismo competitivo -o neoliberalismo-
en la vida económica. Como igualmente lo está del Estado abstencionista en lo
intelectual y moral sostenido por los liberales del siglo XIX y comienzos del
XX. Se trata, en cambio, de una organización política progresivamente
centralizada, profundamente imbricada con las grandes corporaciones operantes a
nivel planetario y portadora -por autodesignación- de una función terapéutica
respecto de todos los vicios, injusticias y presuntas patologías procedentes de
la sociedad tradicional.
Chantal Delsol, en
su magnífica obra sobre el populismo (1), traza el decurso histórico de la
ideología progresista, vinculándola con el Despotismo Ilustrado dieciochesco:
"A partir de la época de la Ilustración, el logos, en tanto que verdad del
hombre, toma forma y rostro, un rostro que se pretende seguro de sí mismo,
definitivo, absoluto. Sabemos en qué dirección se encuentra la buena sociedad,
y sabemos de qué hay que huir para alcanzar la mejora deseable. En otras palabras,
la visión del bien que se instaura se despliega contra una situación
precedente, y que por tanto sería oportuno querer retener. Se puede describir
entonces la Verdad como emancipación, mientras que a su contrario, lo que
precede y que hay que combatir, se le daría el nombre de arraigo" (2).
Es esta
perspectiva de pretensiones radicalmente refundadoras, adanistas, lo que
impregna con un pathos necesariamente violento toda política progresista.
Trátese de violencia física o, sobre todo, psicológica, ella no puede menos que
considerarse legitimada frente a los padres que procuran educar a sus hijos en
sus convicciones, frente a las generaciones que no renuncian a transmitir su
cultura a las que las siguen, frente a las clases y a las etnias que se niegan
a ser suprimidas para alcanzar la meta de una sociedad indiferenciada.
El carácter
despótico de esta nueva dominación no radica esencialmente en un ejercicio más
o menos arbitrario del poder institucional. Por lo demás, nadie,
razonablemente, puede desconocer en elencos dirigentes de la sociedad una mayor
capacitación y capacidad de previsión en orden a afrontar los problemas
concretos de la vida pública. La jerarquización -y la misma oligarquización, en
sentido no valorativo -de la estructura política es un dato universal en el
tiempo y en el espacio. Pero aquí estamos ante una realidad de muy distinta
naturaleza: los que mandan se arrogan, en plus, una aptitud magisterial,
logocrática, que los empuja a pretender operar una verdadera mutación antropológica,
más allá de las reticencias o resistencias de de sus atrasados súbditos. Y el
monopolio de la coacción, de ser necesario, se aplica a estos propósitos
metahistóricos.
DOMINACION MODERNA
Es inevitable
constatar que en los últimos dos siglos se han sucedido una serie de aportes a
la conformación de esta dominación: los liberales de índole jacobina, primero,
el fascismo y los variados socialismos han configurado fases en la construcción
de este tipo de dominación, que en las últimas décadas desembocaría en el
totalitarismo soft que lúcidamente denunciara Juan Pablo II en Centesimus
Annus. Es por eso que el neopopulismo debe ser entendido como un fenómeno
típicamente postsocialista.
El sociólogo
estadounidense Joel Kotkin ha desarrollado, sobre todo en sus dos ultimas obras
(3), el perfil hacia el cual se encaminan las estructuras económicosociales de
su país en la medida en que se consolide la agenda progresista y se logre
yugular la resistencia de las capas medias, principales víctimas de su avance.
Resulta claro que las nuevas élites se encuentran mucho menos orgánicamente
ligadas al resto de la sociedad, en la que ven usuarios más que trabajadores.
De allí la tendencia estructural al desempleo, que se compensa con la difusión
de un sistema de subsidios (tipo renta básica universal) que permita mantener
viva la demanda.
Pero, además, este
dualismo social no se limita a registrar la distancia entre los que tienen y
los que no tienen, sino que incorpora esencialmente el contraste entre los que
saben y los que no saben. Y aquí saber no se refiere a las calidades y
destrezas indispensables "para ganarse la vida", sino, sobre todo, al
conocimiento de los valores ordenadores de esa misma vida, lo que implica qué
pensar sobre las diferencias sexuales, la familia, el valor de la vida
personal, la identidad cultural, etc.
Por eso las élites
progresistas pueden llegar a ser, psicológica o físicamente, tan despiadadas.
Como observa Delsol "lo que importa es el carácter irresistible de esta
transformación, ya bien percibido por Tocqueville. Dentro del paso de un estado
a otro hay una fuerza en marcha cuya procedencia y justificación se ignoran,
fuerza anónima, sin actor que tire de los hilos, comparable al espíritu de
Hegel. De ahí el descrédito que se arroja sobre los contornos del arraigo. La
Ilustración es un juicio de la historia, ya que atestigua un progreso
irrevocable y definitivo El que se interpone en el camino no combate a un
adversario común, un hombre, un pensamiento, un ejército; se niega al destino
mismo, hiere la historia, insulta al tiempo".
EN NOMBRE DEL
ARRAIGO
En otro momento y
lugar hemos intentado esclarecer el concepto contemporáneo de populismo,
término que en nuestro tiempo parece servir tanto para un barrido como para un
fregado, alcanzando niveles de equivocidad solo comparables a los logrados
previamente por los vocablos democracia y socialismo, aunque, a diferencia de
ellos, atrayendo sobre sí una intención invariablemente denigratoria.
En ese empeño,
distinguimos lo que llamamos Populismo I, particularmente apreciable en
Latinoamérica, y que podría definirse como un estatismo distribucionista, y
quisimos distinguirlo nítidamente del proceso que hoy recorre Europa y que
suele ser similarmente rotulado, pero que se caracteriza en cambio, por un
fuerte antiburocratismo, una tendencia al libre mercado "hacia
adentro" y un manifiesto reclamo de solidificación de las fronteras. Este
es el Populismo II, cuyas afinidades con una serie de pulsiones propias del
Partido Republicano de Estados Unidos y de su presente avatar, el trumpismo,
son evidentes. Oportunamente hemos expresado nuestros motivos para preferir, en
este caso, la designación de tales movimientos como derechas identitarias o
derechas populares, cuya agenda -como puede observarse- difiere marcadamente de
los clásicos populismos latinoamericanos. En estos, últimamente, se registra,
en cambio, una convergencia con la agenda cultural progresista.
Ahora bien, dada
esta convergencia -o, más bien, subalternación- en este trabajo reservaremos el
término a su categoría II, que es la que realmente inquieta, a nuestro juicio,
a la élite global, a su ideología cada vez más explícita y a su tendencia a
cancelar el debate politico real, sustituyéndolo por lo que Piccone llamaba
"negatividades artificiales" (4). Este populismo expresa la reacción
contra el gran designio de dominación progresista. Es "el que se
interpone". De ahí su carácter básicamente reactivo , que alimenta su
fuerza y, al propio tiempo, determina sus límites.
¿En nombre de qué
valor básico el nuevo populismo reacciona? Ya lo ha mentado Delsol: en nombre
del arraigo. La historia contemporanea se define así como una gigantesca
pulseada entre éste y la "emancipación" (liberación, desalienación,
etc.).
Ahora bien: las
resistencias que opone la voluntad de arraigo, y que podían ser fácilmente
subestimadas décadas atrás como supervivencias de un mundo condenado a perimir,
han recibido recientemente la fuerza de las oportunidades abiertas por las
nuevas tecnologías de la información y la comunicación. No es que éstas
determinen, pero sí lo es que hacen posible una reafirmación de las realidades
de la descentralización y de la identidad local, erosionadas en el período
moderno propiamente dicho.
En realidad este último
puede ya ser visto por nosotros como un largo proceso de expropiación
sociocultural de la población por parte de élites empeñadas en la conformación
de un Estado terapéutico, del cual los sistemas totalitarios del siglo XX
fueron solo un torpe esbozo, ya que tal Estado es perfectamente compatible -y
ciertamente más eficaz- con las formas convencionales de la democracia.
Desde la
minimización del autogobierno local hasta el desconocimiento de los derechos de
los padres y de la libertad de enseñanza son instrumentos y etapas del proceso
antes referido, que hoy se perfecciona con la prometeica empresa de
"sustitución del sentido común" auspiciada por el gramscismo.
LA ECONOMIA
Existe un valor
entendido, principalmente en áreas de la intelligentsia (incluso eclesial) y en
general en Latinoamérica, que considera antagónico el populismo con las
libertades económicas, sea para elogiar o para deplorar esta contradicción,
según sea el sesgo ideológico de quien emite el juicio. Consideramos que tal
apreciación es inconsistente, sobre todo si se atiende a la realidad del nuevo
populismo que ha echado raíces en Estados Unidos y Europa y comienza a abrirse
campo en nuestra región.
En efecto, si
aceptamos que el neopopulismo es, básicamente, un fenómeno reactivo, ¿contra
qué realidades económicas contemporáneas efectivamente reacciona? No,
ciertamente, contra el capitalismo competitivo, al que la élite global ha
abandonado. La ideología económica de ésta pasa por el acuerdo entre el Estado
terapéutico y las megaempresas globales; esta entente deja cada vez menos
espacio para los emprendedores de menores dimensiones a los que tiende a
marginalizar, convirtiéndolos en candidatos a beneficiarios de la renta básica
universal, única herramienta para sostener el consumo en un escenario de tales
características.
El populismo de
que hablamos, en cambio, apunta desde su propio ADN a la consolidación de una
sociedad de propietarios, con una amplia clase media independiente, lo cual
-desde Aristóteles para acá- ha sido valorado como la condición sociológica
inexcusable para la consolidación de la forma republicana.
En esta
perspectiva, el nuevo populismo -sin caer en reduccionismos ideológicos- tiende
espontáneamente a una coincidencia con quienes propugnan una expansión de las
libertades económicas. A partir de aquí se imponen algunas distinciones
conceptuales para evitar confusiones inculpables o deliberadas.
Uno de los valores
elogiados por el liberalismo clásico ha sido, sin duda, el de la competencia.
Aunque instrumental en sí mismo, sus propugnadores advirtieron tempranamente
los beneficios que la misma aportaba a la calidad y el precio de los bienes en
el mercado. Sin embargo, los más lúcidos percibieron también que la competencia
no sobreviviría por sí misma, sino que necesitaba ser defendida contra la
permanente tentación oligopólica de los productores.
El propio Adam
Smith comentaba que, si en una reunión social se veía a dos o tres empresarios
apartarse para conversar entre ellos había que estar alertas, porque seguramente
estarían planeando la formación de un cartel o asociación análoga.
Esta advertencia
recién llegó a traducirse en una reformulación conceptual de las ideas
liberales entre 1930 y 1940, a través de lo que se llamó entonces
neoliberalismo y, más específicamente, ordoliberalismo o liberalismo del orden.
El mismo apuntaba
a que la intervención estatal en la economía era necesaria y legítima cuando se
proponia defender la competencia contra los riesgos surgidos de su mismo
ejercicio. Autores como Walter Eucken, Wilhelm Roepke, Alfred Müller-Armack y
toda la Escuela de Friburgo desarrollaron estas ideas que solo alcanzaron a
tener aplicación práctica en la postguerra.
No puede
desconocerse el hecho de que existe cierta sintonía entre las mismas y el principio
de subsidiariedad sostenido por la doctrina social católica, por una parte, y,
por otra, que no es casual que politólogos actuales de tradición realista, como
el italiano Carlo Gambescia y el español Jerónimo Molina detecten en los
autores ordoliberales los economistas más consonantes con aquella tradición.
La vigencia
histórico-social efectiva de tales ideas corre pareja con la existencia de una
economía realmente policéntrica en las decisiones, mientras que su abandono se
vincula con la consolidación de estructuras simultáneamente estatizantes y
oligopólicas que tienden a bloquear la movilidad social ascendente y, por ende,
resultan inaceptables para el neopopulismo. Esto explica que el discurso
progresista de la élite global, al par que anatematiza al populismo, reniega
explícitamente de la concepción liberal de la economía.
OTRA PIRAMIDE
No somos de los
que creen que un determinada estratificación socioeconómica determina el
régimen político-cultural. Las relaciones de clase o de status solo producen un
resultado político cuando al menos una fracción de la Clase Política asume las
demandas de ellas derivadas. Existe una primacía (relativa) de la oferta, por
la cual, en ausencia de un liderazgo cohesivo y eficaz que las haga suyas, las
reivindicaciones y los inputs producidos en lo que por mucho tiempo se llamó
"la infraestructura" carecen de energía histórica para moldear la
escena pública.
Por eso lo que a
continuación describimos no es, a nuestro criterio, la causa de los gobiernos
progresistas y su permanencia hegemonica; lo que existe es una correlación
natural entre unos y otros. Y, en todo caso, cierto grado de influencia
configuradora de las élites sobre las bases.
Y bien: el progresismo,
especialmente en su actual fase globalista, se corresponde con un capitalismo
de naturaleza no competitiva, cuyos principales actores son megaempresas
frecuentemente oligopólicas, las cuales forman un denso entramado con la
tecnoburocracia estatal y que, además, en los países de menor escala, suelen
derivar hacia el cronie capitalism (capitalismo de amigos).
Esta estructura
está aliada con el grueso de la industria cultural y de la intelligentsia
antitradicional, además de los medios masivos de información y los
controladores de las social networks. Por debajo del personal directivo de
estas grandes unidades se despliega una clase media que tiende al estancamiento
social de sus miembros -muy visible intergeneracionalmente- y a la gradual pero
persistente pérdida de su carácter de propietarios . Más abajo, una creciente
underclass, que se nutre continuamente de los hundidos de la clase media, de
los nuevos desocupados por deslocalización de sus empresas o por desaparición
de sus empleos tradicionales, todos los cuales deben ser progresivamente
atendidos por un gran diseño asistencialista que desemboca en la Renta Básica
Universal o Renta de Ciudadanía. Esta desconecta la relación entre ingreso y
trabajo y aumenta a niveles impresionantes la dependencia de la población de la
voluntad estatal.
En este panorama,
la movilidad social ascendente queda drásticamente reducida. El impuesto y el
subsidio se convierten en las herramientas políticas básicas: el primero
expolia a las capas medias y el segundo mantiene el minimum de consumo de los
asistidos necesario para la sustentabilidad política y productiva del modelo.
OTRO ORDEN SOCIAL
El neopopulismo o
Derecha Popular es congenial a un tipo muy diverso de ordenamiento social.
Quizás quien mejor lo haya descripto sea el economista Wilhelm Reopke en sus
obras Civitas Humana y La crisis social de nuestro tiempo. Se trata de una
sociedad de propietarios. Su forma económica propia es el capitalismo
competitivo y, si admite -y a veces postula- restricciones a la libertad de
mercado, lo hace para evitar su autodestrucción por parte de las formas
concentradas y oligopólicas. Más allá de la misma economia reconoce en el
principio de subsidiariedad proclamado por la Doctrina Social Católica el
criterio ordenador de la convivencia, los cual conduce a fortalecer
decididamente la descentralización territorial, el vigor de las comunas y las
asociaciones intercomunales y la promoción y protección de las organizaciones
espontáneas de la comunidad. Sabe que en todo país deberá haber asistidos,
pero no los convierte en el modelo ni en la base clientelar para el
funcionamiento habitual de la vida pública. Por el contrario, intuye que es en
la capacidad de la familia y de las pequeñas comunidades -vecinales, entre
otras- para asumir día a día mayores competencias y no en el intervencionismo
de elites tecnoburocráticas que está el camino para ser "artífices de su
propio destino".
Hasta hace no
mucho tiempo, la expresión "liberalismo popular" hubiese resultado un
oximoron. Al igual que las de "populismo liberal" o "derecha
popular". Hoy, en cambio, percibimos que es el camino justo. Porque el
establishment global ha revelado sin lugar a dudas su mentalidad progresista y
sus prácticas prebendarias y porque lo que se nos ha propuesto precedentemente
como populismo no pasa de ser estatismo asistencialista.
* Profesor emérito
de la Universidad Católica Argentina. Fue decano de la Facultad de Ciencias
Políticas y Sociales de la UCA de La Plata.
(1) Populismo. Una
defensa de lo indefendible. Ariel, Bs.As., 2015.
(2) Idem, p. 72.
(3) Tales obras
son "The New Class Conflict" (2014) y "The New Feudalism"
(2020). En ambas Kotkin actualiza y profundiza empíricamente valiosas
intuiciones formuladas oportunamente por Christopher Lasch en La revuelta de
las élites y Samuel Francis en "Revolution from the Middle".
(4) En
"Populismo Postmoderno", Universidad Nacional de Quilmes, 1996.