ES POSIBLE Y URGENTE
Itai
Hagman
Economista.
Diputado nacional
Infobae, 3-10-21
La derrota
electoral del Gobierno en las PASO abrió el debate acerca de la orientación
económica del Frente de Todos en el contexto de la profunda crisis provocada
por la pandemia que se montó sobre la crisis que dejó el gobierno de Mauricio
Macri. Es fundamental poner cabeza y recursos en todos los sectores de la
sociedad que vieron su calidad de vida profundamente deteriorada en este
tiempo. Así aparecieron algunas propuestas de implementar un sistema de
transferencias de ingresos directa a la población.
Desde la CEPAL se propone la instauración de
transferencias de ingreso de carácter permanente con cierto grado de
focalización en la población de ingresos medios y bajos con riesgo sistemático
de caer bajo la línea de pobreza; la OIT propone la construcción de un Piso de
Protección Social universal, aportando una mirada integrada de los sistemas de
protección social y el mundo del trabajo; y hasta en un informe publicado en
2020 el FMI destaca la importancia de las prestaciones por desempleo y redes de
protección social en el contexto de pandemia, incorporando la perspectiva de un
ingreso mínimo garantizado, selectivo y condicional, como protección
permanente. En esta línea, la iniciativa más recientemente implementada en
la práctica es el Ingreso Mínimo Vital en España, que garantiza un piso de
ingreso para la población más vulnerable.
En los países
latinoamericanos la heterogeneidad estructural característica de las economías
subdesarrolladas implica formas de inserción laboral extremadamente precarias
para grandes porciones de la población activa, lo que se refleja en la magnitud
y relativa estabilidad del universo de lo que sea han denominado trabajadores
de la “Economía Popular” y deriva en la debilidad de los sistemas de seguridad
social puramente contributivos para lograr una cobertura universal.
En líneas
generales, la seguridad social vinculada a la inseguridad de ingresos en la
Argentina se concentra en las franjas etarias pasivas -la niñez y la adultez-
combinando prestaciones contributivas y no contributivas. Estos subsistemas
-asignaciones familiares y previsión social - siguieron una tendencia
universalizante luego de la crisis de la convertibilidad durante los gobiernos
de Néstor y Cristina Kirchner, lo que implicó grandes transformaciones en
materia de ampliación de derechos e impacto fiscal. Sin embargo, las
prestaciones que involucran transferencias de ingresos en edades activas
continúan siendo restringidas y concentradas mayormente en programas de empleo
con contraprestación laboral.
En este marco, la
propuesta de un Salario Básico Universal (SBU) implica considerar que el mercado
laboral no sea la única fuente de valorización de la productividad económica y
social de las actividades humanas ni que sea el único mecanismo de distribución
del ingreso en una sociedad.
En concreto, el
SBU consiste en una transferencia de ingreso individual equivalente a un tercio
del Salario Mínimo Vital y Móvil (SMVM) o al costo de la Canasta Básica
Alimentaria (que determina la “línea de indigencia”) destinada a la población
de entre 18 y 64 años. Para
su implementación, se busca definir una población objetivo que excluya a la
porción que ya cuenta con ingresos fijos, lo que puede identificarse, en parte,
a través de los ingresos laborales de los trabajadores registrados. En cambio,
en el caso de trabajadores no registrados, ya sean cuentapropistas no
monotributistas ni inscriptos en el régimen de autónomos o asalariados
informales, el nivel de ingreso no es directamente relevable, lo que equipara
su situación a la de la población desocupada e inactiva. Por ende, además de
los registros del SIPA y de los regímenes tributarios de autónomos y
monotributo, debería acudirse a fuente complementarias indicativas de la
situación socioeconómica de los potenciales titulares de derecho, como datos
patrimoniales y de consumo.
Sobre la base de
estas consideraciones, la población destinataria del SBU abarcaría a la
población mal llamada “inactiva”, desocupada u ocupada sin empleo registrado en
relación de dependencia, contemplando a su vez una prestación reducida (50% del
SBU) para monotributistas de la categoría A y asalariados registrados con
ingresos iguales o inferiores a los equivalentes a dicha categoría, a fin de
establecer un puente que evite posibles desincentivos a la formalización
laboral.
Ahora bien,
cualquier política que implique incrementar el gasto público enfrenta un
desafío relevante: el límite a la política fiscal. Veamos entonces los números
en concreto: tomando como referencia el otorgamiento de 9 millones de
prestaciones mensuales - similar al universo alcanzado por el IFE-, se estima
un costo fiscal bruto de 2,4% del PIB. Sin embargo, debe considerarse que si se
resta el gasto actualmente afrontado por programas que serían total o
parcialmente absorbidos por el SBU (Tarjeta Alimentar, entre otros) se obtiene
el costo fiscal neto de 1,5% del PIB. Luego, si al costo fiscal neto se le
descuenta el retorno fiscal generado por el propio SBU (mayor recaudación por
inyección de demanda), se obtiene un costo fiscal anual a financiar de 1,0%
del PIB. Este monto equivale aproximadamente a un tercio del monto destinado a
subsidios de tarifas de energía y transporte, por lo que una eventual
segmentación de dicho gasto que busque aumentar su progresividad, podría ser
redireccionado a un SBU, de forma de evitar, o al menos morigerar, el aumento
del déficit fiscal.
Por último,
resulta relevante resaltar que una política como el SBU no contradice ni
obstaculiza los programas de empleo. Por el contrario, estas son
complementarias. En este sentido, no existe una incompatibilidad conceptual o
práctica entre esta idea y la del Estado como empleador de última instancia,
más allá de las restricciones fiscales anteriormente mencionadas.
En suma, se trata
de integrar en un sistema coherente y más eficiente políticas de seguridad
social y transferencias de ingreso hoy dispersas, asistemáticas y, en
ocasiones, superpuestas. Asimismo, es recomendable que cualquier política de
transferencia de ingreso sea complementada con programas de empleo de amplio
alcance que garanticen condiciones de trabajo dignas, con retribuciones más
elevadas asociadas a contraprestaciones laborales concretas y verificables.
El SBU es posible,
y no es una utopía o un debate de los países europeos como muchos diagnostican,
y podría permitir algo tan básico e importante como el fin de la indigencia en
nuestro país. En un contexto de tanta desesperanza el Salario Básico Universal
es una salida hacia el futuro, comprendiendo las dificultades y desigualdades
del mercado laboral y acompañando a muchísimos argentinos a salir de la crisis.