un pizarrón magnético y el plan con el que la
Argentina casi conquista las islas
Hugo Alconada Moon
La Nación,
30-3-2022
Hacia el oeste, en
las afueras de esta ciudad, junto a la pista de carreras de caballos, una
casita guarda los secretos del período en que la Argentina más cerca estuvo de
asumir el control definitivo de las islas. Y no, no fue en 1982. Fue mucho
antes, cuando dos maestras encarnaron el rostro de la Argentina.
La casita, sobre
la calle Race Course Road era -y sigue siendo- sencilla. Base de material,
paredes de madera, techo a dos aguas, pequeño jardín limitado por una cerca, y
vista a la bahía. “Pasamos un año lindísimo ahí”, resume María Fernanda Cañás,
una de aquellas maestras, a LA NACION.
“Dábamos clases en
el colegio primario y secundario, y como en cualquier aula, había los que
mostraban más o menos interés, y por las tardes dábamos clases a los adultos
que quisieran”, cuenta Cañás, que por entonces tenía 24 años. “Después, también
dábamos clase por radio al ‘camp’, como ellos le dicen al campo, dos veces por
semana. ¡Por radio!”.
Paisaje nuevo
Hoy, no obstante,
para llegar desde el centro de Stanley –como todos llaman aquí a esta ciudad- a
la casa de las hermanas Cañás hay que pasar por tres hitos que en 1974 no
estaban allí. El primero, el busto erigido en honor a Margaret Tatcher, a quien
definen aquí como la “salvadora” de los isleños. El segundo, la calle Tatcher.
Porque sí, también tiene una calle. Y el tercero, el monumento erigido en
agradecimiento a los soldados británicos muertos en 1982, con todos sus
nombres. “En memoria de aquellos que nos liberaron”, pregona.
Pero aquellos eran
otros tiempos. El proceso de acercamiento había comenzado en 1968, pero se
aceleró en 1971, cuando el traslado al continente de un isleño por una
emergencia médica llevó a la firma del “Acuerdo de Comunicaciones” entre Buenos
Aires y Londres. En la práctica, marcó el inicio de un período de intercambio
comercial y cultural fluido y frecuente entre las islas y el continente. Hasta
que, en 1974, aterrizaron las hermanas Cañás.
“Desde la
Patagonia se enviaban frutas y verduras frescas a las islas, y los isleños se
atendían en los hospitales de Comodoro Rivadavia, donde los jóvenes iban a
estudiar”, rememoró Cañás. “Ahí es donde entramos nosotras”.
“Nosotras” son
ella y su hermana, Teresa, que trabajaba en el colegio Pilgrim’s de San Isidro,
y supo que el Gobierno argentino buscaba maestras que hablaran inglés para
enseñar español en las islas. “La llamaron a ella y durante el almuerzo en casa
lo planteó. Yo era estudiante de Fonoaudiología y de Historia, y venía de dar
una clase sobre la Isla de los Estados, así que le dije de sumarme”.
Postulación
conjunta
La postulación
conjunta fue decisiva para que las seleccionaran. “Buscaban a dos maestras, y
que fuéramos hermanas les garantizaba que tendríamos una buena convivencia
durante el año que pasaríamos en las islas, que no sería fácil”, cuenta
Fernanda Cañás, que con el retorno de la democracia se volcó al servicio
diplomático y llegó a ser embajadora en Marruecos, además de estar al frente de
la entonces Dirección General Malvinas y Atlántico Sur. “¡Pero por entonces ni
pensaba en el servicio exterior!”, aclara.
Tenía 24 años y
muchas preguntas sin respuesta. Como cuando el superintendente de Educación les
lanzó una frase enigmática al despedirlas. “No se olviden de llevar serrucho y
hacha”, les dijo, sin decirles por qué. “Ya lo sabrán allá”.
Mientras las
hermanas hacían las valijas, diplomáticos de la Argentina y el Reino Unido
buscaban una salida al laberinto de casi un siglo y medio. Analizaban cómo
concretar la “transferencia de la soberanía” dentro de un proceso global de
descolonización. Los isleños sentían que Londres les soltaba la mano. Y eso lo
percibían las hermanas Cañás.
“Muchos isleños no
podían vernos y el muy ‘anti’ se cruzaba de vereda si nos veía en la calle
-cuenta Fernanda- pero a los isleños tampoco les caían bien los ingleses, que
los miraban desde arriba. Era otra época, en la que el gobernador enviado por
la Corona británica era muy fuerte en las colonias”.
Con el gobernador,
el neocelandés Ernest Gordon Lewis, las hermanas mantenían una buena relación.
“Nos invitaba continuamente a las reuniones del Concejo, que era en el
gimnasio… ¡y la gente se colocaba enfrente!”, rememora entre risas. “Pero el
gobernador no aflojó y su esposa vino a tomar clases de español con nosotras.
Para mí, a pedido de su marido, como ejemplo para los isleños”.
Por allí pasaba
una de las claves de su año en las islas. El gobierno del Reino Unido reclamaba
el envío de maestras que enseñaran español, como forma de fomentar la
interacción entre los isleños y el continente. “Ellos [por las autoridades en
Londres] ponían nuestra casa y la turba; el Gobierno argentino, nuestro
salario”, sintetiza Fernanda.
Otros tiempos
Eran otros
tiempos, sí, al punto que el gobernador británico las sorprendió en julio de
1974. El presidente Juan Domingo Perón acaba de morir y el representante de la
Reina las convocó a una misa que se celebró en su memoria, junto a su esposa,
Jean Margaret Smyth, y todas las autoridades coloniales y locales presentes,
además de los nueve argentinos con funciones formales en esta ciudad. Entre
ellos, los de LADE (Líneas Aéreas del Estado), de YPF (Yacimientos Petrolíferos
Fiscales) y de Gas del Estado.
Sin embargo, la
muerte de Perón frustró la penúltima oportunidad en que ambos países estuvieron
muy cerca de acordar. El embajador británico en Buenos Aires, James Hutton,
llegó a entregarle un “non paper” –una propuesta no oficial- al canciller
Alberto Vignes para que ambas banderas flamearan en las islas, el gobernador
fuera designado de manera alternada por ambas naciones y el inglés y el español
fueron, ambos, idiomas oficiales. De allí, pues, la importancia de las hermanas
Cañás.
Los isleños
también comprendían que el camino iba en dirección al continente. Y así lo
recuerdan en folletos como “Nuestras islas; nuestra historia”, del Museo y
Fundación Nacional Islas Falkland, cuya copia obtuvo LA NACION, en la que junto
a una foto que evidencia el malestar isleño con las autoridades británicas,
explicita el contexto. “Las décadas de 1960 y 1970 fueron años de una presión
constante para los isleños. El Gobierno británico, que debería haberlos
protegido, parecía verlos simplemente como un problema que resolver y a la vez
no estaba dispuesto a invertir una cantidad de dinero considerable para hacerlos
autosuficientes”. Eso cambiaría tras la guerra de 1982 –y se extiende hasta
hoy-, pero en 1974 parecía una utopía.
Eran otros
tiempos. “No había televisión y el cine era una cinta que se pasaba con una de
esas máquinas viejas y grandotas, en la parroquia”, detalla Cañás. Muy distinto
de lo que ocurre en estos días. Por estos días, el cine Harbour Lights ofrece
Batman y otras tres películas.
Las hermanas
aprendieron a hilar en una rueca, cultivar nabos y tomates, y comprendieron por
qué las habían urgido a llevar serrucho y hacha. Uno era para destazar el medio
cordero que el carnicero les dejaba colgado de un gancho, dentro de una
fiambrera, en la parte trasera de la casita; la otra, para cortar la turba con
la cual luego calefaccionaban y cocinaban.
Por aquellos años,
el mayor desafío para la Argentina no era el gobierno británico, sino la
Falkland Islands Company (FIC, como se la conoce aquí), que ejercía un poder
casi monopólico sobre el archipiélago y se movía con astucia en Londres para,
lobby mediante, resguardar sus intereses. Pero la relación con los isleños
cambió con el paso de las semanas y los meses.
“Teníamos material
del Consejo Nacional de Educación, lo más avanzado posible, que ni siquiera
estaba en la Argentina, como los pizarrones magnéticos, y los isleños no podían
creerlo. ‘¿Así dan clases en la Argentina?’, preguntaban”, cuenta. “Dábamos
clases apoyados en una pedagogía más moderna, cuando a ellos los hacían repetir
y aprender de memoria”.
El paso de los
meses los llevó a acostumbrarse al lugar y forjar relaciones. Así fue como el
mismo viento que al principio llegaba a darles dolor de cabeza –” ¡y una vez me
tiró al piso!”-, luego pasó a un segundo plano. Y algunos rostros anónimos se
convirtieron en amigos que perduran. Como Phyllis Rendell, una isleña que daba
clases en la secundaria local, pasó por Arabia Saudita, volvió a las islas con
su marido, llegó a ser directora de Educación y dueña del Malvina House, un
hotel fundado en el siglo XIX, antes de venderlo todo y radicarse en la isla
Bleaker o María-, al este de la isla Soledad.
Hoy, casi medio
siglo después de forjar aquella amistad con Cañás, Rendell preside el comité
organizador de las celebraciones previstas por el 40 aniversario del
“Liberation Day”. Es decir, cuando las tropas argentinas capitularon, el 14 de
junio de 1982. Pero los cortocircuitos entre naciones no alteraron el vínculo
personal entre ellas. El afecto con Cañás perdura.
“Mi año en las
islas terminó en 1975 y nunca más volví. Como diplomática argentina, no podía”,
explica Cañás, a quien otras maestras reemplazaron allí, en períodos de un año,
hasta que en 1982 terminó todo. “Espero volver algún día. Muchos afectos siguen
allí”. Como diplomática, está convencida que ése es el camino. “Debemos ser
atractivos, estables, sin usar las Malvinas para uso de política doméstica,
sino pensando en nuestra política exterior”.