Carlos Daniel Lasa
Infocatólica, 12/09/22
Si existe una
fórmula que se repite hasta el cansancio en nuestros días es la que manifiesta
la necesidad de mantener una adecuada corrección política. Todo lo que ella no
avale queda cancelado. Es clara la visión maniquea que esconde: por un lado, se
sitúa todo lo bueno; por el lado contrario, todo lo malo.
Por eso quiero que
nos preguntemos: ¿cuál es la naturaleza de esta corrección política?, ¿que la hace,
supuestamente, buena, de un modo exclusivo y excluyente?
Su bondad surge de
su propia raíz constitutiva. En efecto, la pretensión es la de llevar a la
humanidad a un estado de felicidad plena, liberándola de las represiones,
imposiciones y discriminaciones. Si bien el mundo es defectuoso ‒piensan los
canceladores‒ sin embargo, puede corregirse y llegar a ser perfecto mediante la
acción humana (Cfr. Eric Voegelin. Las religiones políticas. Madrid, Editorial
Trotta, 2014, p. 33).
Para esto será
necesario operar una «ingeniería social» que alumbre a un hombre y una sociedad
completamente nuevos. Obviamente, deberá destruirse la civilización
judeo-cristiana-greco-romana que ha sido la causa de todas las desventuras de
Occidente. Está de más señalar que esta acción salvadora solo podrá ser llevada
a cabo por este grupo de iluminados/canceladores, quienes conocen los medios
óptimos para liberar al género humano (Cfr. ibidem, pp. 21-22).
Desde esta
perspectiva, el obstáculo que no está dejando al hombre ser libre y feliz en
este mundo es la ausencia de libertad. Y la ausencia de libertad tiene como
principal obstáculo a ese orden supremo que existe antes de toda decisión
humana. En este caso, al subordinarse a un orden ajeno a su voluntad, el hombre
no puede reinventar ni al mundo en el que vive ni tampoco reinventarse.
Para esta versión
revolucionaria es preciso sustituir la búsqueda de la metafísica (de la
racionalidad interna de lo real, del primado de la teoría, de un orden anterior
a nuestro querer) por la instauración de una meta-humanidad. Ella está
caracterizada por la recuperación de aquellos poderes que el hombre perdió a
raíz de las diversas alienaciones a los que fue sometido por una cultura que
giraba en torno al Logos.
Marx, en Los
manuscritos económicos-filosóficos, concibió la existencia de un hombre
absolutamente desvinculado cuando sostuvo que un ser no puede considerarse
independiente si no es dueño absoluto de sí mismo. Y solo lo es cuando su
propia existencia se debe a sí mismo. (Cfr. Carlos Marx, Manuscritos económico-filosóficos.
México, Fondo de Cultura Económica, 1970, 3a reimpresión, III, pp. 146 y
148).
Comenta Eric
Voegelin al respecto: «El asesinato de Dios tiene que hacerse especulativamente
retroactivo. Esta es la razón de que el ‘ser-por-sí-mismo’
(Durchsichselbstsein) del hombre sea el punto principal de la gnosis de Marx.
Marx consigue su base especulativa explicando la naturaleza y la historia como
un proceso por medio del cual el hombre se crea a sí mismo, hasta llegar a su
grado más alto de desarrollo. El asesinato de Dios, entonces, pertenece a la
esencia misma de la recreación gnóstica del orden del ser.» (Cfr. Eric
Voegelin. Las religiones políticas. Op. cit., p. 107).
Transformar la
realidad es el imperativo de los nuevos salvadores del hombre y del mundo. De
allí la tesis XI de Marx sobre Feuerbach y el cambio epistemológico sufrido por
la filosofía: de la comprensión de la realidad se ha pasado a su acción
transformadora. Al hombre ya no le interesa la verdad (que lo esclaviza), sino
cambiar el mundo de acuerdo al diseño que los ideólogos de turno hayan trazado.
¿Cómo es este
diseño antropológico? Debemos observar, en primer lugar, que el referido diseño
ya no puede confrontarse con una realidad que pueda acreditar su verdad.
Ciertamente, si la verdad ha dejado de importar al hombre, y este se ocupa solo
del operar sobre la realidad, ya no existen guías para determinar si esa acción
resulta beneficiosa para sí mismo y la civilización.
Quizás, el único
criterio que puede quedar en pie, luego de la disolución de la verdad, es el de
la eficacia histórica, que es como decir: «aquello en lo que convenimos, que se
impone y que vale».
Y surge la
pregunta: ¿cómo podremos alejarnos de la fuente de todos los males, constituida
por un poder opresivo que existe ab initio (patriarcado, religión, Logos, etc.)
y que no nos deja ser libres? El hombre podrá liberarse haciendo uso del
dominio: las relaciones entre los hombres pasan a ser, estrictamente,
transacciones de poder.
Pero volvamos a la
pregunta, molesta, por cierto, pero insoslayable. Si la verdad ha sido
definitivamente abandonada, ¿cómo podré calificar como valioso, verdadero o
bueno a determinado poder?
La respuesta no
puede residir más que en la decisión. Y la decisión concibe al hombre como un
ser absolutamente desvinculado, al modo del Único de Marx Stirner. No se
necesita ninguna justificación racional por cuanto en el principio no
encontramos un Logos. En el principio solo está el arbitrio, el puro querer, el
poder.
Pues bien,
habiendo destronado todo orden objetivo, toda visión universal, toda verdad, el
objeto del querer se centra en la propia pretensión de cada yo subjetivo. Y es
sabido que un sujeto que no ejercita sus facultades espirituales en orden a
objetos universales, es fácil presa de sus deseos y pasiones más rastreros.
El actual discurso
políticamente correcto descansa en una decisión inicial que ha tomado partido
por un yo desvinculado al que es necesario complacer a como dé lugar. Todo lo
que le recuerde al hombre que es un ser vinculado, que tiene deberes para con
Dios, la patria o el prójimo, se torna una instancia negadora de su felicidad:
solo estando desligado puede ser enteramente feliz.
De allí la
necesidad de cancelar, utilizando diversos medios, todo pensar que perfore los
cimientos de la nueva ideología totalitaria. La conexión entre la libido
dominandi (voluntad de dominio) de los nuevos canceladores, el sistema al que
dan origen y la prohibición de hacer preguntas es esencial (Eric Voegelin. Il
mito del mondo nuovo. Saggi sui movimienti rivoluzionari del nostro tempo.
Milano, Rusconi, 1976, 2ª edizione, p. 105).
Jorge Soley
refiere, citando al filósofo italiano Augusto Del Noce, que ha nacido el
conformismo de cancelar determinadas preguntas. Las preguntas que cuestionen el
nuevo paradigma totalitario deben ser expulsadas del debate público y
catalogadas de «tradicionalistas», «reaccionarias», «antimodernas», hasta
llegar a rotularse, en un exceso de mal gusto, de «fascistas» (Cfr. Manual del
buen ciudadano para comprender y resistir a la cultura de la cancelación.
Madrid, ACdP, 2022, p. 34).
El debate público
se ha convertido en un desierto. La vigilancia sobre las preguntas se ejerce de
modo férreo y quien ose formularlas, puede verse excluido completamente de la
sociedad civil.
Por eso es
necesario resetear las mentes de los ciudadanos no solo a través de una
reescritura de la historia, sino también con el empobrecimiento del lenguaje y
el olvido del pensamiento de los clásicos. Esta ideologización de la existencia
humana no admite discusión alguna: debe ser asumida in totum y sin
cuestionamiento alguno. Y el pensar, precisamente, constituye un acto de
sabotaje que debe ser duramente castigado.
Es preciso limar
los cerebros para articular a un hombre desarraigado. En definitiva, es llevar
a cabo aquello que afirmaba Max Stirner: «¡Fuera entonces toda causa que no sea
entera y exclusivamente la mía! Mi causa, me dirán, debería ser, al menos,
la «buena causa». ¿Qué es lo bueno, qué es lo malo? Yo mismo soy mi causa, y
no soy ni bueno ni malo; esas no son, para mí, más que palabras. Lo divino
mira a Dios, lo humano mira al hombre. Mi causa ni es divina ni humana, no es
ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío, no es
general, sino única, como yo soy Único. Nada está por encima de mí». (Marx
Stirner, El Único y su Propiedad. Bs. As., Editorial Reconstruir, 2007, p.
15). Y casi al final de su libro, expresa: «Yo soy el propietario de mi poder,
y lo soy cuando me sé Único. En el Único, el poseedor vuelve a la nada
creadora de la que ha salido. Todo ser superior a Mí, sea Dios o sea el
Hombre, se debilita ante el sentimiento de mi unicidad, y palidece al sol de
esa conciencia. Si yo baso mi causa en Mí, el Único, mi causa reposa sobre su
creador efímero y perecedero que se consume a sí mismo, y Yo puedo decir: Yo
he basado mi causa en Nada (Ibidem, p. 371).