el símbolo del deísmo
P. Dwight
Longenecker
Infocatólica, 12/09/22
La providencia
quiso que yo estuviera en Inglaterra en el momento de la muerte de la reina
Isabel II y la ascensión del rey Carlos III. De hecho, estaba en un ferry que
cruzaba el canal en el momento de su muerte y mi amigo Gavin Ashenden me
comunicó la noticia a mi llegada a Caen. Gavin es un antiguo capellán de la
Reina, así que los dos días siguientes de mi visita con él estuvieron
salpicados de solicitudes de entrevistas de medios de comunicación de todo el
mundo... ¡a Gavin, no a mí!
A mi regreso a
Inglaterra, el domingo, vi la interminable cobertura televisiva del
fallecimiento de la Reina y la ascensión del Rey Carlos y me recordó los
aspectos positivos de la monarquía. Es bueno para un país tener un jefe de
Estado que proporcione un símbolo estable y centrado de la nación. La Reina
Isabel lo hizo con una vida personal que abarcó la Segunda Guerra Mundial y la
llegada de la verdadera modernidad. Ella proporcionó un vínculo con el pasado,
y el Rey Carlos ofrecerá la misma continuidad. Nuestro propio sistema -en el
que el presidente ejerce de jefe de Estado- es inestable en comparación y se
basa con demasiada frecuencia en un sistema electoral que parece atado a la
vulgaridad de los famosos y a un concurso de popularidad del mínimo común
denominador. El hecho de que esto arroje a los candidatos más inadecuados,
egoístas, superficiales e incompetentes parece obvio en nuestra actual cosecha
de aspirantes a la presidencia.
Un líder refleja
invariablemente la nación que dirige, encarna los valores del pueblo, los
tipifica y los magnifica. Creo que, de forma misteriosa, el líder también
ejemplifica las creencias del pueblo -especialmente de forma subconsciente- y
cuanto más laxas sean sus creencias religiosas y estén por debajo de la
superficie, más las reflejará el liderazgo: Es decir, tenemos los líderes que
nos merecemos.
Por lo tanto, me
resultó interesante escuchar al rey Carlos prestar el juramento de defender la
Iglesia de Inglaterra. Utilizó las palabras tradicionales, pero ¿qué significan
realmente en la práctica? ¿Qué está apoyando y defendiendo? La Iglesia de
Inglaterra se encuentra ahora en un estado tan lamentable -carcomida por el
wokismo, el feminismo y el homosexualismo-, una sombra de lo que fue, minada
por la división interna, la herejía generalizada y la espantosa incompetencia a
nivel jerárquico.
De hecho, el rey
Carlos III defenderá exactamente esa forma de cristianismo que la Iglesia de
Inglaterra observa ahora como un nuevo tipo de ortodoxia, es decir, el deísmo
moralista y terapéutico. ¿Qué clase de monarca podemos esperar de Carlos III?
Uno que sea moralista, es decir, respetable. La Iglesia de Inglaterra, al igual
que la monarquía, es ante todo el pilar de la respetabilidad del establishment.
Esta cómoda moral tiene poco que ver con la genuina e histórica moral cristiana
y todo que ver con encajar, ser un buen ciudadano, obedecer las reglas de
respetabilidad, en resumen, ser una persona agradable y tolerante que no hace
olas ni causa problemas. No es para ellos el fuego de los profetas ni las penas
del martirio. Para esta iglesia, la moralidad significa seguir la corriente,
adaptarse y adoptar el espíritu de la época.
Junto con esta
falsa moralidad del rey Carlos y su iglesia está el segundo aspecto de esta
impía Trinidad: el terapéutico. La Iglesia de Inglaterra, junto con su nueva
cabeza, seguirá defendiendo un tipo de activismo que quiere hacer algo: el
sentimentalismo vulgar y autoindulgente de querer hacer del mundo un lugar
mejor. Casi no importa lo que sea, pero debe ser una causa que (si no es digna)
pueda hacerse parecer digna (y de hecho indispensable) por la gente de
relaciones públicas. Puede ser ayudar a los jóvenes desempleados a encontrar
una carrera, puede ser resolver los problemas climáticos o ser amable con las
personas LGBTQ o construir pequeños hogares para las ancianas: este bien debe
ser público y notorio. La terapia para los individuos y para las instituciones
y el mundo es lo que nos dirá la religión.
Ahora bien, la
verdadera moralidad y la mejora de la vida de las personas es algo que merece
la pena, pero en realidad no es la religión. Es algo que las personas
religiosas deberían hacer. La religión, en cambio, es el encuentro de la
humanidad con lo trascendente. Es la zarza ardiente, el valle de los huesos y
los carros de fuego. Es la mística de los mártires, la pasión de los santos y
los milagros del desierto. Es las noches de insomnio de las visiones, el encuentro
con Dios, la visión sacramental y la fe de los niños.
Finalmente, el rey
Carlos III es el símbolo máximo del Deísmo. El deísta cree en Dios, pero su
dios no hace nada. Es un monarca celestial adormecido, que se contenta, como
Carlos III, con mantener la boca cerrada, disfrutar de los palacios y las
prebendas celestiales y quizás estar allí de vez en cuando para alguna que otra
aparición ceremonial. Los informativos no dejan de subrayar que Carlos tendrá
que cambiar de marcha para su nuevo papel. Se acabó el activismo
bienintencionado, las notas personales reprendiendo a los ministros del
gobierno y convocando reuniones con los burócratas que se portan mal. Ahora, al
igual que su madre, deberá contentarse con las sonrisas educadas, los apretones
de manos diplomáticos, los photocalls y el gran esfuerzo de mantener la boca
cerrada.
Le deseo lo mejor
en esta difícil empresa. Sin duda, como él apoya a la Iglesia de Inglaterra,
ellos también lo apoyarán a él, ya que juntos luchan por vivir el falso cristianismo
del deísmo moralista y terapéutico. Esta lucha está condenada en última
instancia, por supuesto, porque, como dice San Pablo, «tiene la forma de la
piedad, pero niega su poder». Es una mera obra de manos humanas: el arrianismo
y el pelagianismo de nuestros días.