La misión de
Grabois y compañía a Lago Escondido no generó nada en la opinión pública, señal
de que el relato está totalmente acabado.
Javier Boher
Alfil, 28-12-22
Hay un cambio de época
que se nota desde hace bastante tiempo pero que muchos eligen no ver. Quizás no
es un tema de elección, sino más bien de imposibilidad. No pueden ver lo que
está pasando adelante suyo, lo que intensifica su decadencia.
Hace ya varios
años la derecha conservadora y delirante de los círculos más extremos empezó a
robarse una idea con la que la izquierda se fue haciendo fuerte a lo largo de
décadas de insistencia y machaque: la batalla cultural. Ésta es una versión
libre del planteo de Antonio Gramsci de que hay que cambiar las formas de
pensar para asegurarse de que los cambios en la base económica de la sociedad
sean duraderos.
No pretendo acá
desarrollar una clase sobre el italiano, pero esa pequeña parte de su
pensamiento fue la que lo convirtió en una figura omnipresente en los primeros
dosmiles. De golpe era una especie de dios intelectual para una izquierda que
venía postergada por el neoliberalismo de los ‘90, aunque sembrando sus
semillas bajo esa premisa de pelear por el sentido común.
Todavía recuerdo
cursar Sociología de la Cultura, un seminario intensivo de bibliografía
marxista que encontraba mil matices a la hora de definir “ideología” pero que
no tenía nada para decir sobre las culturas opresivas de las sociedades no
occidentales. Todo el tiempo la misma historia, el mismo foco en ver lo malos
que eran los que habán construido el mundo en el que crecimos.
Hace más de una
década esa pequeña derecha sectaria empezó a meter todo en la misma bolsa, con
teorías conspirativas que simplificaban cosas más bien complejas de la vida
cotidiana, estableciendo relaciones causales donde ni siquiera había relaciones
que no fuesen imaginarias. Todo se blanqueaba, según ellos, siguiendo los
lineamientos de los postulados gramscianos para encarar la batalla cultural.
Esa pelea por el
sentido común le fue dando algunos resultados a todo lo que no pudiese ser
catalogado de kirchnerismo. Lo que empezó tímidamente a definirse por oposición
fue poco a poco definiendo sus contornos para dar otra imagen de solidez.
Si en 2015 estaban
todos juntos apoyando a Cambiemos, para 2019 ya había una fragmentación clara
que empujó a que aparezcan dos o tres alternativas más a la derecha de Juntos
por el Cambio. Esa derecha minoritaria seguía sin poder real, pero ya no era tan
pequeña como parecía. El fenómeno libertario no dejó de crecer desde entonces,
con una idea de libertad equivalente a la básica imagen del socialismo que
tiene el kirchnerismo.
El kirchnerismo
sigue empecinado en sostener sus banderas, pero no se da cuenta de que está
perdiendo la batalla cultural. Sus acciones no conmueven a nadie, salvo a los
que se comprometen dogmáticamente con ese ideario perimido.
Ayer se viralizó
la foto de Juan Grabois y un par de militantes -del tipo que cobra un cheque
del Estado cada 29 de mes- en Lago Escondido, propiedad del millonario Joe
Lewis, amigo de Macri, denunciado por cerrar el acceso al lago y dueño del
establecimiento en el que se denunciaron reuniones entre responsables de la
justicia, el mundo empresarial y los medios.
Lo que hace 20
años hubiese sido vivido como el Operativo Cóndor que secuestró un avión y voló
hasta Malvinas, hoy es apenas una usurpación más de parte de los peludos que
adhieren al gobierno nacional. No genera simpatía en nadie, más allá de la importancia
que pueda tener para ciertos sectores del nacionalismo de todo el arco
ideológico.
Quizás el haber
insistido tanto tiempo con las tomas de los falsos mapuches en estancias de la
Patagonia y con que todo lo malo era culpa de “la derecha” que oprimía a los
pueblos locales hizo que ya nadie les crea esos argumentos. Si, qué emotivo ver
lo mal que vivía esa gente cuando Pino Solanas sacó “Memoria del Saqueo” hace
dos décadas, pero si no se hizo nada en ese tiempo la cuestión se termina
diluyendo.
No es que se
termina la indignación por las prerrogativas de unos sobre otros ni el enojo
por la mala administración de las cosas, sino que se termina el relato de que
solamente en un lado están los únicos que pueden resolver el problema. Ahí es
donde el kirchnerismo perdió la batalla cultural.
Definitivamente a
Milei no le importa lo que pueda pasar en Lago Escondido fuera de su básica
receta de “si la compra es legal, que haga lo que quiera”. Lo importante es
todo lo que la gente deriva a partir de su decálogo elemental de liberalismo
para púberes, una visión incompleta y burda de las verdaderas implicancias de
la defensa de la libertad.
Esa es la batalla
cultural que los libertarios le han ganado al kirchnerismo, esa capacidad de
que la gente llene los espacios vacíos de la situación sin tener que exponer a
los referentes a armar complejas justificaciones para ello. El relato
libertario es un ente vivo y en expansión que le sigue comiendo gente a un
relato kirchnerista cada vez más estructurado y dogmático.
A Grabois y
compañía solo les faltaba el San Bernardo para mostrarse como la promoción ‘97
del Nacional Buenos Aires celebrando 25 años de egresados. Son apenas una
estudiantina de empleados estatales que pisan los 40 pero viven de papá Estado
de modo análogo a como buena parte de los adolescentes libertarios todavía
depende de padres que laburan 60 horas semanales para que él crea que la vida
es quejarse en redes contra lo que no les gusta.
En redes la movida
despertó más burlas que adhesiones. Ese es el cambio de época que los que se
creen actuar con épica no perciben. Perdieron la batalla por el sentido común,
al punto de que hay más jóvenes esperando por ver palos de parte de los
guardias de Lewis que una foto patriotera de un grupo de gente que no les
genera nada.