Pueblo Pilagá: memoria
y presente de un genocidio
Por Valeria
Mapelman*
* Autora del libro
"Octubre Pilagá, memorias y archivos de la masacre de La Bomba"
(2015)
Agencia tierra viva,
octubre 28, 2020
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Según la demanda,
habrían sido asesinados 500 pilagás, pero el equipo forense que investigó por
orden del magistrado sólo encontró
restos de 27 cadáveres compatibles con el hecho denunciado. Tampoco existen
evidencias de que haya sido un acto deliberado, dispuesto por el gobierno
nacional.
Lo verificado es
que, en la primavera de 1947, cientos de familias pilagás se reunieron en La
Bomba (Formosa), atraídas por un sanador llamado Tonkiet (Luciano Córdoba), que
curaba sin cobrar con el poder de la Biblia. Como era un paraje cercano al
Escuadrón 18 de Gendarmería, funcionarios de la Dirección de Protección al
Aborigen intentaron infructuosamente desalojarlos, comenzando luego la represión
de la fuerza de seguridad.
Es curioso que el periodista Marcelo Larraquy, que escribió sobre el tema, no mencione al sanador Tonquiet, verdadero origen del desorden que originó la represión.
http://www.foroazulyblanco.blogspot.com/2023/01/rincon-bomba.html
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En 1947 varias
familias vivían en el paraje de La Bomba, cerca del pueblo de Las Lomitas
(Formosa), entre ellas la del cacique Oñedié y las de Maliodi´en (Julio
Quiroga) y Setkoki´en (Melitón Domínguez), dos niños que trabajaban en la
cocina del escuadrón 18 de Gendarmería Nacional. En aquellos tiempos, el
Territorio Nacional de Formosa, espacio fronterizo por excelencia, era
patrullado por escuadrones que ocupaban los antiguos edificios que el Ejército
de Caballería había utilizado en la llamada “Campaña al Desierto Verde”, cuyo
objetivo era apropiarse de la región y controlar la mano de obra. Desde la
consolidación del Estado nación hasta mediados del siglo veinte, las masacres
no se detuvieron. Tampoco la resistencia de los pueblos indígenas.
La matanza pilagá
de 1947, conocida como “Masacre de Rincón Bomba”, sucedió en un período en que
protección y justicia social eran ideales fundamentales y circulaban con fuerza
a través de la propaganda política. En 1946, Juan Domingo Perón había llegado a
la presidencia, y los pilagá eran sobrevivientes del proceso de ocupación. Y,
ya convertidos en obreros de las industrias, no eran ajenos a esos ideales.
A fines de septiembre, un sanador pilagá llamado
Tonkiet, Luciano Córdoba en castellano, se instaló en el paraje de La Bomba, y
cientos de personas comenzaron a llegar desde distintos puntos del territorio
para conocerlo. El lugar se pobló de niños, jóvenes, ancianos y líderes que
siguiendo antiguas tradiciones observaban los fenómenos naturales, el
comportamiento de las aves e interpretaban los sueños.
Tonkiet no era un líder tradicional. Había construido
su prestigio combinando prácticas antiguas y nuevas y utilizaba la Biblia en
sus sesiones de sanación. Sus seguidores levantaron en La Bomba una plataforma
circular, donde Tonkiet subía a los enfermos para curarlos. Todas las tardes
los cantos y los tambores se escuchaban hasta la madrugada, mientras la vida en
el poblado “blanco” de Las Lomitas se trastocaba con el bullicio y la circulación
de cientos de personas. El espacio donde se había levantado la corona crecía en
importancia política y se convertía en una nueva marca territorial.
En distintas
ocasiones los comandantes del escuadrón enviaron gendarmes para intentar
desalojar a la multitud con estrategias inútiles. Durante la primera semana de
octubre de 1947, requisaron viejas escopetas y machetes. Luego la Dirección de
Protección al Aborigen, dependiente de la Secretaría de Trabajo y Previsión,
envió a Abel Cáceres, administrador de las Colonias Aborígenes, a negociar el
desalojo y traslado de las familias.
Cáceres
administraba dos colonias estatales creadas para la segregación y
transformación de los pueblos del Gran Chaco, cuya función era la de concentrar
a los sobrevivientes de la violencia militar, hacerlos abandonar su religión,
la pesca y la caza, y hasta cambiarles sus nombres tradicionales, para
convertirlos en trabajadores agrícolas.
Con la
colaboración de la Iglesia, los niños y los ancianos eran puestos en internados
para impedir la trasmisión de la memoria y la cultura familiar. Este proceso es
denominado en la jerga jurídica actual como etnocidio.
Los pilagá
conocían el régimen de las colonias, por eso se resistieron a ser trasladados.
El 10 de octubre de 1947 por la mañana, el gendarme Américo Londero advirtió a
los niños que trabajaban en la cocina que había llegado la orden de reprimir.
Los niños corrieron a avisar a sus familias. Algunos escaparon, pero otros no
creyeron que algo malo pudiera ocurrir y permanecieron en La Bomba.
A las seis de la
tarde los gendarmes al mando de Emilio Fernández Castellanos apuntaron
ametralladoras pesadas y fusiles contra un grupo que los enfrentaba con biblias
en las manos. José Aliaga Pueyrredón, segundo comandante, los rodeó con sus
efectivos y se iniciaron los fusilamientos.
La causa judicial,
caratulada "Federación del Pueblo Pilagá c/Poder Ejecutivo Nacional
s/daños y perjuicios", dejó acreditado que la orden de reprimir fue dada
desde el más alto nivel ministerial. La masacre fue ejecutada por la
Gendarmería Nacional bajo las órdenes del ministro de Guerra y Marina, Humberto
Sosa Molina, con la conformidad de Ángel Borlenghi, ministro del Interior. Se
extendió hasta fines de octubre y no solo incluyó un desalojo violento y fusilamientos,
sino también violaciones, desapariciones, traslados forzados, torturas, fosas
comunes y reducción de los sobrevivientes en colonias.
Ketae (Azucena
Camacho) atestiguó que tres ancianos fueron capturados y atados a un árbol para
prenderles fuego. Ni´daciye (Solano Caballero) recordó que mientras huían, un
“chico grandecito se murió de hambre y tuvimos que dejarlo ahí nomás, en el
monte, sin enterrarlo”. Ramón Rosa Galván, criollo de Pozo del Tigre, vio como
un gendarme le disparó en la cabeza a una criatura que quedó en el suelo
después del tiroteo. Noenolé, una niña de doce años, fue violada por Aliaga
Pueyrredón. El anciano Kaziemin y una niña de 14 años fueron fusilados cerca de
Navagán.
Otros testimonios
prueban que grupos completos de familias fueron asesinados en la huida que se
extendió hasta fines de octubre. Según el informe del Equipo de Investigación
Científico Forense, encabezado por el licenciado en criminalística Enrique
Prueger, se estima que fueron asesinadas cientos de personas, de las cuales
muchas continúan desaparecidas.
Un documento del
Ministerio de Guerra, fechado el 16 de octubre de 1947, informó que un avión
despegó desde Buenos Aires y aterrizó en Resistencia, donde le colocaron una
ametralladora y fue abordado por Julio Cruz Villafañe, comandante de la zona
norte. Luego sobrevoló Formosa y disparó sobre las familias que huían. En ese
mismo documento, se menciona a quince “aborígenes muertos” en un supuesto
enfrentamiento. Años más tarde, Carlos Smachetti (piloto de la Fuerza Aérea) y
Leandro Santos Costas (ex gendarme que participó del fusilamiento y
desaparición de quince personas ), fueron procesados por esos hechos en base a
la documentación del Ministerio de Guerra.
A fines de
octubre, el cacique Oñedié y Tonkiet fueron capturados y trasladados a las
colonias aborígenes, donde trabajaron durante un año. En el internado de la
Colonia Bartolomé de las Casas se separó a niños y niñas de sus padres. La
abuela Qadeite (Rosa Palomo) contó que su madre forcejeó con las monjas para
que no le quitaran a su pequeño hijo.
Entre el 11 y el
14 de octubre de 1947, los diarios de la ciudad de Buenos Aires reprodujeron el
relato de un “malón indio” para justificar la masacre. La connivencia de los
periódicos de la época fue fundamental para ocultar el genocidio.
Siglo XXI
La responsabilidad
de diferentes fuerzas militares, instituciones religiosas y organismos civiles
fue probada en el juicio que la Federación Pilagá lleva adelante contra el
Estado nacional. En julio de 2019, el juez federal Fernando Carbajal sentenció
que se trató de un “delito de lesa humanidad” y ordenó medidas de reparación.
El Estado nacional debe invertir en obras que determine el pueblo originario,
otorgar becas estudiantiles por diez años, fijar la fecha de la masacre en el
calendario escolar y construir un monumento recordatorio, entre otras acciones.
Las acciones
criminales ocurridas entre octubre de 1947 y julio de 1948 se ajustan a la
definición de genocidio desarrollada por el jurista Raphael Lemkin y, al mismo
tiempo, se diferencian de los crímenes de lesa humanidad juzgados en Argentina,
porque las víctimas pertenecen claramente a un grupo “étnico” determinado.
Los campos de
exterminio nazi, los sótanos de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el
Estadio Nacional de Chile o los suburbios de Ruanda nos mostraron que en todo
tiempo y lugar puede nacer el germen del exterminio. Sin embargo, la Federación
Pilagá y su abogada Paula Alvarado enfrentan muchas dificultades para probar la
tipificación del delito en el ámbito judicial.
Por otro lado,
sigue sorprendiendo que la sociedad no indígena de Argentina, que ampliamente
reconoce y rechaza las prácticas genocidas de la última dictadura
cívico-militar, no logre hermanarse con las víctimas de torturas y
desapariciones en otras geografías y momentos históricos.
Quizás esta
dificultad se deba a que el proceso genocida contra el mundo indígena no
ocurrió en un solo periodo de tiempo y en un mismo lugar, sino que es un
proceso de larga duración, extendido geográficamente y silenciado durante
siglos.
El Estado
argentino nació de este proceso. Y las dificultades para comprenderlo también
se acrecientan por las complicidades de gran parte de la prensa y la academia
que con su negacionismo siguen dañando el justo reclamo de memoria, verdad y
justicia del Pueblo Pilagá.
El juez Fernando
Carbajal, en su sentencia del 4 de julio de 2019, cuestiona que el Estado
argentino y sus funcionarios de derechos humanos se han mostrado “impávidos
frente al reclamo de justicia de los pueblos originarios que no solo debieron
esperar décadas para que los hechos pudieran ser investigados y exhibidos, sino
que aun ahora siguen siendo ignorados”.
Carbajal consideró
la masacre como parte de un proceso complejo de violencia que incluyó el
encierro y la explotación en colonias. Tomó como precedente los casos de
“desapariciones forzadas" de la última dictadura y consideró que estas
desapariciones de miembros del Pueblo Pilagá son crímenes imprescriptibles, por
constituir una "conducta ilícita continuada" de "carácter
permanente", y por tanto deben ser reparados.
También detalló
que debido a la violencia que se ejerció contra este pueblo, se suspendieron
todos sus derechos a “decidir libremente sobre sus vidas” mediante diversas
acciones realizadas “sin control judicial". Afirmó que el silenciamiento
de los crímenes, acreditados en los documentos oficiales, y la destrucción de
los cuerpos por medio del fuego demuestran “el carácter ilegal de los actos realizados”.
En 1947, dice el
juez, “el Estado desmanteló todo atisbo de organización de los pueblos
originarios, en particular de la etnia pilagá, a la cual redujo a un estado de
virtual servidumbre”. Respecto del único documento que informa un supuesto
enfrentamiento, del día 16 de octubre y que da por resultado “quince aborígenes
muertos”, Carbajal señala textualmente: “Queda exteriorizada la absoluta
prescindencia de los agentes estatales respecto al Estado de derecho, pues no
se referencia la existencia de acciones judiciales tendientes a establecer la
responsabilidad de los sujetos supuestamente involucrados (…) aunque se
reconoce fueron ultimados por las fuerzas federales". Y concluye: "La
Constitución Nacional y las leyes no regían en La Bomba y el centro oeste del
territorio, convertido de hecho en un territorio de persecución contra los
integrantes de la etnia sin límites jurídicos".
La sentencia por
la Masacre de La Bomba sienta un precedente al valorar los testimonios de hijos
e hijas de sobrevivientes como “pruebas directas de la memoria colectiva de un
pueblo con identidad étnica y cultural preexistente a la Nación Argentina”. Sin
embargo, el juez optó por encuadrar legalmente a la masacre como un crimen de
lesa humanidad y no como un genocidio, sin reparar integralmente a las
víctimas.
La Federación
Pilagá apeló estos puntos de la sentencia y solicitó que se reconozca la
masacre como un crimen de lesa humanidad en el marco de un genocidio, que se
reconsidere el monto y numero de becas estudiantiles otorgadas en la sentencia
de primera instancia, e insiste en la importancia del resarcimiento colectivo
(ya que dos abogados que representan solo a dos personas apelaron la decisión
del juez y reclaman indemnizaciones individuales". En febrero de 2020, la Cámara de Apelaciones de Resistencia (Chaco)
hizo lugar al planteó del Pueblo Pilagá, modificó el fallo de primera instancia
y reconoció que lo ocurrido en Rincón Bomba fue "genocidio".
La lucha continúa.
* Autora del libro
"Octubre Pilagá, memorias y archivos de la masacre de La Bomba"
(2015).
Corrección: Nancy
Piñeiro