CON MOTIVO DEL DÍA INTERNACIONAL DE CONCIENCIACIÓN
SOBRE LA PÉRDIDA Y EL DESPERDICIO
DE ALIMENTOS
2023
A Su Excelencia
el señor Qu Dongyu
Director General
de la FAO
Excelencia:
Gracias por
haberme dado la oportunidad de dirigirme y saludar cordialmente a todos los que
participan en este encuentro con motivo de la celebración de esta Jornada
Internacional.
Son los pobres y
necesitados de este mundo, que recogen de la basura los alimentos que otros
altaneramente derrochan y por los que ellos suspiran, los que hoy tienen fijos
sus ojos en esta asamblea. Son los jóvenes los que nos reclaman abiertamente
que erradiquemos de una vez por todas los perniciosos efectos que la pérdida y el
desperdicio de alimentos causan a las personas y al planeta, al tiempo que nos
piden una mayor sensibilización, de modo que no se repitan prácticas tan
perjudiciales y dañinas.
Sin embargo, y por
desgracia, la plaga de la pérdida y del desperdicio de alimentos es tan
alarmante y funesta como la tragedia del hambre que tan cruelmente aflige a la
humanidad. Cito estos dos dramas juntos porque los considero unidos por una
única raíz de fondo: la cultura imperante que ha llevado a desnaturalizar el
valor del alimento, reduciéndolo a mera mercancía de intercambio. A esto se
añade la indiferencia general hacia las personas indigentes, tan palpable en la
actual coyuntura, así como el escaso cuidado que se otorga a la creación, con
las nocivas consecuencias que ello acarrea por doquier. Todas estas actitudes,
que pueden considerarse enraizadas en el egoísmo humano, llevan por un lado a
que muchos se desprendan irresponsable e inmoderadamente de bienes primarios y,
por otro, a no indignarse viendo que todavía hay multitud de personas que no
disponen de lo necesario para vivir. Un egoísmo que se traduce, además, en la
vigente lógica del lucro que regula las relaciones sociales y en la explotación
irracional y voraz de los recursos naturales.
Todos debemos
convencernos de la urgencia de un cambio radical de paradigma, porque ya no
podemos limitarnos a leer la realidad en clave económica o de insaciable
ganancia. La alimentación tiene un fundamento espiritual y su correcta gestión
implica la necesidad de adoptar comportamientos éticos. Cuando hablamos de
alimentos, debemos considerar el bien que más que cualquier otro asegura la
satisfacción del derecho fundamental a la vida y base del digno sustento de
cada persona. Por tanto, debe tratarse respetando la sacralidad que le es
propia, derivada de la sacralidad primaria de cada persona, y que le es
reconocida por muchas tradiciones, culturas y religiones.
Recordémoslo
siempre: la comida asegura la vida y nunca puede considerarse un problema. De
hecho, es la existencia de cada persona la que sirve de propósito y estímulo
para mejorar nuestro trabajo diario. Por lo tanto, no podemos continuar
aludiendo al crecimiento de la población mundial como la causa de la
incapacidad de la tierra para alimentar suficientemente a todos, porque en
realidad la verdadera razón que subyace a la proliferación del hambre en el
mundo está en la falta de una concreta voluntad política de redistribuir los
bienes de la tierra, de manera que todos puedan disfrutar de lo que la
naturaleza nos da, y en la deplorable destrucción de alimentos en función del
beneficio económico.
El despilfarro
alimentario, una de las formas más graves de generar residuos, muestra asimismo
un arrogante desprecio por todo lo que, en términos sociales y humanos, se
halla tras la producción alimentaria. Tirar alimentos a la basura significa no
valorar el sacrificio, el trabajo, los medios de transporte y los costes
energéticos empleados para llevar a la mesa comida de calidad. Significa
desdeñar a cuantos se esfuerzan cotidianamente en el sector agrícola,
industrial y de servicios para proporcionar unos alimentos que, perdiéndose o
acabando dilapidados, no alcanzaron su loable fin.
¿Cómo poner fin a
la pérdida y al despilfarro de alimentos? Para lograr este noble objetivo es preciso
invertir recursos financieros, aunar voluntades, pasar de las meras
declaraciones a una toma de decisiones clarividentes e incisivas. Pero sobre
todo es imprescindible afianzar en nosotros la convicción de que el alimento
desechado es una afrenta para los pobres. Es el sentido de la justicia hacia
los necesitados el que debe impulsar a todos y cada uno a un categórico cambio
de mentalidad y de conducta. Esto se hace cada vez más apremiante, ya que hay
que reconocer, y quisiera subrayarlo, que el alimento que arrojamos a la basura
lo arrancamos inicuamente de las manos de quienes carecen del mismo. De
aquellos que tienen derecho al pan de cada día en razón de su inviolable
dignidad humana. San Pablo lo tenía claro cuando afirmaba que no se trata de aliviar
a otros pasando estrecheces; se trata de igualar. La abundancia de unos ha de
remediar la carencia de otros (cf. 2 Co 8,13-15). El desarrollo, por lo tanto,
debe estar estrechamente relacionado con la sobriedad de vida. Forman un
binomio inescindible.
Es necesario,
además, reavivar en nosotros la conciencia de nuestra pertenencia común a la
única familia humana universal. El que se acuesta con el estómago vacío es
nuestro hermano. Compartir con él lo que tenemos es tanto un imperativo de
justicia como de aquella solidaridad fraterna que brota de las relaciones
familiares.
Mientras pido a
Dios que la familia de las Naciones vuelva a ser verdadera, vuelva a sentirse
aquel espacio donde prevalezca la concordia, la generosidad y la ayuda recíproca
y amorosa entre los hermanos, agradezco vivamente a la Organización de las
Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura todas las iniciativas y
programas que lleva a cabo para poner fin a la pérdida y al despilfarro de
alimentos. Que Dios Todopoderoso colme sus trabajos de copiosos dones
celestiales para beneficio de toda la humanidad.
Vaticano, 29 de septiembre de 2023
Francisco