¿Los ingleses
siguen en guerra contra Napoleón?: Ridley Scott se toma 3 largas horas para
intentar ridiculizarlo y obviar su grandeza
Claudia Peiró
Infobae, 02 Dic,
2023
Ni Napoleón se
salvó de la mirada deformante del feminismo. Bonaparte no fue un genio militar
y político, sino un dominado… por su mujer. El motor de su acción no fue la sed
de gloria o el amor a Francia, sino el metejón con Josefina.
A la hora y media
dan ganas de irse del cine, porque la película no tiene ritmo, ni trama, ni
intriga. Como si la vida de uno de los personajes más célebres de la historia
careciera de ingredientes atractivos.
Como sucede en
tantos planos de la vida en la actualidad, el feminismo metió la cola a través
del no muy original trámite de agrandar la figura de Josefina de Beauharnais
-una señora frívola, frecuentadora de salones, amante de la buena vida y con
cero interés en los asuntos de Estado- en detrimento de su marido.
La vida de
Napoleón es conocida, pero (ATENCIÓN SPOILER) me voy a explayar sobre el modo
en el que la enfoca el director. Hay un momento especialmente impactante en la
trayectoria de Bonaparte, relatado por muchos testigos. En una ruta del este de
Francia, Bonaparte se enfrenta solo, desarmado y a pie, a un regimiento que lo
viene a apresar en nombre del Rey. Abre su célebre capote gris y dice:
“Soldados, si alguno quiere disparar a su Emperador, aquí me tienen…” Termina
llevado en andas por los uniformados que, al reconocerlo, rompen filas para
correr a su encuentro y se rinden nuevamente a su magnetismo.
Esa escena,
cinematográfica como pocas, es rebajada a un cuadro confuso y sin emoción
alguna, protagonizado por un Joaquin Phoenix que languidece durante las 3 horas
con expresión abúlica y sin lograr en ningún momento recrear el carisma que
cautivó a los contemporáneos de Bonaparte.
Como Alejandro
Magno, Napoleón cambió la faz del mundo: sus campañas modelaron un nuevo mapa
geopolítico; y no sólo en Europa. También en América. Pero el que no conozca la
epopeya napoleónica, no se enterará de ella por la película, ni entenderá por
qué Napoleón fue grande y despertó tanta fascinación en su tiempo y hasta el
día de hoy [Al que le interese, ver: “¡Qué novela la de mi vida!”: así describía
Napoleón su fulgurante carrera].
Conscientes de que
no bastó con el destierro en la isla de Santa Helena, a miles de kilómetros de
toda civilización, para apagar su brillo, los británicos no abandonan jamás la
campaña antinapoleónica. Intencionadamente o no, esta película es un producto
más de esa obsesión. Como es habitual, el guión obvia el hecho de que, para
combatir a Napoleón, Inglaterra se alineó con la reacción contra la revolución,
al respaldar y defender a las más rancias coronas europeas. El resultado
político de Waterloo fue la restauración en el trono de Francia de los
decadentes Borbones.
Las motivaciones
inglesas, además, poco tenían que ver con la defensa de pueblos supuestamente
sojuzgados por un tirano sino con su afán de abrirse mercados en el mundo. De
ser necesario, a cañonazos. O a golpe de opio, como lo harían poco después en
China (a partir de 1839).
Tanto a Ridley
Scott como a Joaquin Phoenix les sobra talento. Por eso no hay excusas para
este bodrio, más aún considerando hasta qué punto un carácter y una trayectoria
como los de Napoleón casi no necesitan ser novelados.
Hegel, Goethe y
Beethoven fueron algunas de las personalidades que se fascinaron con un
Napoleón que Ridley Scott se empeña en menoscabar.
Una fascinación
que no terminó con la muerte del personaje. El filósofo Roland Barthes se
maravillaba observando el daguerrotipo de Jerónimo Bonaparte, hermano de
Napoleón: “Veo los ojos que vieron al Emperador”.
En 1841, el
escritor Víctor Hugo, testigo de la epopeya de Bonaparte, decía: “A comienzos
de este siglo, Francia era para las naciones un magnífico espectáculo. Un
hombre la llenaba entonces y la hacía tan grande que ella llenaba Europa. Este
hombre, salido de las sombras, había llegado en pocos años al más alto reinado
que haya alguna vez sorprendido a la historia. Una revolución lo había
engendrado, un pueblo lo había elegido, un Papa lo había coronado. Cada año,
alejaba las fronteras de su Imperio. Había borrado los Alpes como Carlomagno y
los Pirineos como Luis XIV; había construido su estado en el centro de Europa
como una ciudadela, dándole por bastiones y avanzadas diez monarquías que había
hecho entrar a la vez en su Imperio y en su familia. Todo en este hombre era
desmesurado y espléndido. Estaba por encima de Europa como una visión
extraordinaria”.
Eric Hobsbawm,
historiador inglés insospechado de bonapartismo, escribió, en La era de la
revolución, 1789-1848: “Un hombre indudablemente brillantísimo, versátil,
inteligente e imaginativo. Como general, no tuvo igual; como gobernante fue un
proyectista de soberbia eficacia, enérgico y ejecutivo jefe de un círculo
intelectual, capaz de comprender y supervisar cuanto hacían sus subordinados”.
Ridley Scott se
jactó de conocer en detalle la vida de Napoleón pero se encargó de disimularlo
muy bien. Optó por una caricatura indigna de su trayectoria como realizador.
Ante las primeras críticas, dijo que una película no es una clase de historia,
lo cual es cierto. Pero el séptimo arte debe conmover y este film no lo hace.
Ni siquiera entretiene porque la renuncia a un relato épico le quita todo
atractivo.
Las licencias
históricas en un guion que pretende resumir en 3 horas una vida extraordinaria,
llena de acontecimientos fascinantes -cada uno de los cuales justificaría
varias horas de rodaje-, son entendibles, siempre y cuando no tergiversen el
curso profundo de las cosas. Así por ejemplo situar a Bonaparte en París al
momento de la caída de Robespierre, vaya y pase, aunque en realidad estaba en
el sur, bajo arresto y con riesgo de ser fusilado por jacobino. En cambio,
decir que Napoleón regresó de Egipto con el solo fin de castigar a su esposa
infiel, cuando en realidad lo hizo porque sabía que Francia estaba en una grave
situación militar y política y que por lo tanto se abrían para él oportunidades
de protagonismo, ya es otro cantar.
Ridley Scott es
feminista -o finge serlo- y trata a Napoleón con una reduccionista perspectiva
de género, totalmente anacrónica. De acuerdo a la película, en 1814, Bonaparte
huye de la isla de Elba, donde fue confinado después de su primera abdicación,
únicamente para reencontrarse con Josefina, de quien está separado desde 1809,
por la que ya no siente sino un cariño fraterno y que ¡había muerto casi un año
antes!!! El absurdo alcanza su paroxismo.
De hecho, Josefina
murió no sin antes serle desleal una vez más, paseándose en público del brazo
del zar Alejandro, enemigo del Emperador desterrado. Podría decirse que pagó
cara esta última traición, ya que fue en las salidas con el soberano ruso que
atrapó la neumonía fatal.
La mayor
falsificación en la que incurre Scott es ponerla en pie de igualdad con
Napoleón, cuando Josefina de Beauharnais jamás tuvo participación en el
gobierno de Bonaparte ni éste la consultaba en esos asuntos.
Pero el feminismo
es la impostura del momento y sirve al nuevo intento de opacar la gloria de
Napoleón. La película no termina de dejar en claro si Bonaparte fue un machista
o un manejado, a tal punto el director se obsesiona -y se pierde- con la
supuesta intimidad conyugal del personaje, en escenas que dicen más sobre la
psicología de Ridley Scott que sobre la del Emperador.
Así, el estratega
político y militar, el gran estadista cuyas creaciones lo sobreviven dos siglos
después, resulta ser un opaco jefecito, que ni ambición exhibe, rendido a los
pies de una digna Josefina que, en un diálogo final desopilante, le dice que
otro habría sido su destino si le hubiera hecho caso a ella…
Es cierto que,
cuando conoció a Josefina, una viuda algo mayor que él, madre de dos hijos,
Bonaparte se enamoró locamente. Sus cartas son testimonio suficiente de la
clase de pasión que experimentó por ella: “Me despierto lleno de ti. Tu retrato
y la entrevista embriagadora de anoche no han dejado reposo a mis sentidos.
¡Dulce e inigualable Josefina, si tú supieses el extraño efecto que causas en
mi corazón!”
Maravillosamente
escritas además porque tenía una pluma privilegiada, la misma que luego
volcaría en sus partes de batalla y, más tarde, al dictar sus Memorias. Tanto
en la concisión como en el exceso, sabía emocionar. A una mujer, a sus pares, o
a sus soldados, en quienes despertó entusiasmo, entrega y lealtad durante toda
su trayectoria.
Josefina no tomaba
muy en serio el cortejo de Napoleón, hasta que el Director Paul Barras le
prometió que le daría una jefatura militar, y entonces empezó a mirarlo con
otros ojos.
Napoleón y
Josefina se casan, él, enamorado, ella, resignada a que a su edad no
encontraría un mejor partido. Mientras tanto, él no cesaba de redactar planes
de conquista de Italia. El jefe del Ejército del Sur, harto de recibir los
textos de Bonaparte, explotó: “Este plan es la obra de un loco, que venga a
ejecutarlo él mismo”.
El desafío fue
recogido y en 1796 Napoleón fue nombrado jefe del Ejército de Italia. Allí nace
la leyenda. Bonaparte se hace cargo de una tropa mal nutrida y peor equipada a
la que sabrá insuflar mística: “Soldados. estáis desnudos y mal alimentados;
mucho os debe el gobierno, pero, por ahora, no puede daros nada. Yo quiero
conduciros a las más fértiles llanuras del mundo. En ellas encontraréis honor,
gloria y riqueza. ¿Será posible que carezcáis de valor y de constancia?”
Insólitamente,
este episodio fundacional no aparece en la película. Las tropas de Napoleón
llegarán a idolatrarlo cuando se confirmen sus promesas. Se inicia entonces una
sucesión de victorias, por las cuales Francia le arrebata Italia a Austria.
“Bonaparte vuela
como el relámpago y golpea como el rayo”: genio de la comunicación, Napoleón
dicta él mismo los partes de guerra que llegan a París donde encienden las
imaginaciones y le valen a su esposa Josefina todo tipo de honores que ella
acepta encantada, feliz de ser el centro de la atención pública. Mientras
aprovecha la ausencia de él para serle infiel.
Ignorando esto,
Napoleón regresa a Francia, pero no es hombre para estar quieto. Acepta
entonces conducir una expedición a Egipto, cuya finalidad es cortar la ruta de
las Indias a los ingleses. Acá de nuevo, Scott incurre en falsificaciones
indignantes mostrando a un Napoleón que bombardea las pirámides, cuando en
realidad a esta campaña, que no llega a cumplir todos sus fines
geoestratégicos, Napoleón le había dado un carácter científico y civilizatorio,
llevando una enorme una comitiva de académicos, cuyos logros compensarán el
fracaso y seguirán alimentando su fama. Entre otras cosas, el hallazgo de la
piedra de Rosetta que permitió a Champollion descifrar la escritura jeroglífica
de los egipcios.
Es verdad, como
muestra la película, que fue en Egipto donde finalmente le cayó el velo que le
impedía creer en las infidelidades de Josefina. Uno de sus más cercanos
colaboradores le cuenta la verdad. Pero, a diferencia de lo que sucede en el
film, Napoleón no reacciona embarcándose hacia Francia, sino tomando una
amante. Algo más profundo sucede: es el fin de su enamoramiento. Deja de querer
a Josefina del modo apasionado de los inicios de la relación.
Volvió decidido a
romper con ella. Oliendo el peligro, al enterarse de que él ha desembarcado en
el sur de Francia, Josefina sale a recibirlo con tanta mala suerte que se
desencuentran y él llega a la casa vacía. Ordena al mayordomo no dejar entrar a
su esposa. Ella pasó varias horas suplicando en la puerta y finalmente por
intercesión de sus hijos, Eugenio y Hortensia de Beauharnais, a quienes
Napoleón adoraba, él acepta perdonarla. Pero la relación cambia por completo.
Los roles se invierten y ahora es Josefina -que lo despreciaba y desvalorizaba
cuando lo conoció- la que lo cela y sufre por sus infidelidades pero más por
temor a perder su privilegiada posición que por apasionamiento.
Él, en tanto, le
profesa un cariño fraterno pero su pasión tendrá otras destinatarias. Su
romance más intenso fue con María Walewska, una patriota polaca que lo amó
desinteresadamente y le dio un hijo, el conde Alexandre Walewski, de gran
parecido con Napoleón. Ella sí le fue leal hasta el fin e incluso lo visitó en
Elba.
En cambio, la
conducta de Josefina luego de la abdicación de Napoleón demuestra a las claras
que siempre fue una inconstante en sus sentimientos y una desleal en lo
político.
Hay algo más
canallesco en el film que es el rol de intrigante que le hace cumplir Ridley
Scott a Leticia Bonaparte, la madre de Napoleón. Una mujer a la que todos los
testigos describen como austera y tremendamente moral, que acompaña y ama a su
hijo, pero también lo reprende y toma distancia cuando se disgusta -para volver
sólo cuando él cae en desgracia- aparece en la película llevando una muchacha a
su hijo para que éste “pruebe” su capacidad de engendrar….
Una bajeza
destinada a tergiversar la historia porque hasta se dice el nombre de la mujer,
Éléonore Denuelle de la Plaigne, que no fue un cobayo sino amante de Napoleón y
quien le dio su primer hijo, Charles Léon, y la prueba de que no era infértil.
Esto luego incidiría en su decisión de divorciarse de Josefina para poder tener
un heredero.
Perdón que
espoilee de nuevo, pero la película se cierra con una lista de las batallas
napoleónicas con el número de muertos al lado, como si fuesen los créditos del
film… Un pobre recurso cinematográfico para resumir todo lo que obvia la trama,
y una bajeza histórica. Atribuir en exclusiva a Bonaparte los muertos de las
guerras napoleónicas es malintencionado y falso, ya que éstas fueron
desencadenadas primero por el ataque a la Francia revolucionaria por parte de
quienes temían que el contagio de las ideas de libertad e igualdad pusiera fin
a sus privilegios feudales y absolutistas. Más tarde porque la expansión
napoleónica representaba una amenaza para los intereses británicos.
Las campañas de
Bonaparte diseminaban las ideas de libertad y república por toda Europa -y más
allá-, desarmando imperios, despertando nacionalismos e incidiendo de esta
forma en la futura configuración del mapa de Europa. La unificación de Italia y
de Alemania tienen sus raíces en la era napoleónica.
Pero además
Napoleón no hizo sólo la guerra. Hizo grandes cosas en el plano civil, político
e institucional. Cerró la etapa revolucionaria, instaurando un orden necesario
y anhelado después de una década de convulsiones, sin traicionar una de sus
grandes banderas, la abolición de los privilegios de cuna y la consiguiente
igualdad ante la ley.
Promulgó un Código
Civil que fue modelo en casi todo el mundo occidental y cuyos principios siguen
vigentes hasta hoy. Reconcilió a Francia con la Iglesia Católica -la Revolución
había abolido ese culto sustituyéndolo por uno civil, una suerte de ateísmo de
Estado- y reorganizó la administración. Francia sigue viviendo en un marco
napoleónico porque casi todas sus instituciones tienen ese sello.
Como la Orden de
la Legión de Honor, distinción que premia los talentos en todos los órdenes,
sin que valgan los privilegios de nobleza. En la gran vía abierta por la
epopeya de Napoleón, muchos hombres que, en el corsé que representaban los
órdenes sociales en el Antiguo Régimen no hubiesen podido trascender, harán
carreras fulgurantes, llegando a conducir ejércitos, gobernar países, ocupar
tronos y fundar dinastías.
Dejó también
huellas imborrables en París: la columna Vendôme, la Iglesia de la Madeleine,
los arcos de triunfo del Carrousel y de l’Étoile, el edificio de la Bolsa,
entre otros. Y su inconfundible inicial “N” grabada en piedra en varios puentes
sobre el Sena.
Hay algo más, que
tiene especiales resonancias en la actualidad. En todos los estados bajo su
influencia, Napoleón otorga a los judíos los mismos derechos que al resto de
los ciudadanos. “Por primera vez en más de 300 años, los judíos en Italia,
Holanda y el este de Europa pudieron construir sinagogas”, escribió Agnés
Poirier en The Guardian (15/2/2012).
El historiador
Thierry Lentz, director de la Fundación Napoleón, sostiene que se exageraron
las cifras de los muertos en las guerras napoleónicas. “Francia, en 15 años
tuvo menos de un millón de muertos. Para Europa, la cifra es de 2,5 millones.
La guerra de los Treinta Años (1618-1648) dejó 11 millones de muertos en
Europa. La Guerra de los Siete Años (1756-1763), dos millones”.
Es notable ver
cómo el progresismo reivindica la sangrienta Revolución Francesa, cuya
violencia no parece indignar, mientras que Napoleón es presentado siempre como
un monstruo sediento de sangre. Poco y nada se dice sobre el Terror, la
guillotina, la persecución, el caos social y la guerra civil implacable,
realidad a la cual Bonaparte puso fin, sin por ello volver al Antiguo Régimen.
Existe un evidente doble rasero cuando la Revolución Francesa es venerada,
estudiada y hasta sacralizada. Si la derecha mata, es genocidio. Si lo hace la
izquierda es el parto de la historia.
Desde 1816, el
célebre escritor francés Stendhal ya observaba indignado cómo se empezaba a
deformar la historia de la que él había sido testigo y con Bonaparte aún vivo.
Eso lo impulsa a escribir su “Napoleón” que lamentablemente dejará inconcluso
pero varios borradores y capítulos incompletos han sido publicados. “Mi
objetivo es dar a conocer a este hombre extraordinario, que amé en vida, que
estimo ahora por todo el desprecio que me inspira lo que vino después de él”,
dice el autor de Rojo y negro. “¡Cuántas falsedades dichas sobre Napoléon!”,
lamentaba.
Sus apuntes
contienen dos citas imperdibles. Una, del aristócrata y filósofo de la
Ilustración, Antoine-Louis-Claude Destutt, marqués de Tracy: “Nos aburrimos
desde que no está Napoleón. Todas las ciudades se han vuelto deprimentes.
Europa parece privada de sol; extraño tirano éste que es llorado por todos sus
súbditos (...), extraño tirano aquel por el que hacen falta leyes crueles
después de su caída para impedir a sus súbditos llorarlo”... Frase que evoca
episodios que los argentinos hemos vivido.
Stendhal reproduce
también una descripción de Napoleón hecha por Francesco Melzi d’Eril, duque de
Lodi: “Su lenguaje, sus ideas, sus modales, todo en él era asombroso y
original. En una conversación, como en la guerra, era fértil, lleno de
recursos, rápido para discernir y presto a atacar el lado débil de su
adversario (...) De todas sus cualidades, la más sobresaliente, era la
sorprendente facilidad para concentrar voluntariamente su atención sobre un
tema cualquiera y mantenerla fija en ello durante varias horas sin pausa (...)
hasta encontrar la mejor alternativa según las circunstancias. (...)
Naturalmente irritable, decidido, impetuoso, violento, tenía el sorprendente
poder de volverse encantador y, a través de cortesías bien administradas y un
entusiasmo halagador, conquistar a las personas que se quería ganar”.
El Napoleón de
Ridley Scott está a años luz de transmitir algo de esto.
Sin embargo, su
estreno ha tenido una consecuencia feliz y seguramente no buscada: la reedición
de la extraordinaria biografía de Emil Ludwig (esta vez por la editorial
Prometeo, pero existen muchísimas ediciones de este libro). Sin dudas, el
retrato mejor logrado de Bonaparte.
La película
esquiva la batalla quizás más épica de Napoleón: una que no fue militar.
La que libró
durante los seis años que pasó en Santa Elena, hasta su muerte, contra el
olvido y por la posteridad, y por su dignidad, negándose a todo contacto con el
gobernador de la isla, sir Hudson Lowe, que no le reconocía su título imperial.
El Emperador
desterrado se dedicó a dictar sus memorias a sus colaboradores. De esas
producciones la más célebre es el Memorial de Santa Elena, del conde Emmanuel
de Las Cases. Esos seis años están condensados en la película en una escena en
la cual Napoleón les dice a dos niñitas que él incendió Moscú y ellas lo
corrigen: “No, fueron los rusos”. Una ramplonería que habla a las claras de
hasta qué punto Bonaparte desde Santa Elena logró contrarrestar en gran medida
la difamación que se preparaba ya en su contra y de la que sigue siendo objeto
todavía hoy.
Ridley Scott, que
se saltea hechos y personajes cruciales de esta historia, se toma sin embargo
el trabajo de mencionar al gobernador de Santa Elena, a quien Napoleón llamaba
“hiena” y del que decía que tenía “un rostro patibulario”.
Nobleza obliga,
muchos ingleses, de toda condición, admiraron a Napoleón. Al conocerse la
noticia de su muerte, en el Parlamento inglés, Sir Holland, par de Gran
Bretaña, se puso de pie y dijo: “Las mismas personas que detestaron a este gran
hombre han reconocido que en diez siglos no había aparecido sobre la tierra una
personalidad más extraordinaria. Europa entera lleva el duelo del héroe; y
aquellos que han contribuido a este gran crimen están destinados al desprecio
de las generaciones presentes así como al de la posteridad”.
Sus palabras
fueron premonitorias. De regreso a Inglaterra, Hudson Lowe recibió el desprecio
de sus pares que le hicieron el vacío. Y un día, el hijo del conde Emmanuel de
Las Cases, camarada de destierro de Napoleón, lo esperó en la puerta de su casa
y le cruzó la cara de un latigazo.