lunes, 8 de julio de 2024

A 140 AÑOS

 

 de la sanción de la ley 1.420

 

Por Horacio Sánchez de Loria 

 

La Prensa, 07.07.2024

 

Hoy, 8 de julio, se cumplen 140 años de la sanción de la Ley 1.420. La aprobación de esa norma fue uno de los hitos más importantes en la deriva laicista del gobierno de Roca.

No era un hecho aislado, sino que formaba parte de todo un proyecto, envuelto en la filosofía positivista y utilitarista.


El nuevo paradigma social que se pretendía implantar traía aparejadas no sólo modificaciones político-jurídicas, sino que implicaba cambios en los usos y costumbres, en la manera de ver el mundo, en las relaciones personales, en el modo de vivir, de reaccionar.

Se trataba de la transformación de una estructura sociológica, basada todavía en un núcleo religioso comunitario, si bien turbado, por otro pluralista laico, que tendía a desarticular la unidad espiritual del pueblo.

El siglo XIX fue el siglo del Estado y de la ideología liberal que le dio nacimiento. El liberalismo lo necesitó para el cumplimiento de sus fines, centrados en alcanzar una sociedad abierta, libre, progresista, es decir emancipada de las rémoras del pasado, especialmente de sus pautas religiosas, de los hábitos y las antiguas maneras hispano-criollas.


Los dirigentes liberales decían no combatir a la religión, sino al fanatismo, al clericalismo que dominaba la política, o el giro que había dado a la Iglesia el pontificado de Pio IX. Es cierto que había pocos descreídos como el ministro del momento Eduardo Wilde por caso; casi todos ellos practicaban un deísmo difuso, fruto de sus miras cortas y escasa formación, de allí que intentaran reconciliarse con la Iglesia poco antes de morir.


Pero la década del ochenta, fin de la era criolla para José Luis Romero, comienzo de un nuevo ciclo intelectual para Ricardo Rojas, supuso un cambio cualitativo en las relaciones del poder político con la religión. Ésta pasó de ser un elemento de cohesión y de control social, a ser percibida como un obstáculo serio para el debido aggiornamento.

Mientras se ocupase de los problemas domésticos, mientras prevaleciese una religiosidad privada, sentimental, de tono moralizante, era bienvenida. Servía de ayuda frente a la fragmentación política y social posrevolucionaria, contribuyendo a eliminar las conductas bárbaras, que los liberales adjudicaban a los habitantes de las despobladas llanuras y desiertos rioplatenses, a fin de transformarlos en personas laboriosas, adaptadas al nuevo orden burgués.

 

CONSEJO NACIONAL DE EDUCACIÓN

La creación del Consejo Nacional de Educación en enero de 1881, presidido por Sarmiento, la convocatoria a un primer congreso pedagógico nacional, inaugurado en abril de 1882, y el posterior debate parlamentario sobre una nueva ley de educación común, marcaron el inicio de las confrontaciones más notorias.


Allí se enfrentaron dos tendencias opuestas en materia de educación, que dejaban traslucir las intenciones del gobierno. Durante su desarrollo se produjo un cambio en el gabinete muy significativo; fue reemplazado el católico Manuel D. Pizarro, ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, por Eduardo Wilde, un notorio laicista, amigo del presidente Roca.


El dictamen final del congreso, aprobado tras complejas negociaciones y con el rechazo de los católicos de ambas orillas del Plata que se retiraron de las sesiones, excluía a la religión como materia formativa y la reemplazaba por una asignatura denominada moral, dejando de lado una tradición secular.

En la clausura, el nuevo ministro Wilde señaló que el aludido dictamen final sería la base para una futura ley de educación común, que el Ejecutivo promovería. Las conclusiones del congreso pedagógico seguían los lineamientos básicos de la ley belga de 1879 y su similar francesa de 1882, promovida por el ministro de Instrucción Pública Jules Ferry, considerada la carta magna de la escuela laica francesa.

Las cartas estaban echadas, la decisión del gobierno era avanzar rápidamente y los militantes católicos que hasta ese entonces actuaban inorgánicamente, decidieron unir fuerzas.

 

NUEVA LEY

El proceso de la aprobación de la nueva ley, que por primera vez después de tres siglos eliminaba a la religión como materia formativa, fue largo y complejo. En julio de 1883 fue aprobado el proyecto en Diputados, pero al mes siguiente lo rechazó el Senado. Volvió a insistir Diputados en junio de 1884 y como no se alcanzaron los dos tercios requeridos en el Senado para insistir en el rechazo, el 8 de julio termino el proceso en las cámaras. Tras la federalización de la ciudad de Buenos Aires, un decreto del Ejecutivo puso en vigencia en la capital y los territorios nacionales el reglamento sobre instrucción pública bonaerense de 1876, hasta tanto se sancionase una nueva ley por parte del congreso, que se pretendía tuviese carácter nacional.


Esa norma provincial de 1876, que contemplaba la creación el Consejo Nacional de Educación, establecía que la enseñanza sería común, gratuita y obligatoria. Pero de acuerdo a la tradición del país no debía ser neutral en materia religiosa y por eso el artículo 2 imponía le necesidad de formar el carácter de los niños a través de la enseñanza de la religión, si bien respetando las creencias de los padres de familia ajenos a la fe católica.


En 1883 comenzó el debate por la ley de educación; allí hubo dos dictámenes, uno de la Comisión de Justicia, Culto e Instrucción a cargo de Mariano Demaría que mantenía los lineamientos de las normas anteriores y otro del diputado oficialista Onésimo Leguizamón, quien había presidido el Congreso Pedagógico del año anterior, parecido en cuanto a los contenidos mínimos de enseñanza, pero en el que se modificaba la materia moral y religión, reemplazándola por moral y urbanidad, disponiendo que la educación religiosa sólo podría ser dada fuera del horario de clase y exclusivamente por un ministro del culto. Quienes la propugnaron decían que la religión no desaparecería del hogar y ni siquiera de las escuelas.


Se trataba evidentemente de una transacción que preparaba el terreno para futuras legislaciones más ambiciosas, que llegarían como hoy día a la eliminación completa de la religión de las escuelas de gestión estatal.

El debate dejó traslucir el clima que se vivía y el alcance que se le daba a la nueva legislación. El diputado liberal Emilio Civit llegó a decir que los pueblos indígenas tenían razón en adorar al sol, esa deidad natural por lo menos calentaba sus miembros y hacía germinar las semillas arrojadas por los campos, en lugar del nuevo Dios de la violencia.


El diputado Tristán Achával Rodríguez -había llegado a la banca por el oficialismo en 1880, pero dos años después rompió con el gobierno- destacó que esa norma trastocaba una tradición pacífica de tres siglos, y mostró la paradoja de que mientras la Constitución exigía para las más altas magistraturas nacionales profesar la religión católica, se la combatiese en la práctica precisamente por quienes decían defender a toda costa la primacía de la norma fundamental. “Es más fácil destruir que construir (…). La obra de demolición de una institución de cualquier clase que sea siempre es más fácil y pone al que la ejecuta en condiciones más ventajosas que el que la sostiene”.


Ya había dicho Achával Rodríguez que la escuela primaria debería ser la continuación del hogar. “No es la escuela primaria una institución de enseñanza elemental (…). Ella educa e instruye a la vez, en ella se complementa la educación moral, la obra comenzada en el hogar a la vez que se inicia la instrucción, y disciplina intelectual que continúa en la escuela superior”.

Fuera del horario de clases, la enseñanza religiosa se tornaría tediosa y la falta de sacerdotes, la haría prácticamente imposible. Y en el caso de que se llegara a brindar, crearía una confusión en el niño.


“La enseñanza de la signatura religiosa dada por un padre o por el párroco, fuera de las horas de la escuela después de una lección sobre historia o física o cualquier otra materia dada por el maestro sin religión, no será más que una lucha abierta, una manifiesta contradicción que tendrá peligros positivos para el niño”, advirtió Achával Rodríguez.

El ministro Wilde reconoció en la Cámara baja que el proyecto oficial respondía al designio de acompañar el derrotero progresista. “Es deber del gobierno tomar parte en esta cuestión. Ella no pertenece exclusivamente a la República Argentina, no es de una nación determinada, es de la humanidad entera (…), el progreso tiene que verificarse forzosamente y el progreso está en todo (…). La ciencia de hoy debe estar en contradicción, tiene que estar en contradicción, no puede menos que estar en contradicción, con ciertas afirmaciones de la Iglesia. Y yo cuando veo los esfuerzos que se hacen para acomodar cosas que no pueden estar acomodadas, me quedo absorto”.


Nicolás Avellaneda, senador en 1883 decía: “Dejemos a Cristo en la escuela, está mejor allí que César. Cristo es el refugio inviolable de las conciencias que el hombre necesita al atravesar las pruebas de la vida. César sería la esclavitud del alma”.


Años después, Juan B. Terán, el fundador de la Universidad Nacional de Tucumán, sostuvo que esa ley de educación común rompió la continuidad espiritual e histórica de la nación. Terán señaló que al perder la enseñanza el carácter religioso, perdió también el carácter patriótico, pues al despojarse de la fuerza religiosa que significaba tradición y savia argentina, llevo a la gran mayoría a la indiferencia, al perder el enlace con el pasado. “A las numerosas diferencias sociales añadió una nueva: a saber: quienes pueden y quienes no pueden costear la enseñanza religiosa para sus hijos”. Furlong destacó que si bien 1810 marcó el descenso de nuestra cultura cristiana, la Ley 1.420 fue un hito clave de la ruptura definitiva.