“el teórico de la
destrucción de la escuela y de la autoridad”
Claudia Peiró
Infobae, 7-7-2024
El 25 de junio se
cumplieron 40 años de la muerte del filósofo francés Michel Foucault. Un par de
artículos de los deconstructores locales aludieron a la “vigencia” de su
pensamiento. Vaya si tienen razón, pero no es para celebrarlo. No hubo ninguna
referencia al daño que Foucault y sus seguidores le han hecho a la sociedad:
inseguridad, abolicionismo penal, crisis de la salud mental, decadencia
escolar; todo eso lleva su impronta.
El pasado martes 2
de julio, un joven funcionario de la Municipalidad de Almirante Brown, en el
conurbano bonaerense, fue asesinado de una puñalada por un paciente
esquizofrénico. Es una noticia recurrente, la de enfermos mentales y adictos
que cometen o son víctimas de actos violentos por no estar bajo adecuado
tratamiento. Precisamente un aspecto de la herencia foucaultiana es la
abolición de la psiquiatría, que para el filósofo francés no era más que una
herramienta de control social.
La Argentina ha
sido el laboratorio por excelencia de toda la legislación deconstructivista
inspirada en pensamientos como el de Foucault. Uno de sus experimentos es la
Ley de Salud Mental promulgada en 2010, una norma que equipara en varios
aspectos al psiquiatra con el psicólogo, el terapista ocupacional o la
asistente social, que dispone el cierre de las clínicas especializadas, que
rodea a la práctica psiquiátrica de las peores sospechas -equiparando los
tratamientos a la tortura- y cuyo órgano revisor está formado por ONG de
Derechos Humanos… Esta ley, de clara inspiración foucaultiana, dificulta casi
al punto de la imposibilidad la internación de pacientes psiquiátricos con los
resultados a la vista.
No acaba ahí el legado
de Foucault, reconocible en muchos otros disfuncionamientos institucionales que
nos aquejan como sociedad. Al abolicionismo psiquiátrico se suma el penal. Y en
la revista Causeur, la académica Georgia Ray lo describe como “el teórico de la
destrucción de la escuela, del saber, de la autoridad, y de la detestación de
la cultura occidental”.
Michel Foucault
(1926-1980) surge como intelectual influyente a mediados de los 60. Fue el
autor de una historia de la locura, otra de la sexualidad y de textos icónicos
como Las palabras y las cosas, y especialmente la biblia progresista: Vigilar y
castigar.
Un pensador de los
márgenes, de la norma y de la anormalidad, que tenía “atracción fatal” por los
locos, los enfermos, los parricidas, los presos, los delincuentes, los
inmigrantes, las minorías sexuales, etcétera.
Cuando escuchen a
alguien hablar de “condiciones de producción” de un discurso, sepan que están
ante un influido por el pensamiento de este filósofo.
Foucault saltó al
estrellato intelectual durante la rebelión estudiantil de mayo del 68, fue
furor en la Argentina de los 80 y 90, y volvió a estar en el candelero desde
los 2000 gracias a la “French Theory”, es decir, al momento en que las
universidades estadounidenses descubren y radicalizan el pensamiento de una
serie de intelectuales europeos promotores de todo tipo de demoliciones.
Es uno de los
pensadores favoritos de la izquierda woke. Lo quieren porque “pensó contra su
herencia social” -explica Georgia Ray- y “contra su herencia cultural (‘Occidente,
palabra desagradable de utilizar’, decía)”. La extrema izquierda lo quiere
particularmente porque “era un intelectual hostil a los programas colectivos,
para él la verdadera liberación pasaba por el conocimiento de sí mismo”, es
decir, un individualista en toda la regla.
Aunque nunca habló
específicamente del tema, “es una figura tutelar del neofeminismo rabioso y
otros grupúsculos liberadores del género”. Es el caso de Judith Butler y su
doctrina queer.
Esencialmente se
le debe a Foucault “una determinada concepción del poder” y una “búsqueda
obsesiva de todas las formas de dominación y obligación o coerción”. “La idea
de que el poder no es una superestructura, sino una maraña de micro-poderes
organizados en una fina red”, dice Ray.
Pero no hay que
pensar que sólo las corrientes de izquierda repararon en Foucault y su discurso
reivindicativo de minorías marginadas -locos y delincuentes- que implicaba un
abandono de la clase trabajadora como protagonista y destinataria del cambio
social.
Ese discurso
también resultó atractivo para la CIA que, como dice la filósofa francesa
Stéphanie Roza en el libro “¿La izquierda contra la Ilustración?” (2020), que
advirtió “que Foucault le propina golpes fatales a la vieja izquierda, es
decir, a los proyectos tradicionales, colectivos, de transformación del orden
social en favor de los dominados, de todos los dominados”.
En un archivo
desclasificado en 2010 pero elaborado en 1985, sobre Michel Foucault y otros,
los analistas de la central de inteligencia estadounidense se congratulaban por
el hecho de que los intelectuales franceses se estaban des-marxificando y veían
en ello un hecho auspicioso en el marco de la Guerra Fría que los enfrentaba al
Este hegemonizado por la Unión Soviética en todos los ámbitos, no sólo en lo
material sino también en lo cultural, en el plano de las ideas.
El informe,
titulado “Francia: la defección de los intelectuales de izquierda”, describía
el giro que a fines de los años 70 y comienzos de los 80 protagonizaron varios destacados
pensadores franceses: “Existe un nuevo clima intelectual en Francia, una
especie de antimarxismo y antisovietismo que hará difícil para cualquiera
movilizar una opinión intelectual significativa contra las políticas de los
Estados Unidos”.
Claro que el giro
a la derecha de los dos principales exponentes de esta corriente, llamados
“nuevos filósofos”, Bernard Henry-Lévy y André Glucksman, fue algo evidente
para todos desde el inicio. En cambio Michel Foucault es visto hasta hoy como
un intelectual anti-sistema; en palabras de Stephanie Roza, “lo más top de la
subversión, el nec plus ultra de la radicalización, (el filósofo) que
deconstruye todas las normas, que va al fondo”.
Sin embargo, la
CIA consideraba, al contrario de lo que cree el progresismo, que el pensamiento
de Michel Foucault reforzaba el orden social.
Es el eterno karma
de la izquierda: termina siendo funcional al sistema, como sucede hoy con todo
el espectro local, desde el trotskismo tradicional hasta el que opera bajo
banderas peronistas: la agenda que promueve -feminismo, transgenerismo,
ambientalismo, antinatalismo, animalismo, etc, etc- no contradice al sistema;
en realidad, lo refuerza.
Foucault,
filósofo, sociólogo, historiador y psicólogo, influyó fuertemente en las
ciencias sociales y lo sigue haciendo con sus estudios sobre el poder y las
instituciones sociales que lo garantizan, como la psiquiatría, la medicina, el
sistema carcelario, etcétera.
Uno de sus libros
más conocidos, Vigilar y castigar (1985), afirma que el establecimiento de
instituciones tales como cárceles, asilos, hospitales y escuelas implicó la
transición de un concepto meramente punitivo del poder a otro disciplinario
orientado a reprimir o impedir determinados comportamientos considerados
asociales. Se eliminaban así las posibilidades de transgresión y se creaba un
entorno que permitía corregir y regular -vigilar y castigar- la conducta de
cada individuo.
Las consecuencias
de este pensamiento las conocemos. Más aún, las padecemos. Sus seguidores se
lanzaron a la demolición de todas esas instituciones. En el libro Seguridad: la
izquierda contra el pueblo (2002), el periodista y ensayista francés Hervé
Algalarrondo señalaba a Michel Foucault como uno de los inspiradores del ultra
garantismo o abolicionismo penal. Denunciaba que la izquierda no combate la
inseguridad pese a que ésta afecta antes que nada a los pobres, a los
trabajadores, porque, inspirada en Foucault, ha idealizado al delincuente, al
que se pone al margen de la sociedad: “Para la intelligentsia, el nuevo
proletariado son los delincuentes”. Según esta visión, todos los que cometen
delitos están en rebeldía contra una ley y un orden “injustos”. Si el objetivo
del poder es, como dice Foucault, vigilar a locos y delincuentes, entonces,
éstos son los sujetos del cambio, los que desafían el poder.
Algalarrondo
denuncia que el progresismo “reserva su compasión para los delincuentes y no
tiene ni una palabra de consuelo o aliento para los que trabajan, los que
estudian o los que padecen por la delincuencia”. Ni hablar de los policías
caídos en cumplimiento del deber
Vean lo que decía
Michel Foucault en Vigilar y castigar: “A los que roban, se los encarcela; a
los que violan, se los encarcela; a los que matan, también. ¿De dónde viene
esta extraña práctica (sic) y el curioso proyecto de encerrar para enderezar?”
Para medir hasta
qué punto estas ideas no son lejanas ni ajenas a nuestro medio, recordemos el
entusiasmo con el que algunos se lanzaron a la epopeya de vaciar las cárceles
con la excusa de la pandemia, una iniciativa reveladora de que también el
progresismo local ha encontrado en los delincuentes un nuevo proletariado.
Éstos son víctimas de la sociedad y la seguridad es un reclamo reaccionario.
En los años 70,
los presos políticos batallaban por no ser encarcelados junto a delincuentes
comunes. En los 2000, los que se dicen herederos de aquellas corrientes militan
en las cárceles…
Esta obsesión por
los márgenes conlleva el riesgo de la pérdida del ideal de igualdad y universalidad
-los mismos derechos para toda la humanidad- en nombre de la reivindicación de
minorías que fragmentan la lucha en una infinidad de causas: ecologistas,
tecnófobos, veganos, etnicistas, etc.
Si se indaga en el
origen de estas fracturas, aunque no sea el único responsable, Foucault, por su
encendida defensa de los prisioneros, los locos, los homosexuales y los
inmigrantes, ocupa el podio de íconos de las minorías, hoy convertidas en
lobbies. Estas tendencias con frecuencia acaban cuestionando los derechos
humanos -por occidentales y colonialistas-, criticando hasta al feminismo
(tradicional) -también occidental- y el universalismo, como signos de
dominación imperialista. La raza, el género u orientación sexual, o la
condición colonial son puestas por delante y por encima de la desigualdad
socioeconómica. Y la lucha se fragmenta en infinidad de “colectivos”
identitarios con objetivos limitados.
Pensemos que
tuvimos un 15% del presupuesto dedicado a “políticas de género” en un país en
el que las mujeres gozan de los mismos derechos que los hombres desde hace
tiempo.
Para Roza, “el
abandono de toda perspectiva de emancipación colectiva en provecho de la
promoción del individuo, tiene algo de eminentemente liberal”. La filósofa
también dice que el “ombliguismo” reivindicativo “interseccional” -término muy
de moda que alude a quienes padecen varias formas simultáneas de dominación o
discriminación- se combina muy bien con el neoliberalismo.
Pero tal vez la
herencia más pesada de Foucault sea la destrucción de la escuela.
Dice Georgia Ray
que Foucault “preparó la escuela de hoy, la del saber lúdico, del enseñante
enseñado”.
Para él la escuela
era un lugar de entrenamiento físico. No sin ironía, Ray dice que hoy los
alumnos “ya no tienen que hacer fila y hasta pueden degollar a sus profesores”,
en alusión al horrendo asesinato de Samuel Paty por un estudiante musulmán.
Marc Le Bris,
maestro francés autor de un brillante ensayo sobre la decadencia de la escuela
-”Y tus hijos no sabrán leer ni contar”, cuyo diagnóstico vale también para
nosotros-, y culpaba esencialmente al Mayo francés por la crisis educativa.
Le Bris, que en su
juventud participó entusiasta de ese movimiento, desarrolló luego, a la par del
ejercicio de la profesión, una mirada muy crítica sobre las consecuencias de
aquella revuelta a la que culpa por la destrucción de un sistema educativo que
supo ser de excelencia.
Cuestiona a la
“nueva pedagogía”, esencialmente constructivista, que Mayo del 68 contribuyó a
instalar y al modo en que ese movimiento dio por tierra con elementos que eran
“constructores de sociedad” y que la escuela transmitía, como la disciplina y
las más elementales normas de cortesía.
Muchos de los
protagonistas de la revuelta del 68 se siguen considerando hoy “anti-sistema”,
aunque ya son parte de la elite. Entonces se dan raras inversiones, dice Le
Bris, como que un fiscal se ponga de parte del delincuente. O que se hable del
maestro “explotador” del niño, como el patrón explota al obrero.
Estas tendencias
desconstructivas de la Escuela y del rol del maestro se han extendido a otras
regiones del mundo, como bien lo sabemos en Argentina.
“Actualmente en
Francia, ni el juez ni el procurador quieren que el delincuente vaya preso. Y
hoy vale más ser delincuente que víctima porque la víctima del delincuente
corre el riesgo de ser rápidamente menospreciada. Hemos invertido los valores y
hoy vivimos en una sociedad en la cual la gente ‘instalada’ en el sistema se
sueña revolucionaria, o en todo caso progresista, y entonces prefiere al
delincuente antes que a la víctima y donde un maestro o cualquiera que deba
ejercer una autoridad es fácilmente condenado”, decía Le Bris. Todo parecido
con lo que vivimos en Argentina en los últimos años no es casual.
En materia
educativa, estas corrientes pregonan la libertad y la autonomía del niño. “Se
impuso una metodología obligatoria cuyo nombre es constructivismo y según la
cual el niño construye por sí mismo sus saberes”. Es por entonces que “se
empieza a hablar de ‘ritmos de progresión’, que no serían iguales para cada
niño y por lo tanto el contenido debe organizarse por ‘ciclos’ y no por grados,
se cuestionan las calificaciones, que no deben ser cuantitativas sino
cualitativas”, decía Le Bris. ¿Te suena, no?
“Desde 1968, los
maestros nos esforzamos por hacer lo que creíamos complacía a los niños: darles
libertad, dejarlos entrar en ruidoso tropel a la clase, dejar que se
interrumpan unos a otros e incluso que nos interrumpan a los docentes, dejarlos
escribir sin respetar los renglones, etc. Porque se tomó a los niños por
adultos, se consideró que no toleran la autoridad, cuando es todo lo contrario,
la necesitan”, decía, aludiendo a otro resultado de la acusación contra la
escuela como institución opresiva..
La otra herencia
del 68 es la idea de que la escuela formateaba burguesitos; idem la
universidad. Hoy llevado a su máxima expresión: la ciencia misma es burguesa,
capitalista, eurocéntrica, machista, misógina, etc. Le Bris señala al sociólogo
Pierre Bourdieu, como otro gran responsable de esta debacle por su teorización
de la escuela como reproductora de “burgueses”.
Decía Le Bris:
“Como si hubiese conocimientos que son burgueses y otros que no… Se decía: hay
que evitar la transmisión idiotizante de los conocimientos, que los pequeños
proletarios no se dejen engañar… Pero los ‘conocimientos’ son la cultura de la
humanidad. Y la humanidad tiene una sola cultura, no una proletaria y otra
burguesa. Salvo que se crea que el hijo del obrero tiene que limitarse a saber
de mecánica y que el Cid o la Divina Comedia no son para él. ¿Realmente piensan
que el obrero no quiere que sus hijos aprendan las ciencias ‘burguesas’?
¿Medicina, matemática, física burguesas? Por favor, quieren, como todo el
mundo, la mejor ciencia, los mejores conocimientos, la mejor educación para sus
hijos”.
“Hay que dejar de
pensar que la selección escolar es un concepto fascista cuando es un elemento
democrático: se hace sobre los conocimientos adquiridos”, afirmaba Le Bris.
“Una igualdad mal entendida lleva a negar la selección por el mérito e impide a
los niños correr hacia lo mejor, como los futbolistas hacia el arco”, decía
también, acusando a otro eslogan del 68: “abajo la selección”. O la consigna
que le daban durante su formación como docente: “Los alumnos tienen más para
enseñarnos a nosotros que nosotros a ellos”.
“Bourdieu dice que
la escuela reproduce la estructura social y que está para eso. Que está al
servicio del capitalismo, de la clase dominante. Es mentira. Yo tuve compañeros
que eran hijos de campesinos bretones y se convirtieron en grandes ingenieros,
en gerentes de grandes empresas francesas”. La escuela tradicional permitió “la
elevación de los mejores en base al mérito escolar”, sostiene.
Ahora en cambio,
estamos des-ilustrando, mediocrizando incluso a los hijos de los burgueses,
concluye.
Georgia Ray señala
lo que quizás engloba toda la herencia de Foucault: “La destrucción de la
cultura occidental, que seguimos llamando deconstrucción por ‘coquetería
estructuralista’”.
“En lugar de
transmitir los conocimientos adquiridos, nos interesamos en las condiciones de
posibilidad de esas cosas que ahora diseccionamos con escalpelo. Lo interesante
ya no es nuestra propia historia, nuestra literatura, nuestras ciencias y
nuestras artes, sino la estructura de nuestros saberes, la forma en que son
elaborados…”
Decía Foucault:
“Hubiera querido que consideráramos nuestra propia cultura como algo tan
extraño a nosotros como la cultura de los Arapesh o los Nambikwara”.
“El ruego de Foucault
se cumplió -constata Ray- porque ya estamos en eso: nuestra cultura se nos ha
vuelto, en apenas 50 años, totalmente extraña”.
“En tiempos de
libre acceso al conocimiento, casi nadie sabe ya gran cosa; en nombre de la
comprensión de las condiciones de producción, la cultura ha sido vaciada de
sustancia”, es su triste conclusión.