País curioso, la Argentina. El director técnico de la selección argentina de fútbol acaba de dar su apoyo entusiasta a la reelección del presidente de Venezuela. No importa si el coronel Chávez representa a una de las peores especies de gobernantes latinoamericanos y si su política exterior se encuentra en exceso teñida por los vínculos con el régimen teocrático de Irán, en deuda con la justicia argentina.
La directora del Instituto Nacional contra la Discriminación (Inadi) ha dicho, muy suelta de cuerpo, que Israel violó leyes internacionales en su lucha contra los terroristas de Hamas. No importa si el Gobierno había sido cuidadoso en sus declaraciones sobre la vieja tragedia del Cercano Oriente, reabierta en las últimas semanas por un nuevo ciclo de violencia, si un funcionario de segundo nivel se encuentra habilitado para decir lo que se le ocurra y cuando quiera sobre asuntos que comprometen las relaciones internacionales del país y seguir, como si nada, en funciones.
Es inevitable tomar nota del sedimento que queda de una exclamación del ex presidente Kirchner. Fue dirigida horas atrás al intendente de Florencio Varela y, según la crónica de este diario, el destinatario la recibió con no poco escepticismo: "Con la obra pública vamos a cambiar el humor de la gente".
Como para sacar de dudas al funcionario municipal, Kirchner procuró disipar de cuajo su perplejidad, aunque acentuando la del resto del país: "No te hagas problemas. Este programa lo monitoreo yo".
Esas palabras pueden, tal vez, infundir confianza a los beneficiarios directos de un plan de inversiones públicas directamente relacionadas con las elecciones de octubre próximo. En nada calman, si no por el contrario, la preocupación de quienes se resisten a aceptar en silencio las graves desviaciones que se están infiriendo al sistema democrático y republicano de la Constitución.
Miles de millones de pesos que se van distribuyendo con celeridad en obras públicas y en viviendas, sin planes debidamente estudiados y debatidos en público. No importa, todo se hace con el cálculo preciso de que los resultados resulten visibles antes de los comicios de octubre. La política fiscal está, pues, al servicio de un gobierno y no del Estado y de los intereses permanentes de la sociedad.
Nadie en el oficialismo se toma la molestia de disimular que aquella política procura obtener las mayores ventajas posibles, en particular en el Gran Buenos Aires, a fin de compensar las pérdidas que se descuentan para los candidatos afines al kirchnerismo en otros ámbitos del país. Se apela en esa dirección a cualquier recurso, incluso con el abandono a su suerte de los municipios que se encuentran en manos de ciudadanos dispuestos a plantarse con dignidad frente al poder central y al poder provincial.
Lo que el Gobierno puede ganar por un lado va a perderlo por otros. Franjas cada vez más amplias de la opinión pública han adquirido conciencia del significado de una política social y económica errabunda. Es, por añadidura, una política insensible a la angustiosa dimensión de inseguridad en la que se debaten los ciudadanos. Nada se diga, por lo demás, de ensañamientos como los que se prodigan contra el campo.
La política patrimonialista del populismo ha sido condenada por pensadores ilustres del siglo XX. En El ogro filantrópico, Octavio Paz ha dicho que el patrimonialismo es la vida privada incrustada en la vida pública de los países, porque no lleva sino a una confusión perversa de intereses que a la larga termina mal para todos. Y ha observado, también, que la tragedia de la izquierda, cuya razón de ser era la altivez del espíritu crítico que la había llevado a nacer, es terminar en un populismo en el que olvida su vocación original y vende su herencia por el plato de lentejas de un sistema cerrado, la ideología.
Es tal la confusión suscitada por la política reinante que es difícil discernir en la Argentina qué resulta más gravoso para la conveniencia ciudadana: si el privilegio dispensado al mezquino interés de quienes ejercen el poder o el predominio de los arrestos ideológicos de una concepción anacrónica y fracasada de una política como la que está a la vista.
La Nación, Editorial I, 31-1-09