Javier Ruiz Portella
Elmanifiesto.com, 28
de diciembre de 2012
El odio de la pluralidad, el reino de lo Uno:
he ahí lo propio de todos los nacionalismos.
"Catalán sí. Bilingüismo no", dicen éstos
Puesto que así se ha
planteado la cuestión en estas páginas, abordemos el nacionalismo desde el
punto de vista de la lengua, que en Cataluña es, en efecto, el determinante. La
pregunta es la siguiente. Sin el socorro de papá Estado (el por otra parte tan
denostado papá); mejor dicho, sin un socorro aún mucho mayor que el que ya está
dando, ¿puede acabar desapareciendo la lengua catalana?
La pregunta es
absurda. ¡Si ni siquiera durante el franquismo desapareció!… ¿Cómo va a
desaparecer una lengua en la que se imparte la totalidad de la enseñanza de un
país, salvo unas míseras horas dedicadas a la gramática española y las
dedicadas —en mayor cuantía— a un inglés que se desearía que un día sustituyera
al español como lengua para el comercio, el turismo y la industria?
Pero la pregunta que
ayer un querido amigo hacía en estas páginas no era ésta. Aun sin formularlo
explícitamente la pregunta era la siguiente. Si se concretaran las intenciones
del ministro de Educación Juan Ignacio Wert de obligar a que existan algunos
centros docentes —algunos guetos— en los que el español sea la lengua
vehicular, ¿significaría ello un riesgo de muerte para el catalán?
En lo más mínimo,
vista toda la historia de Cataluña. Afortunadamente… para los propios nacionalistas.
Pues si fuera cierto el gran miedo que esgrimen, apañados estarían. Si el
catalán sólo pudiera sobrevivir prohibiéndose a una parte significativa de la
población la enseñanza en la lengua y la cultura que le son propias (propias de
ellos… y del conjunto de Cataluña: el español, histórica e identitariamente
hablando, es la otra lengua propia de Cataluña); es decir, si hiciera falta
semejante coacción estatal para que se mantuviera una lengua…, ¡pues que se
muera, oigan! No merecería existir una lengua que sólo pudiera sobrevivir
merced a tales cadenas.
Pero no es el caso,
como los separatistas, por lo demás, saben muy bien. Saben que, incluso si se
permitiera la libre existencia del español como idioma vehicular en la
enseñanza, el catalán seguiría existiendo por los siglos de los siglos.Pero
existiría probablemente —ahí está la cuestión— de una manera muy distinta de la
que ellos desean. Porque lo que está en juego no es la existencia como tal de
la lengua catalana. Lo único que aquí está en juego es su existencia (o no)
como lengua dominante. O más exactamente, como única lengua, al lado de la cual
se tolera (¡somos tan pequeñitos!) la presencia de una lingua franca —idealmente
el inglés, y si no hay más remedio el español— que, sin latir en el corazón de
nadie, sirva para cubrir las necesidades del turismo, el comercio y la
industria.
¿Que tal hipótesis no
es posible? ¿Que en Cataluña el español nunca desaparecerá ni del corazón de su
gente ni como lengua de arte y cultura? ¿Que una cantidad considerable de
catalanes siguen hoy expresándose corrientemente y a la perfección en
español?[1] ¡Por supuesto! Así lo hace toda la población (aún es mayoritaria)
que pasó su infancia y su juventud en las aulas del franquismo o de los
primeros tiempos de la
Transición. Pero ¿y cuándo nos hayamos muerto? Escúchese el
español que hablan (¡y léase el español que escriben!) los desventurados
muchachos (de)formados en la inmersión exclusiva en catalán. Genios tendrían
que ser para que, en las condiciones que conocen, lo hablaran de otra forma.
Sí, vale: para entenderse con los guiris, su español es más que suficiente.
Pero ¿para leer a Marsé, a Wiesenthal, a Mutis, a Machado, a García Lorca, a
Quevedo, a Lope, a Cervantes… (y para evitar todo agravio comparativo evito
poner cualquier otra lista al lado de ésta)? Día llegará en que, para
entenderlos, tengan que ser traducidos al catalán.
¿Que nunca llegará
tal día? ¡Pregúntenselo a los flamencos de Bélgica que hace cincuenta años
hablaban corrientemente una lengua como el francés que hoy (pese a los cursos
aún impartidos en la escuela) es ya casi ignorado. O pregúntenselo a los
checos, a los eslovacos, a los húngaros, a los croatas, a los eslovenos, a los
moldavos…; pregúntenselo a las poblaciones todas del Imperio austrohúngaro que
hasta hace un siglo (hasta 1918)[2] compartían dos lenguas propias: una íntima,
familiar, popular (la que decidieron convertir en lengua exclusiva) y otra: la
lengua de gran cultura… que hoy ya nadie habla y que, en su caso, era nada menos
que la lengua de Goethe, Schiller, Nietzsche, Kafka, Mann, Zweig…
Ésta es la
alternativa en los países bilingües. Visto que el bilingüismo perfecto parece
imposible —ni un solo país lo ha conseguido realizar—, una de las dos lenguas
va a tener un peso notablemente superior al de la otra. O bien la lengua
predominante es la lengua de gran cultura, pudiéndose mantener perfectamente la
otra lengua —la popular, íntima, familiar—, pero a la sombra de la primera y en
el lugar que le corresponde. O bien es la lengua popular y familiar la que se
convierte en predominante primero y en exclusiva después (salvo acaso para el
comercio, la industria y el turismo).
De igual forma que la
vulgaridad, el turismo, la industria y el comercio han desbancado en el mundo
de hoy al gran arte y a la gran cultura, no deja de ser lógico —lógico y penoso— que la lengua de gran
cultura sea desbancada por aquella cuyo lugar —absolutamente legítimo en sí
mismo— es el de lo íntimo, lo familiar, lo hogareño, lo popular.
Tal parece, si los dioses
no lo remedian, la suerte —la desgracia— que la mayoría de los catalanes,
renunciando a la mitad de su identidad histórica y actual, han decidido imponer
a su querida Cataluña.
[1] Como se
observará, hablo siempre de “español” y nunca de “castellano”: algo tan absurdo
como lo sería, por ejemplo, denominar “toscano” al italiano.
[2] En el caso de los
húngaros hay que remontarse a 1867.