Un horizonte de
esperanza. Es lo que propone el grupo de laicos catalanes que desde diversas
posiciones políticas el año pasado iniciaron la publicación de algunas
reflexiones sobre la aportación de la Iglesia a la sociedad. Este domingo publicaron un
nuevo texto en La
Vanguardia firmado por el grupo inicial formado por el
presidente de la
Fundació Joan Maragall Josep Maria Carbonell, el político y
abogado Josep Maria Cullell; el exdirector general de Afers Religiosos Jordi
López Camps, el presidente de E-Cristians Josep Miró i Ardèvol; y el filósofo y
teólogo Francesc Torralba. A este grupo ahora se ha sumado el jurista Eugeni
Gay Montalvo y el físico y poeta David Jou.
Por un horizonte
de esperanza
El mundo está
viviendo un cambio sin precedentes como consecuencia de la revolución
tecnológica, del estallido de redes de comunicación y procesos automatizados de
producción y de las consecuencias energéticas y ecológicas de un consumo
acelerado. Se añade el rápido crecimiento demográfico, la entrada en el mundo
del trabajo de millones de personas que hasta ahora se encontraban al margen
del sistema, la globalización económica, social y cultural, y la precariedad
del equilibrio de un mundo multipolar. Por otra parte, los países que conforman
la Unión Europea ,
después de décadas de bonanza económica y paz social, asisten de manera
excesivamente pasiva a la emergencia de un mundo donde Europa ya no ostenta ningún
tipo de centralidad, sin acertar emprender el necesario vuelo de una renovada
construcción política, cultural y social.
A la perplejidad y
atonía europea, se añade, además de la lógica tradicional en materia de
política exterior de defensa de los intereses nacionales de Estados Unidos,
Rusia y China, la incapacidad y debilidad manifiesta de las ONU, más necesaria
que nunca, para acompañar los complejos momentos que vivimos. Los fantasmas de
conflictos bélicos a gran escala aparecen en nuestros escenarios más
inmediatos. El mundo parece, otra vez, fragmentado en el choque de intereses
contrapuestos, sin puentes de diálogo, dominados bajo la lógica de los grupos
más extremistas, ya sean políticos, económicos, religiosos o armamentísticos.
En España, pero no
sólo, a la crisis económica y social se añade otra muy profunda y grave: el
desprestigio de todas las instituciones políticas que vertebran el Estado de
Derecho, así como partidos y asociaciones que han protagonizado –con aciertos y
errores– la historia más reciente. Todas están afectadas en aquello que es
necesario para la democracia y el estado de derecho: la credibilidad y la
confianza. En España y Catalunya, vivimos uno de los momento más difíciles
desde la recuperación de la democracia en 1978. Es una situación peligrosa,
porque estas precarias circunstancias favorecen el surgimiento de soluciones
que pretenden transformar la realidad con palabras que la simplifican hasta la
caricatura. Es el momento de los populismos basados en cultos a la personalidad,
abundancia de crítica, aportación de respuestas simplistas a los problemas y
menosprecio de la democracia.
Todos tenemos una
parte de responsabilidad ante la situación creada. Unos más, mucho más que de
otros. Sin desmerecer, sin embargo, los avances y el desarrollo económico,
social y político, desde la transición, tenemos que reconocer los errores
vividos durante estos años y, probablemente de modo prioritario, la falta de
firmeza ante las situaciones próximas a la corrupción. Una corrupción en el
ámbito público, extendida en muchas ocasiones al ámbito privado, que afecta
directamente a las condiciones de convivencia colectiva y, como ya hemos
recordado, a la credibilidad y confianza de las instituciones.
Asimismo, en Europa,
la ruptura comenzada a inicios de los setenta supone la ruptura con valores que
han formado nuestra cultura, tradición y visión del mundo. Con los años, Europa
se encuentra desprovista del sustrato cultural y religioso indispensable para
dar sentido a su proyecto político y, más importante, esta falta de
fundamentación favorece el vacío de memoria, identidad y esperanza de una parte
notable de su población. El desconocimiento clamoroso de la historia,
especialmente en las generaciones más jóvenes, la marginación de las fuentes y
de nuestra tradición cultural nos hace más débiles, porque, como escribe
Charles Taylor, ninguna sociedad puede afrontar sus retos sólo con los recursos
de la propia época. El apoderamiento de las nuevas generaciones carece de su
capacidad de asumir la necesaria memoria que configura nuestras sociedades.
Todo parece
inadecuado, insuficiente. Podría ser diferente si, al mismo tiempo, no nos
castigara el paro, el crecimiento de la pobreza y de la desigualdad. El
problema radica en que, junto con el trabajo, los ahorros, la credibilidad y la
confianza, se ha perdido también la ilusión y la esperanza colectiva. Emergen
las críticas, prospera la justa indignación, pero no hay una alternativa
central y aglutinadora capaz de sustituir con un proyecto nuevo y viable lo que
van derribando los vicios privados elevados a públicos de los partidos de
gobierno, las instituciones, y los graves errores cometidos por todos juntos.
¿Qué camino? Como
cristianos, si bien tenemos que reconocer el pluralismo de las opciones
políticas dentro de una scelta di campo, hemos de pensar también que tenemos la
responsabilidad, desde la perspectiva de los Evangelios y de la Doctrina Social de
la Iglesia
católica, de aportar al conjunto de la sociedad algunos aspectos aglutinadores que
pueden conformar nuestra voz en estos momentos difíciles y aparentemente
carentes de horizonte:
Es necesario y
honesto afirmar la limitación de todo proyecto humano. Todo proyecto humano
queda cuestionado por la radicalidad del Evangelio. La legítima investigación
de los proyectos políticos que buscan la liberación humana no puede olvidar la
esencia precaria de la naturaleza humana, de todos los proyectos políticos,
siempre imperfectos, que quieran desplegarse. La limitación de estos proyectos,
sin embargo, no puede ser nunca obstáculo para promover el mayor esfuerzo
posible para la búsqueda del bien común, una búsqueda imprescindible para
convivir juntos de la mejor manera posible.
El equilibrio entre
el “proyecto escatológico cristiano” y el “proyecto político humano” es
propiamente el espacio de mediación del discernimiento de los cristianos. Esta
mediación, que implica la defensa plural y sincera de diferentes proyectos
políticos, no puede significar la falta de la necesaria búsqueda de una unidad en
la acción en aquellos aspectos centrales que conforman la identidad de los
cristianos. Esta unidad plural en la acción, en todo el mundo, puede
representar en el mundo actual una voz de unidad y de esperanza. Creemos que,
en la enseñanza social de la
Iglesia , está el fundamento para construir un nuevo orden y
una práctica política y económica fundamentada en el bien común, el destino
universal de los bienes y la prioridad de los más débiles, la subsidiariedad,
la participación real en la política y, en el ámbito económico, la solidaridad
y los valores fundamentales de la vida social: verdad, libertad y justicia.
En ese sentido, la
predicación y testimonio del papa Francisco ilumina la acción de los
cristianos, más allá de sus tradiciones concretas, favoreciendo nuestra unidad.
Este es un proyecto dirigido a cristianos de todo tipo y condición, a personas
que, en el margen de la suyas creencias, comparten la antropología y las
virtudes propias de nuestra tradición y de nuestra cultura.
Entendemos que el nuevo
camino se basa en un proceso bien articulado, fundamentado en la reforma y la
regeneración, en la perspectiva de la gran transformación social, cultural,
económica y política. Es imperativo que la democracia recupere el principio de
legalidad. La democracia es un medio –decisivo, pero un medio–, y su valor
radica en la capacidad de facilitar los grandes finos. El fin colectivo por
excelencia es el bien común. Una parte determinante de este bien común es el
trabajo. La democracia tiene que estar al servicio del desarrollo económico y
la dignidad de todas las personas.
Hoy, igual que en
otras épocas, la responsabilidad de la Iglesia católica no es defender el Imperium de
los poderes establecidos, porque la continuidad de los valores civiles y
morales no se encuentra en ellos, sino la construcción y reconstrucción de las
comunidades en las que pueda crecer la vida moral y la urbanidad. La
evangelización real es el gran servicio a hacer. Es el anuncio y la propuesta
de la Buena Nueva
de Dios Padre y Creador, que es Amor, que nos llama a la felicidad y nos salva
en su hijo a Jesucristo, y que por la
Gracia del Espíritu acompaña y acoge a una humanidad huérfana
y herida.
Aleteia