Por Alejandro M.
Estévez
Profesor de la UBA y de la UTDT
A 30 años de la
vuelta a la democracia, en 1983, no logramos definir qué rol debe tener el
Estado argentino. En los años 90, durante la gestión del justicialista Carlos
Menem, se implementó una drástica política de reducción del tamaño del Estado y
eliminación de subsidios mediante privatizaciones, desregulaciones,
desmonopolizaciones, tercerizaciones y descentralizaciones, financiadas por organismos
multilaterales de crédito (Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo y
Fondo Monetario Internacional). Se buscaba transformar ese Estado grande en uno
más chico en el supuesto de que tal reducción nos conduciría a un Estado mejor,
más eficiente.
De la mano de estas
ideas, acciones y omisiones, el Estado argentino (a nivel federal) redujo su
planta de personal -pasó de aproximadamente 1.000.000 de empleados, en 1989, a
298.000, en 1999, (casi el 70 % de reducción en 10 años)- y privatizó todas las
empresas públicas. Ese Estado reformado, que perdía capacidad de control,
mostraba un contexto social preocupante, con una desocupación del 13,8 % en
1999 (con un pico del 18,3 % en 2001), y un endeudamiento externo que asfixiaba
nuestra economía. El creciente conflicto social no presagiaba un desenlace
moderado. Este tobogán descendente terminaría en el default de 2001, que puso
al país frente a una de las crisis más profundas de su historia. Este Estado
chico terminaba siendo incapaz de regular la vida social y económica de los
argentinos. Era débil para asegurarnos el cumplimiento de la ley. Terminaba
siendo un Estado "enano" para tratar con las magnitudes inmensas de
los problemas que se avecinaban.
Desde 2003, con la
opinión pública a favor, comenzó un ciclo de crecimiento del Estado mediante
una mayor intervención pública, una drástica reducción del endeudamiento
externo y una serie de reestatizaciones, además de una política de subsidios
estatales más activa que en la década anterior. Podemos decir que este Estado
grande fue producto de una sociedad que demandaba "mayor presencia
estatal" en su vida cotidiana, en la regulación de la economía, en la
búsqueda de una mayor inclusión social y en el mercado de trabajo. Pero ese
Estado grande no es, necesariamente, sinónimo de capaz. En el caso de la
tragedia ferroviaria de Once, encontramos un ejemplo dramático de esta
falencia. El Estado había otorgado (e incrementado respecto de los años 90)
subsidios al transporte ferroviario, pero el control que se había hecho del
destino de esos fondos por parte de las concesionarias privadas era, por lo
menos, defectuoso.
Es evidente que tanto
para un Estado chico como para uno grande el problema está relacionado con la
capacidad institucional, es decir, el grado de eficacia (la capacidad de una
organización para conseguir los objetivos que se le trazan) y eficiencia (el
costo en tiempo y recursos que insumen los objetivos) de la organización
estatal para obtener los fines que la política y la opinión pública le trazan
al Estado a través de las elecciones. Desde los años 90 hasta hoy, el problema
del Estado argentino está dado por la baja capacidad institucional o de
gobernabilidad.
No es pecado dar
subsidios estatales. De hecho, los países desarrollados tienen fuertes
políticas en este sentido. La administración Obama ha dado billonarios
subsidios a bancos, corporaciones y financieras que tuvieron mucho que ver con
la crisis de 2007. El problema está dado por el control del subsidio otorgado.
Dar subsidios sin controles relativamente eficaces y eficientes por parte del
Estado es casi tan peligroso como negarlos por una cuestión de simple ideología
antiestatal. Los subsidios, orientados por una política pública democrática,
son una valiosa herramienta del sector público. No tenemos por qué
descartarlos, pero sí orientarlos, mejorarlos, transparentarlos y controlarlos.
Por ejemplo, el Estado actual ha sido eficiente en la reducción del desempleo.
Desde 2003 a 2013, el desempleo ha bajado del 17,3 % al 7,2 %.
Otra cuestión que
aparece en el horizonte del Estado achicado y agrandado de las últimas dos
décadas es la de la heterogeneidad. Nuestra organización estatal ha
incrementado sus niveles de heterogeneidad en virtud de sus sucesivas reformas
y reconstrucciones producto de la dinámica política democrática. La capacidad
no es pareja en todas las organizaciones del Estado. Existe un Estado que tiene
sectores que exhiben capacidades estatales aceptables para un contexto
latinoamericano y otras áreas que están muy por debajo de lo esperado. Pero los
promedios son tiranos: la capacidad estatal es justamente el punto medio que
obtiene ese Estado entre sus partes más eficientes y las que no lo son, frente
al cada tanto implacable juicio de la opinión pública.
El Estado no surge
del vacío. Es un producto del juego político democrático entre los políticos y
los ciudadanos. Es la organización que construimos y conseguimos entre todos.
El perfil del Estado necesario se construye de acuerdo al clima de época. Es
inevitable que en la vida democrática de una nación exista cierta oscilación en
cuanto al rol del Estado. El punto aquí es cómo evitar la variación extrema
(tan argentina). Aunque no tan fácil de implementar, la respuesta es muy
sencilla: discutir un modelo de país de una forma democrática. No tiene que ser
para todas las áreas del Estado al mismo tiempo, pero tenemos que trazar, como
sociedad, horizontes de largo plazo en políticas fundamentales, como por
ejemplo, la educativa, la energética, la social, la industrial, la impositiva,
la agraria, y ver qué sectores subsidiar y con qué objetivos.
Algunos puntos de
partida para este modelo de país pueden ser encontrados en el Diálogo Argentino
o en el Plan Fénix de la UBA ,
que son excelentes primeros pasos para tener proyectos y borradores para la
necesaria discusión legislativa de alguna de estas cuestiones. El futuro ya
empezó.