Alberto Buela
La violencia es un
tema de meditación filosófica desde que el mundo es mundo. Así los griegos y
romanos distinguían claramente entre violencia y fuerza, entre hybris y
andréia. Por eso los italianos le ponen el nombre de Andrea a los hombres
mientras que nosotros, que tenemos catorce millones de descendientes de
italianos, le ponemos Andrea a las mujeres, con lo cual las bautizamos con el
nombre de “varoneras”. Un signo más de la frivolidad y el extrañamiento
cultural que padecemos.
La violencia era la
irrupción desmedida en el orden regular de las cosas y la fuerza el uso
racional del poder para controlarla. De allí nos viene a nosotros que el Estado
se reserve el monopolio de la fuerza (policía, fuerzas armadas, gendarmería)
para hacer cumplir la leyes en caso en que los violentos no lo quieran hacer.
Durante los siglos
XIX y XX se pensó mucho acerca de la violencia, así Nietzsche la definía como
el estimulante de la historia, Spengler como el antídoto de la decadencia, Marx
como la partera de un nuevo mundo, Sorel como la gimnasia callejera para
restaurar la juventud social. Mientras que, por el contrario, pensadores como
Gandhi o Tolstoy la veían como el origen de todos los males.
Hay que comprender
que la violencia es connatural al hombre, es originaria e inextirpable, lo cual
no significa que sea deseable, de ahí la inconsistencia de los discursos
pacifistas que se basan en una visión dulcificada e ilustrada de la naturaleza
humana.
Existen dos tipos de
violencia: la explícita y la implícita. La primera es aquella que se realiza
sobre otro, o sobre uno mismo, en el caso del suicidio, el crimen o asesinato. Esto que George
Bataille llama: transgresión suprema. Y la violencia implícita, que desde el
punto de vista filosófico es el modo por el cual yo avasallo la voluntad del
otro. Irrumpo en su mundo y sus valores y lo desnaturalizo, lo extraño de sí
mismo. Esto se ve claro en la colonización pedagógica, la imposición
ideológica, el totalitarismo mediático,
cuando pasamos a vivir sin ser nosotros, pues perdimos el sentido de
nuestro ser y existir. Y esta es la modalidad contemporánea de la violencia, la
violencia implícita que se ejerce sobre los hombres y los pueblos.
Si la violencia es
connatural al hombre no podemos decir de ella que sea ni buena ni mala, sino
que va a estar determinada por los actos que se llevan a cabo. Así será buena y mala en la medida en que los actos
que signan la violencia son buenos o malos. Será buena la violencia política
cuando realice actos buenos (derrocar a un tirano) y mala cuando realice actos malos (derrocar a un
justo).
La violencia como
irrupción desmedida en el orden regular de las cosas, lleva una carga negativa.
Es que la violencia forma parte de la disidencia mientras que la fuerza forma
parte del statu quo reinante. Así cuando se afirma que la violencia es mala, lo
es porque es mirada desde el orden que se busca imponer o derrocar, pero cuando
no queda más remedio ante un orden injusto es algo correcto y bueno.
La relatividad en la
valoración de la violencia como buena o mala está dada por la finalidad que se
persigue.
Pero, de alguna
manera, todo esto que acabamos de decir forma parte de la prehistoria de las
consideraciones sobre la violencia, al decir de Silvio Maresca. Hoy en día la
violencia es otra cosa. Al menos en Buenos Aires y sus alrededores los diarios
nos informan que en los veintitrés primeros días de abril hubo veintiún robos
seguidos de asesinatos. Es decir, que hoy el ladrón roba y, además, cuando se retira mata. Y mata por
matar, sin ningún miramiento y sin ninguna necesidad.
Y esta violencia es
la nueva. La violencia al ñudo. La violencia porque sí. La que practican
aquellos seres que van de transgresión suprema a transgresión suprema, para
hablar como Bataille.
Qué puede decir la
filosofía al respecto: nada.
Porque la filosofía
le habla a sujetos que ejercen una cierta racionalidad y estos asesinos son
seres donde prima la irracionalidad y la pasión desmesurada. Están
desquiciados, sea por la droga, por el entorno socio-económico, por los vicios,
por la carencia de un compromiso comunitario o de una pertenencia.
El matar porque sí,
el asesinar por asesinar es una barbaridad, esto es, cosa de bárbaros, de seres
que han perdido los rasgos de lo humano.
Se puede comprender
desde la filosofía, aunque no justificar, que un varón rapte, viole y mate a
una mujer, para evitar que lo reconozca. Pero que uno o varios ladrones entren
encapuchados a una casa roben a una familia y al retirarse asesinen a unos de
los miembros porque sí, es un escándalo para la razón. Esto es, una piedra con
que la razón se encuentra y que no puede remover.
Podemos encontrar
cincuenta explicaciones sociológicas, psicológicas, políticas, culturales,
económicas, históricas y de lo que se quiera, pero el matar por matar es como
el mal en el inocente; temas incomprensibles para la sana filosofía.
Hay una filósofa
famosa que escribió un libro más famoso, titulado La banalidad de mal en donde
la autora se queja porque las autoridades de Israel quisieron resarcirse de
todos los males sufridos por los judíos a manos de los alemanes en la segunda
guerra mundial, ejecutando a Eichmann, un militar burócrata que obedeció
órdenes. Israel, con esa medida, banalizó el enorme mal que sufrieron sus
correligionarios.
En esta violencia
indiscriminada que estamos padeciendo en estos tiempos, los violentos banalizan
el mal que hacen al no tener ni conciencia, ni sentido de culpa, ni
arrepentimiento de los crímenes al ñudo que realizan a diario.
Hemos definido antes
a la violencia como el avasallamiento de la voluntad del otro, que esta nueva
violencia transformó en la eliminación lisa y llana del otro sin ningún
miramiento, y lo que es peor, sin ningún motivo y razón.
Esto nos lleva a
concluir que hoy día, solo la fuerza bien orientada desde los poderes del
Estado puede contener y limitar a la violencia. No hay un tercer camino ni
pseudos teorías de la inseguridad como sensación.
Nota bene: Sobre este
tema hemos realizado un programa junto con Silvio Maresca que puede verse en
http://www.youtube.com/watch?v=jyOFnoXPm8M
Y allí cometimos un error cuando decimos Trotsky quisimos decir Tolstoy.
(*)
buela.alberto@gmail.com
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