En más de una
oportunidad señalamos la necesidad de que la dirigencia empresarial argentina
abandonara sus habituales actitudes temerosas ante el avance gubernamental
sobre la iniciativa privada y los recurrentes abusos de poder. No han faltado
ocasiones en que, en lugar de defender principios y valores vinculados con la
institucionalidad, no pocos empresarios han hecho uso de un poco edificante
silencio a la espera de favores del poder político.
Por eso debe
recibirse con beneplácito la autocrítica que formuló días atrás un grupo de treinta
empresarios, durante un encuentro organizado por la Asociación Cristiana
de Dirigentes de Empresa (ACDE) en el cual se debatieron las relaciones entre
las compañías privadas y el poder.
Los hombres de
negocios reunidos por ACDE hicieron un mea culpa sobre la defección del
empresariado en la lucha contra un estado de degradación general, al tiempo que
asumieron que han venido tolerando ilegalidades. En tal sentido, el directivo
de Shell Juan José Aranguren instó a "perder el miedo a decir lo que pensamos",
en tanto que Jorge Aceiro, de Acelar, reconoció que hay "una incoherencia
profunda entre los objetivos que decimos tener y los caminos que tomamos".
Otro núcleo, el Foro
de Convergencia Empresarial, se constituyó dos meses atrás para impulsar una mayor
institucionalidad y transparencia, al igual que la búsqueda consensuada de
políticas de Estado.
Se trata en ambos
casos de manifestaciones e iniciativas que deben destacarse y alentarse. Sin
embargo, sería un error mantenerse en el umbral de la autoflagelación o el
reclamo de una mejor cultura cívica, si no se advierte que el objetivo al que
deberían estar llamadas las élites argentinas es la recreación de un sistema de
reglas de largo plazo frente a las que todos se sientan obligados. Es decir, el
país tiene frente a sí una tarea que no es complicada pero sí muy exigente: la
reposición de un régimen de regulaciones claras, transparentes y competitivas
en el mundo de los negocios.
La contracara del
monopolio de poder que se constituyó alrededor de un grupo político y de un
matrimonio que gobernó el país en la última década es una llamativa atrofia de
la sociedad civil. Es lo que sucede siempre que las democracias se vuelven poco
competitivas. El Estado se confunde con el partido y el partido con el caudillo,
de tal forma que la ley termina siendo modelada por la voluntad del que manda.
La expresión caricaturesca de esa deformación fue el desempeño como secretario
de Comercio de Guillermo Moreno, que no se privó de humillar a los hombres de
negocios y someterlos a sus disparatadas regulaciones, casi nunca escritas.
Es lógico que, en un
sistema tan primitivo con ése, en el que un funcionario puede asignar o quitar
a una compañía su porción de mercado, los empresarios tengan miedo. El problema
es por qué no se advirtió más temprano el riesgo que esa falta de
institucionalidad entrañaba para los negocios y para la institucionalidad.
Esa desviación
caudillesca de la política y de la administración tuvo como contrapartida una
deformación en la cultura empresarial: los hombres de negocios adquirieron una
perspicacia muy aguda, por momentos cercana a la obsecuencia, para detectar los
deseos del político. Y una llamativa atrofia en la capacidad para interpretar
las necesidades de los consumidores y el mercado. Las excepciones fueron tan
pocas que han adquirido un carácter casi heroico.
La capacidad para
innovar y emprender que debería caracterizar a cualquier hombre de empresa fue
súbitamente reemplazada por el olfato para potenciar los negocios con el Estado
o para complacer a determinados funcionarios con el propósito de obtener alguna
prebenda, algún subsidio o evitar persecuciones.
El entramado
organizativo de la dirigencia argentina fue objeto de una estatización
subliminal: la mayor parte de las cámaras empresariales admitió colocar en su
conducción a empresarios digitados por el Gobierno. Esta complicidad se hizo a
veces tan íntima que dio lugar a niveles de corrupción pocas veces vistos. Una
forma de administrar los negocios que se designó con la elegante fórmula
"capitalismo de amigos".
La corrupción ha
alcanzado niveles escandalosos. Es una lacra que carcome la vida pública. Pero
también la privada. No sólo porque en cada escándalo oficial están involucrados
actores privados. También, porque en el seno de empresas y entidades de
representación sectorial se pueden identificar actos de corrupción.
Sería ingenuo pensar
que se saldrá de la ciénaga por la sola aparición de una nueva dirigencia más
virtuosa. Lo que se requiere, en cambio, es una regeneración de la
institucionalidad. Es decir, un sistema institucional y administrativo tan
eficiente que haga sonar una alarma temprana cuando aparezcan casos de
corrupción.
Es imprescindible que
la dirigencia empresaria, al igual que la sociedad en su conjunto, no se deje
encandilar por cualquier facilismo de corto plazo y actúe con coraje cívico en
defensa de la República
y de sus libertades y garantías constitucionales. La insistencia en el error
sólo derivará en nuevos fracasos para el país