Diana Cohen Agrest
Clarín, 30-4-15
Un recorrido por el ideario de Eugenio Raúl Zaffaroni,
designado por la Presidente como candidato a la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, permite comprender el carácter oportunista de una súbita
voltereta doctrinaria que reveló semanas atrás.
En su libro de 1989 En busca de las penas perdidas,
Zaffaroni anticipaba el programa de la posdictadura que terminaría siendo una
masacre por goteo habilitada por la excarcelación de reincidentes. Proponía un
derecho penal mínimo “como paso o tránsito hacia […] una utopía abolicionista
del sistema penal”. Y aclaraba que la llamaba utopía “por lejana y no
realizada, pero no por irrealizable”: veinticinco años después, ese programa se
cumplió en la Argentina.
En su libro de 2011 La cuestión criminal, Zaffaroni
describe los habituales razonamientos contrafácticos del deudo –“si yo no le
hubiera pedido retirar el dinero al banco”, se dice el enlutado, “no habría
sido secuestrado ni asesinado”-. Pero a renglón seguido se vale de la
extrapolación arbitraria de herramientas pseudopsiconalíticas a la administración
de justicia: “El peso de esa culpa irracional provoca una extroversión que
proyecta la responsabilidad”, Zaffaroni subraya, “en un objeto externo”. Y con
el propósito de justificar la abolición del castigo a delitos gravísimos,
sostiene que “no se trata de la culpa por el homicidio o por lo que sea, que
sin duda tiene un responsable a veces ya bien identificado, sino de una culpa
por la situación” (sic). “Así como esa culpa no es racional”, concluye,
“tampoco lo es la responsabilidad del otro [el homicida] por la situación”.
Mediante este truco de ilusionista -deudor de una
falsa horizontalización entre víctima y victimario-, súbitamente terminamos
cautivos de una retórica dirigida a exonerar de culpa al sobreviviente. Y en
este juego discursivo, el victimario es neutralizado hasta evaporarse,
licuándose la penalización del delito en una teoría de la responsabilidad
difusa. Una vez que el imputado llega a juicio, es juzgado discrecionalmente. Y
las previsibles sentencias se ocupan de sobreseer o, si no es posible, de
contrarrestar el poder punitivo de la ley.
Su estrategia está descrita por él mismo en un
reportaje de la revista Rolling Stone de 2003. Tras reconocer que envió a la
cárcel a “mucha gente, muchos años”, y admitir que es “horrible”, añade: “Sí,
pero la diferencia es cómo lo encarás. Abrís un expediente y decís: ´A ver cómo
lo zafo a éste´. Y si zafarlo no está bien, entonces digo: ´A ver cómo hago
para que la lleve más aliviada´. Abriendo un expediente así, con esa idea, vas
a dormir tranquilo siempre. En definitiva, la función del juez penal es
contener el poder punitivo, ¿viste? Poder decir: ´Bueno, hasta acá´. En el
ejercicio del poder punitivo llega un momento del proceso en que el acusado
está solo, todos contra él. Hasta que llega un tribunal que dice: ´Vamos a ver
cómo compensamos esto´”.
La imposición de Justicia queda allí reducida a
apaciguar la buena conciencia, prevaleciendo los fines subjetivos y de orden
privado que invalidan el valor de una de las instituciones republicanas que
deberían bregar por el bien común. Se entiende entonces que, amparado en la
inoperancia del sistema penal, se le de el golpe de gracia: en los hechos, se
minimizan o, siguiendo el modelo abolicionista, hasta se eliminan las penas.
Por supuesto, se empieza con una pena de prisión perpetua –a sabiendas de que
el “clamor popular de venganza”, Zaffaroni dixit, será satisfecho y divulgado
por las cámaras de tv a las que el ex juez tanto maldice. Pero después, cuando
las luces del minuto de fama se apaguen, un Tribunal de Casación cambiará la
carátula y terminará otorgando tres años de prisión en suspenso, se trate de
Felisa Micheli y su bolsa en el baño o del soldadito homicida de la 11-14.
Pese a que su prédica penetró los intersticios de la
política penal, Zaffaroni propone hoy un cambio de paradigma. En una entrevista
publicada en febrero por la Revista digital Ajo, confiesa su fracaso cuando
dice que “no se puede pensar en un abolicionismo, en un reduccionismo del poder
punitivo a un derecho penal mínimo, como proponen algunos. Es interesante
discutirlo en algún café de París”. Parece olvidar que fue el adalid de esa
corriente cuya contracara fue la sociedad argentina travestida en conejillos de
indias de un experimento social pergeñado por su doctrina academicista de la
cual hoy reniega pero que se sigue aplicando en los fallos con
discrecionalidad. Desmintiéndose a sí mismo y a sus fallos abolicionistas,
declara que “terminar con esa lógica implica un cambio civilizatorio, que no es
tan fácil como proponen los abolicionistas”. Para Zaffaroni, el sistema penal
es una canalización de la venganza privada que debe ser “superada”. Pero si no
se “supera” en otros ámbitos de la vida humana (es retributivo tanto el dar las
gracias a un regalo como el pagar una multa en el derecho tributario), ¿por qué
exigir su superación cuando el “conflicto” es la muerte violenta de un hijo, un
padre o un hermano? Solo un rasgo de omnipotencia patológica pudo hacerle creer
que esa dificultad “civilizatoria” podría ser superada.
No cambió en su culpabilización a los medios de su
errada política penal: “Es el Teorema de Thomas: no te importa que algo sea
cierto o falso, sino que se lo dé por cierto y produzca efectos reales …”
Siguiendo esta lógica, si se da por cierto el ideal de la reinserción tras
apenas tres años de prisión (la media en la Argentina) para un violador o un
homicida que reincide en el delito, entonces produce efectos reales: no
solamente las vidas arrancadas, sino un falso sistema de creencias en una
sociedad colonizada por la doctrina Zaffaroni que, si bien comienza a salir de
su letargo, continúa valiéndose de conceptos como estigmatización (si se habla
de peligrosidad) y rehabilitación inmediata (negada por los índices de
reincidencia).
Su tardíamente admitido “error de juventud” se
perpetúa en la colonización de una justicia autodenominada “legítima” que
continúa aplicando su doctrina. Un ideario que ya se cobró miles de “ausentes”
de la Democracia, como los llamó Zaffaroni, sucedáneos de los “desaparecidos”
de la Dictadura.
Diana Cohen Agrest
Doctora en Filosofía y ensayista. Miembro de Usina de
Justicia