.Carlos Gervasoni
Clarín, 6-12-15
La inseguridad, la inflación o la corrupción son lo
mismo: expresiones de un Estado de muy baja calidad. Esto es, de políticos que
designan familiares y militantes en vez de funcionarios idóneos, de jefes
policiales que protegen al crimen organizado, de banqueros centrales que
generan inflación y regalan reservas, de jueces que convalidan el
enriquecimiento ilícito. Elijo casos extremos (pero no poco comunes):
funcionarios a los que les pagamos un salario para que nos perjudiquen.
Néstor y Cristina Kirchner contribuyeron a la
decadencia de nuestras instituciones públicas, politizándolas al extremo.
Tuvieron el poder, los recursos y el discurso para la construcción de un Estado
fuerte, pero privilegiaron sus más inmediatos objetivos de hegemonía política.
Y esta es la norma: los intereses de los gobernantes frecuentemente chocan con
la lógica de una administración pública meritocrática, reglada y transparente.
El nuevo gobierno de Cambiemos enfrentará lo que la
politóloga Barbara Geddes llama “el dilema del político”: debe decidir entre
usar la administración pública para hacer designaciones “políticas” de
militantes, amigos y aliados, pero arriesgándose a producir malos resultados de
política pública, o apostar a un Estado con reglas claras que promuevan el
mérito y la transparencia, pero sacrificando dosis de discrecionalidad que los
políticos tienden a preferir.
¿Cómo mejorar la calidad de nuestro Estado? El
gobierno dividido ayuda: el nuevo presidente tiene el poder para realizar
numerosas designaciones, pero enfrenta los límites del partido derrotado que
domina en el Legislativo. Recordemos al recién electo y todavía débil Kirchner:
reemplazó la mayoría automática menemista en la Corte Suprema no con una
mayoría propia (como la que su poder hegemónico le había permitido construir en
Santa Cruz) sino con juristas idóneos, aceptables para el Congreso y la opinión
pública.
Un reciente artículo de Cesi Cruz y Philip Keefer
confirma estadísticamente lo que algunos estudios de caso ya sugerían: que los
partidos no programáticos son un obstáculo para la implementación de reformas
que aumenten la eficacia del Estado; es que el clientelismo en que se basan es
incompatible con una administración pública profesional. Inversamente, allí
donde los políticos se relacionan con los votantes a través de vínculos
programáticos, los incentivos para construir estatalidad efectiva son mayores.
El perfil suavemente programático del PRO y su cuna política en el distrito
menos clientelar del país, la CABA, alientan esperanzas en este sentido.
Cruz y Keefer conectan dos metas deseables pero que
raramente se perciben como relacionadas: un Estado mejor y un sistema de
partidos más institucionalizado. Posiblemente un PJ opositor persista en la
legendaria mélange ideológica que lo caracteriza desde su nacimiento.
Continuará basándose en una combinación de (declinante) identidad partidaria,
clientelismo y liderazgos personalistas. Más probable es un impulso
programático desde el PRO. En campaña ha enfatizado el estilo por sobre la
sustancia, pero pareciera haber también un perfil ideológico razonablemente
definido. Esto contribuiría a un sistema de partidos más programático, más
propenso a impulsar un Estado potente.
Soñemos: escuelas de posgrado para administradores y
economistas gubernamentales como las que brevemente impulsaron Alfonsín y
Menen; un amplio, meritocrático y transparente régimen de concursos para el
ingreso y promoción en la función pública, un sistema de evaluación de
funcionarios y políticas públicas, una generosa ley de acceso a la información
y órganos de control horizontal fortalecidos. “Eso es administración, no
política” dirán unos. No. Ninguna política pública funciona cuando el Estado es
el oscuro botín de políticos, militantes, empresarios, sindicalistas y
familiares.
Carlos Gervasoni es politólogo. Profesor de la
Universidad Di Tella y miembro del Club Político Argentino.