¿PUDO EVITARSE EL
DERROCAMIENTO DEL GOBIERNO?
(Reedición
de lo publicado en marzo 21 de 2006)
El diario Clarín (18-3-06), publicó
una carta de lector, con el testimonio del Sr. Guillermo Bringiotti, quien,
siendo estudiante de periodismo, tuvo oportunidad de entrevistar al presidente
del Partido Radical, Dr. Ricardo Balbín, días antes de aquella fecha. Relata
haber escuchado ésta frase textual: “Ya no hay nada que hacer, la suerte está
echada”. Quienes vivimos intensamente lo acontecido en esos días, recordamos
que el Dr. Balbín manifestó en una aparición por televisión: “Debe haber una
solución, pero yo no la tengo”.
Parece obvio que si el líder
del principal partido opositor se expresaba así, es que no existía una
alternativa viable al golpe de Estado. Sin embargo, desde hace años se insiste,
y acaba de repetirlo el actual gobierno argentino -con motivo de la ley que
establece la fecha mencionada como feriado nacional-, que el motivo del
derrocamiento fue el deseo de instaurar una dictadura que reprimiera a quienes
se opusieran a un nuevo modelo económico de explotación.
Por cierto que no puede
avalarse el método utilizado para combatir a los grupos subversivos que
actuaron en la década de 1970, pero, tanto el accionar terrorista como la
represión ilegal ya existían antes del cambio de gobierno. Hubo 908
desaparecidos antes del 24-3-76, y la participación de las Fuerzas Armadas en
la lucha antiterrorista fue dispuesta en 1975 por un gobierno constitucional.
El 24 de marzo, la sociedad
argentina estaba al borde de la desintegración, con un sector público
anarquizado y que había perdido el monopolio del uso de la fuerza. Todos los
mecanismos constitucionales y todos los matices y las combinaciones imaginables
dentro del sistema vigente se habían mostrado ineptos para revertir aquella
carrera hacia la disolución [1]. Además, como acaban de recordarlo los obispos,
el derrocamiento del gobierno fue consentido por parte de la dirigencia de
aquellos momentos [2].
Como resume una reciente crónica periodística: Nadie
alzó un dedo, siquiera una voz, se vivió una jornada de sugestiva normalidad,
para quejarse por esa malhadada interrupción. Más bien, era admitida y hasta
querida por imposibilidad de modificar la sistemática incompetencia de un
gobierno [3].
En realidad, hasta el último
cuatrimestre de 1974 la opinión predominante en las Fuerzas Armadas era
refractario a involucrarse nuevamente en la conducción del Estado; incluso
consideraban que el problema subversivo debía ser enfrentado por las fuerzas de
seguridad y no por los militares. El panorama fue cambiando debido al fracaso
del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) al intentar tomar un cuartel, lo
que impulsó, como represalia, el asesinato indiscriminado de miembros de las
Fuerzas Armadas, y esto, a su vez, comenzó a modificar la opinión militar.
El gobierno constitucional,
en 1975, encomendó a las Fuerzas Armadas la represión de la actividad
guerrillera. Al inicio de 1976, había dos generales en actividad a cargo, respectivamente,
de la Policía federal y de la SIDE (Secretaría de Informaciones del Estado). Si
se dio el paso siguiente -asumir el gobierno- fue por la convicción de que era
la única manera de terminar con el caos y vencer a la subversión [4].
Carencia de solución
institucional
Como la intervención militar
en 1976 no fue la primera en la historia política argentina, es necesario
detenerse a evaluar el motivo de fondo que produce esas interrupciones en la
normal sucesión de autoridades constitucionales. Recordemos que las rupturas
institucionales se produjeron, durante el siglo XX, en 1930, 1943, 1955, 1966 y
1976, sin contar el alejamiento forzoso del presidente Frondizi, en 1962, por
aplicación discutible de la ley de acefalía.
Carece de rigor analítico la
suposición de una continuidad en el empeño de las Fuerzas Armadas de ocupar el
poder. Además, con excepción de 1955, en que hubo enfrentamientos armados, los
cambios de gobierno se hicieron pacíficamente, sin verificarse nunca -ni
siquiera en el 55- las características de un fenómeno revolucionario. Tampoco
existió nunca una casta militar, que se suceda en el tiempo, ni logias que
transmitan a sus continuadores una manera unívoca de actuar en el plano
político. El estilo de gobernar y las definiciones públicas de los jefes
militares de 1976, no presentan la menor coincidencia con lo registrado 46 años
antes, en el gobierno surgido del golpe de 1930.
Consideramos evidente que
hay un motivo estructural: la carencia de un remedio institucional, que opere
en casos de emergencia. La opinión de los constitucionalistas es clara [5]:
quien asume el Poder Ejecutivo como consecuencia de un golpe de Estado es
denominado presidente de facto, dado que no es un mero usurpador, y su
investidura es admisible cuando se dan algunos requisitos:
a) el acatamiento pacífico
de la comunidad;
b) la disposición de los
medios para asegurar el orden, la paz, los servicios públicos y los derechos de
los ciudadanos;
c) la necesidad de proveer,
mediante la existencia de un gobierno, a la atención de aquellas necesidades;
d) el ejercicio público y
pacífico del poder.
Lo señalado no difiere de la
doctrina clásica sobre el derecho de resistencia.
Ahora bien, como en nuestro
caso se repitió seis veces en un siglo la situación anómala de gobiernos
imposibilitados de gobernar, que debieron ser reemplazados por autoridades de
facto, debemos concluir que los golpes de Estado funcionan como verdaderas
enmiendas constitucionales. Es decir que, al no estar prevista en la
Constitución Nacional la solución jurídica que permita el reemplazo pacífico
del gobierno que perdió la legitimidad de ejercicio, se admite de hecho la
solución fáctica, avalada incluso por la jurisprudencia de la Corte Suprema de
Justicia. Esto es consecuencia directa del sistema partidocrático, que ha
impedido en todos los casos mencionados la utilización del juicio político,
único remedio previsto en la Constitución.
Cabe destacar, que en el
dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia (7-10-86), creado
para procurar el perfeccionamiento de las estructuras políticas, y que sirvió
de base para la reforma constitucional de 1994, no se incluyó ninguna propuesta
destinada a facilitar una solución institucional en las coyunturas analizadas.
Es que el gobierno de entonces, había iniciado una maniobra, continuada por sus
sucesores, destinada a evitar para siempre el peligro de golpe de Estado,
mediante un recurso drástico: la destrucción de las Fuerzas Armadas.
Ello se
consiguió, a través de: a) la disminución paulatina del presupuesto militar,
que impide el cumplimiento de la misión de las tres fuerzas, y congeló los
sueldos del personal; b) la supresión por ley del servicio militar obligatorio;
c) el descabezamiento reiterado de los mandos superiores, lo que dificulta un
trabajo programado, y desarticula la carrera profesional basada en el mérito.
Se ha señalado [6] que no
puede existir un Estado, propiamente dicho, sin Fuerzas Armadas, que
constituyen una institución fundacional de la República, y simbolizan la unidad
del pueblo, y la capacidad coercitiva que corresponde a la soberanía del poder
estatal. Aquellas, han mutado a una Guardia Pretoriana, disponible para
ejecutar las órdenes del gobernante de turno, al margen de cualquier código de
honor. Del Estado, ya inexistente, sólo resta el gobierno, hipertrofiado en un
poder político personalizado carente de todo límite.
Se ha logrado, entonces, el
objetivo: impedir que las Fuerzas Armadas puedan actuar en el futuro como
recurso extraordinario en situaciones límites, no solucionables por medio de
las normas vigentes, de modo de garantizar la continuidad de la República.
Mario Meneghini
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[1] Iribarne, Miguel Ángel.
El rescate de la República; Buenos Aires, Emecé, 1978, p. 11.
[2] Conferencia Episcopal
Argentina, 15-3-06.
[3] Ámbito Financiero,
20-3-06.
[4] Fraga, Rosendo. La
Nación, 19-3-06.
[5] Bidat Campos, Germán.
Manual de Derecho Constitucional Argentino; Buenos Aires, EDIAR, 1972, pgs. 695/697.
[6] Sánchez Sorondo,
Marcelo. La Argentina no tiene Estado, sólo gobiernos; en Revista Militar, Nº
728, 1993, pgs. 13/17.