y sindicalistas
temerosos
Alfil, 7 octubre,
2020
Por Pablo Esteban
Dávila
Todo indica que
los próximos días marcarán el final de la cuarentena para el dictado de clases.
Al menos, en teoría: es un hecho que no todos los alumnos volverán a las aulas
y que hay muchos maestros y profesores que no están seguros de querer regresar,
conforme sostienen sus representantes gremiales.
Esta es una
reticencia que, afortunadamente, ya no se observa en las autoridades. Los
ministros de educación de todo el país, al igual que los especialistas en
educación, coinciden en que la pandemia produjo una suerte de lamentable
selección darwiniana entre los estudiantes. Aquellos que tuvieron pleno acceso
a la tecnología, contaron con apoyo familiar y mantuvieron una razonable
disciplina personal pudieron aprender y consolidar nuevos conocimientos. No
puede decirse lo mismo de quienes que no contaron con tales ventajas. Como toda
selección natural, solo los fuertes (en determinación subjetiva y recursos
objetivo) han logrado sobrevivir las presentes circunstancias académicas.
Tal cosa no es
aceptable. Si algo se le reclama al Estado es que ayude a nivelar el punto de
partida para que todos tengan oportunidades en la vida. De todas las esferas de
interés posibles, es la educación la más importante. La irrupción del Covid-19
golpeó sobre aquellos sectores que necesitan más que ningún otro un servicio
educativo de calidad. La falta de clases presenciales ha expulsado a miles de
alumnos pobres del sistema. Esta es una tragedia invisible, pero de
consecuencias quizá más gravosas que las noticas de hospitales colapsados.
Hace ya un par de
meses que diferentes provincias evalúan el retorno a las aulas. Antes de las
vacaciones de invierno, Córdoba la había anunciado para los primeros días de
agosto. Otras jurisdicciones planificaban lo mismo. Fue entonces que sobrevino
la gran infección del interior del país, que congeló estos planes sine die y
desnudó la perplejidad de los gobernantes ante un fenómeno -el aumento de los
casos- que, en rigor, era inevitable y con el que debería haberse aprendido a
convivir.
La situación
reforzó la parálisis institucional y las escuelas permanecieron cerradas. No
ayudó a clarificar el debate los cortocircuitos que mantuvo la ciudad de Buenos
Aires con el ministro Nicolás Trotta en torno a la posibilidad de dictar clases
en espacios abiertos y respetando protocolos estrictos. Mientras que la Ciudad
decía que esto era posible, la Nación argumentaba que sería suicida. Durante
muchas semanas esta última resultó la tesitura dominante.
Pero esto está
cambiando. Ayer Trotta mantuvo reuniones con sus pares provinciales para
definir que curso seguir. Nadie quiere dar por terminado un ciclo lectivo que tuvo,
tan solo, dos semanas de clases, no al menos sin intentar algo. Sin embargo, no
es una cuestión meramente volitiva: ningún funcionario se atrevería a decretar
el fin de las restricciones simplemente para que, de complicarse las cosas,
quedar como el responsable de la propagación infecciosa.
Esta es la razón
por la cual el debate se centra, por estas horas, en definir (conforme las
palabras de Trotta) “un indicador objetivo para las clases presenciales, que
permita tomar la decisión correcta en el momento indicado y donde cada
provincia, con su propia realidad epidemiológica, determine qué actividades
permite para la revinculación”. En castizo, encontrar una expresión matemática
que justifique aquello que los ministros quieren hacer pero que nadie se anima
a firmar.
Es algo así como
descubrir los secretos de la piedra filosofal. ¿Cuál sería el indicador
correcto, aquel que dejara a salvo las conciencias del funcionariado? Tal
prodigio estadístico todavía no ha sido enunciado, aunque se sospecha que hay alguno
en ciernes. El “semáforo epidemiológico” sería uno de ellos. Por lo pronto,
existe un consenso firme de que deben regresar las “actividades no escolares” a
las aulas, lo cual parece un contrasentido. Se trata de aquellas que involucran
a estudiantes en los últimos años del primario y del secundario, pletóricas de
ritos, despedidas y significados. Todo lo demás dependerá de las luces que
emita aquel semáforo mitológico.
Sorprendentemente,
ya se ha puesto en marcha un ensayo para llevar adelante este tipo de
actividades no académicas. La comunidad boliviana residente en el país tendrá
la oportunidad de votar en diferentes establecimientos educativos de la
Argentina en las elecciones presidenciales previstas para el próximo 18 de
octubre. Se trata de un colectivo muy importante, cuyo voto puede gravitar
fuertemente sobre los resultados en Bolivia. Dado que la Casa Rosada supone
que, localmente, el voto se inclinará hacia los candidatos de Evo Morales
-huésped del presidente Alberto Fernández- las escuelas merecen exponerse al
coronavirus durante una jornada completa.
Mientras las
provincias juegan a las estadísticas y los bolivianos ejercen sus obligaciones
cívicas, la cuarentena interminable que vive la Argentina genera situaciones
paradojales en materia educativa. Así, los estudiantes desean regresar a clases
a lo que de lugar mientras que los educadores se resisten a hacerlo, al menos a
juzgar por lo que dicen sus representantes.
Eduardo López en
Buenos Aires y Juan Monserrat en Cordoba -titulares de UTE-CTERA y UEPC,
respectivamente- protestan de que no están dadas las condiciones para la
presencialidad. El cordobés sostiene que “las condiciones sanitarias de la
provincia y el país dan cuenta de que estamos en uno de los peores momentos de
la pandemia”, advirtiendo que “habrá un aumento de los casos” y que el sistema
sanitario “va a estallar por los aires”. El sindicalismo porteño, por su lado,
argumentó en su momento que “las condiciones epidemiológicas” no eran las
adecuadas y que “al gobierno (de Horacio Rodríguez Larreta) no le interesa la
vuelta a clases sino lograr efectos mediáticos sobre un tema que vende”. En la
Capital Federal, los sindicatos docentes son opositores declarados a la gestión
del PRO.
Son prevenciones
atendibles, aunque no necesariamente los vaticinios que se derivan de ellas.
Piénsese, solamente, en los supermercados entre cientos de otros ejemplos.
Nunca cerraron, ni siquiera en los momentos más restrictivos de la cuarentena.
Sin embargo, no hubo casos de contagios entre sus empleados. Tampoco los hay en
los comercios ni en las industrias que comenzaron a trabajar al ritmo de las
sucesivas flexibilizaciones. Esto demuestra que los protocolos funcionan a
condición, por supuesto, de que sean cumplidos. Los sindicalistas de la
educación soslayan esta certeza y exhiben discursos impropios de quienes deben
impartir enseñanzas basadas en teorías científicas o comportamientos morales.