empuja la deriva
autoritaria de Occidente
Eugenio Capozzi
Brújula cotidiana,
17-05-2022
Después del clima
y la pandemia, he aquí la guerra en Ucrania: tres grandes campañas ideológicas
que tienen en común el impulso hacia una regulación coercitiva de las
sociedades democráticas entorno a poderes de emergencia y, por tanto,
indiscutibles; y la previsión de una disminución “controlada” de esas
sociedades.
Si miramos
desapasionadamente el estado actual del debate en Occidente sobre la guerra
ruso-ucraniana, tenemos la impresión de una situación paradójica, en la que
surge una desconexión total entre la realidad fáctica y la retórica dominante.
Los hechos nos
dicen, inequívocamente, que la continuación del conflicto, o incluso su
ampliación e intensificación, no interesa a ningún país occidental. Estados
Unidos y sus aliados europeos ya han gastado enormes sumas para armar, equipar
y entrenar a Ucrania, agravando sus déficits y, en el futuro, su carga fiscal.
Alimentando la guerra, y luego, sobre todo, con la política severa (e ineficaz)
de sanciones infligidas a Moscú, además de los riesgos enormemente aumentados
para la seguridad, se creó un gigantesco efecto bumerán, que ha provocado un
nuevo aumento en los precios de las materias primas, la inflación galopante y
la perspectiva de una nueva recesión, apenas después de la dolorosa superación
de la pandemia.
Al levantar un
muro de hostilidad irreductible con Rusia, quizás han empujado definitivamente
a esta última hacia la órbita política y económica de China, y también se han
distanciado de países estratégicos y hasta ahora amigos en ascenso, como India,
Brasil, Turquía, Arabia Saudita, a su vez acercándolos a Beijing. La
preocupación por esta deriva emerge, por momentos, en las posiciones que toman
algunos líderes europeos, como Macron, Scholz y ahora también Mario Draghi, a
favor de iniciativas de paz. Y, en los últimos días, se han producido los
primeros y tímidos intentos de diálogo entre Estados Unidos y Rusia, con la
llamada del ministro de Defensa norteamericano, Lloyd Austin, a su homólogo
Sergey Shoigu.
Eso sí, se podría
observar que Estados Unidos y Reino Unido obtienen algunas ventajas
estratégicas de la exasperación de la crisis: para el primero la reunificación
a su alrededor, precisamente, de los aliados europeos y un golpe a las
ambiciones hegemónicas continentales de Alemania; para el segundo, la
construcción embrionaria de su propia esfera de influencia en el Báltico y
Escandinavia, en detrimento de Moscú y Berlín. Estos objetivos estratégicos
pueden ayudar a explicar los tonos particularmente agresivos y provocadores que
la administración de Biden y el gobierno de Johnson han mantenido hasta ahora
hacia Putin. Pero incluso la consecución de estos resultados podría resultar
una victoria pírrica, fruto de una mirada miope, frente a las enormes
consecuencias negativas antes mencionadas.
A los innegables
costos de la prolongación de las hostilidades para el eje Atlántico se suma la
evidente falta de apoyo popular a las políticas belicistas. De todas las
encuestas realizadas desde el comienzo del conflicto, está claro que las
opiniones públicas de todos los países occidentales, incluso las de los
estadounidenses y de los británicos, son, en su abrumadora mayoría, opuestas a
una participación directa de sus países en la guerra y el envío de material
bélico a los ucranianos, y a favor de las negociaciones para llegar a una
solución negociada.
Sin embargo, el
tono decididamente predominante en los medios de comunicación, la política y el
mainstream al otro lado del Atlántico sobre el conflicto parece no reflejar,
casi para nada, todos los aspectos profundamente problemáticos que conlleva
para las grandes democracias industrializadas. Por el contrario, la información
y las posiciones de las principales instituciones occidentales, tanto
nacionales como transnacionales, siguen caracterizándose, desde hace dos meses,
casi ininterrumpidamente, por una retórica belicista estentórea, por la
reducción de una larga disputa entre nacionalismos frente a la esquematización
simplista y abstracta de “agresor/agredido”, a la apelación a una suerte de
“guerra santa” en defensa de Ucrania (descrita igualmente simplistamente como
víctima absoluta, y como parte integrante y evidente del sistema democrático
liberal de Occidente) de la criminalización sin apelación de Putin, calificado
de dictador totalitario y sanguinario genocida.
Una narrativa
rígida y dogmática de exaltación de la fuerza que contradice especularmente
-especialmente en Europa- décadas de retórica pacifista y de negociación en las
crisis internacionales. Y en cuyo estruendo incluso las voces dialogantes más
autorizadas, como las ya mencionadas de Macron y Scholz, se ven superadas por
actitudes mucho más intransigentes, como las de Ursula von der Leyen, del
secretario general de la OTAN Jens Stoltenberg, y de la ministra de Asuntos
Exteriores de Alemania, Annalena Baerbock.
Mientras esta
retórica siga representando el enfoque oficial del frente occidental, cualquier
intento de negociación, incluso si tiene éxito, estará necesariamente destinado
a conducir solo a acuerdos provisionales y a la baja, y una condición de guerra
al menos latente permanecerá establemente presente en la zona centro-oriental
del viejo continente, haciendo crónica y agudizando aún más su crisis
económica.
El dominio de este
belicismo agresivo, el cual no se había visto en Europa desde la Gran Guerra, y
tan autodestructiva desde el punto de vista político y económico, no puede en
realidad explicarse únicamente por la política exterior a corto plazo
propugnada por Biden y Johnson. También porque sus tonos amenazantes los sufren
sustancialmente, aunque con cierta delicada distinción, los gobiernos europeos
que, en el pasado, ante crisis igualmente graves como la de la war on terror de
George W. Bush, no habían dudado en tomar con gran decisión distancia de
Washington.
La única manera de
dar cuenta adecuada del enorme impacto de la actual movilización ofensiva en el
campo atlántico, a mi juicio, es situarla en una línea de continuidad con otras
dos retóricas hegemónicas surgidas en Occidente en los últimos años: la
“gretista” del ambientalismo apocalíptico y el ‘emergencialismo’ sanitario
“pandémico”.
Las tres
propagandas ideológicas dominantes en Occidente en los últimos años, con sus
diferencias, tienen en común el empuje hacia una regulación coercitiva de las
sociedades democráticas liberales en torno a poderes que son, de hecho, de
emergencia, y por tanto indiscutibles, y la prefiguración de un decrecimiento
“pilotado” de aquellas sociedades dictadas por la movilización para un fin
superior. Los tres reflejan de diferente manera, en definitiva, los poderos
empujones del establishment económico (el big tech) y financiero (los grandes
fondos de inversión), apoyado por una parte considerable de las clases
políticas, a favor de un redimensionamiento del tamaño del mercado y del
consumo de la dimensión física a la “inmaterial”, de un empobrecimiento que
puede gestionarse a través de regímenes de vigilancia digitalizados, similar al
vigente en el gran antagonista chino.
Es sobre todo en
esa dirección, en última instancia, que la movilización de la “guerra santa”
contra Putin parece querer llevarnos.