del salteño Julio Flores, condenado a morir en
prisión
POR AGUSTÍN DE
BEITIA
La Prensa, 22.06.2022
Después de siete
años y siete meses de proclamar su inocencia sin ser oído, el salteño Julio
Flores, mecánico de aviones, adoptó hace quince días, en la soledad de su
celda, la fatídica decisión que ayer puso en marcha: iniciar una huelga de
hambre hasta morir. Lleva más de 24 horas sin probar comida ni aceptar
medicamentos para sus enfermedades. Pero la agonía, para la familia, empezó dos
semanas atrás cuando esa idea que le rondaba la cabeza mordió su alma. Para
desesperación de los suyos, ese día empezó a darles indicaciones sin atender
sus ruegos. La determinación más dramática fue que desde entonces empezaría a
reducir drásticamente la ingesta de alimentos con el objetivo de preparar su
cuerpo para el tormento que vendría y que finalmente comenzó ayer. Es el
desconsuelo en medio de la tribulación para su entorno.
Flores, de 64
años, dio a conocer ayer en público el inicio de su huelga de hambre mediante
una carta manuscrita que probablemente no trascienda demasiado. Será apenas
otro grito del silencio que a nadie importará. Sobre él pesa una acusación que
es como una losa que aplasta, la imputación de uno de esos delitos llamados de
“lesa humanidad”, que esconden una condena a muerte en prisión.
¿Y de qué se lo
acusa a Flores? En su escrito, titulado “Carta de un condenado a muerte en
Argentina”, él explica que la acusación es, “concretamente”, por “privación
ilegítima de la libertad”.
Flores, que
ingresó a la escuela de suboficiales de Córdoba para poder estudiar la
especialidad que había elegido, y sólo permaneció tres años en la Fuerza Aérea,
entre los 18 y los 20 años, cuando pidió la baja para ir a probar suerte en la
aviación civil, no fue escuchado por los miembros del Tribunal Oral Federal No.
5 de San Martín, Marcelo Díaz Cabral, Alfredo Ruiz Paz y Claudia Marquese
Martin, que lo condenaron a 25 años de prisión. Tampoco por los jueces de la
Cámara Federal de Casación Penal que ratificaron su condena, ahora apelada ante
la Corte Suprema.
Su único destino
militar fue el amplio terreno de una base aérea con hangares donde también
funcionó un centro de detención conocido como Mansión Seré.
Según dice Flores
en su carta, dos son los fundamentos que esgrimieron para condenarlo. Uno es
que en su legajo de la Fuerza Aérea figura “una calificación anual” firmada
“por un jefe, supuestamente participante de la guerra antisubversiva, ya
fallecido”. El otro es un testigo que se contradijo: durante la instrucción de
la causa en 2006 no lo reconoció cuando le mostraron fotos, pero 13 años
después, durante el juicio celebrado en 2019, misteriosamente sí. “Declara por
videoconferencia desde Francia, donde reside, que me reconoce como jefe de guardia
que lo cuidaba y comía con él, en la misma mesa, en el lugar de detención”,
dice Flores.
Los hechos de los
que se lo acusa ocurrieron en un período de seis meses comprendido entre agosto
de 1977 y enero de 1978, explica, para luego añadir que en ese momento él tenía
19 años y era un cabo con apenas ocho meses de antigüedad, ya que había
egresado en diciembre de 1976.
“Con seguridad
afirmo, y salta a la vista, que ese testigo fue aleccionado, dirigido, para que
diga que me reconoce, trece años después de negar ese reconocimiento”, resalta
Flores, quien se considera un preso político.
El cambio
repentino de declaración de ese testigo lo lleva al salteño a discurrir en su
carta sobre la supuesta solidez de las evocaciones y la implantación de
recuerdos, siguiendo a varios autores, entre ellos Lucas Massaccesi y Bruno
Falco, que escribieron un artículo titulado “Hércules y la fábrica de causas”,
como así también el psicólogo Jerome Bruner y el neurocientífico Fabricio
Ballarini.
Luego de citar
también al filósofo Duncan Kennedy sobre las motivaciones que suele haber
detrás de los procesos de decisión judicial, como pueden ser las expectativas
de la comunidad o la formación ideológica de los jueces, Flores vuelve a
referirse a la Justicia argentina para denunciar que “en este clima de verdad
se inserta un relato judicial que termina encarcelando a quienes la hegemonía
mediática u otras organizaciones señalan”.
“La decencia y
valentía de los magistrados es puesta a prueba por la lógica de los poderosos”,
sostiene el autor de la angustiosa carta, quien acusa a los jueces de “fallar
sin equidad, lejos de la ley justa, con juicios amañados, ilegales, a veces
hasta ridículos”. Y más adelante añade: “Dan pena, se terminan convirtiendo en
meros sicarios de la lapicera, oscuros verdugos de patíbulo, mamarrachos”.
El salteño, que a
lo largo de estos años pidió en cuatro oportunidades que al menos le concedan
el arresto domiciliario, y todas las veces se lo negaron, expresa su anhelo de
esperar en su casa, con su familia, su esposa e hijos, nietos y hermanos la
resolución de la Suprema Corte.
“Quiero irme a mi
casa vivo, pero si tengo que morir en el intento lo haré”, asegura, antes de
remarcar que si muere “serán responsables los señores jueces del TOF 5 de San
Martín, provincia de Buenos Aires”.
“Sobre sus
conciencias estará mi cadáver”, advierte. “Destrozaron mi vida y la de mi
familia, pero no les tengo rencor”, añade.
Flores confiesa
abrigar aún esperanzas de que su situación se aclare y pueda estar finalmente
con su familia, pero, si no se le concede, esta vez está dispuesto a morir. “A
lo mejor esa es mi libertad definitiva”, especula. “Dios y la Virgen dirán”,
concluye. ¿Será oído esta vez? El reloj de arena acaba de darse vuelta y empezó
a escurrir su contenido. La vida de Julio Flores se escurre junto a él.