y la actualidad argentina
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica, 21/06/22
Se afirma
frecuentemente que la formulación moderna de la Doctrina Social de la Iglesia
tuvo origen con la encíclica Rerum Novarum, de León XIII, publicada en 1891. El
corpus doctrinal, y las orientaciones prácticas que el ilustre pontífice
ofreció a la Iglesia, deben leerse en continuidad y a la vez apreciando el
contraste con la obra de sus predecesores inmediatos, Pío IX y Gregorio XVI.
En el Syllabus de
errores modernos que acompañaba a la Encíclica Quanta cura, Pío IX condenó una
proposición según la cual el Romano Pontífice -la Iglesia, en realidad- debía
reconciliarse con la civilización moderna; es decir, con la cultura inspirada por
la Revolución Francesa, de 1789, y su mentiroso lema de libertad, igualdad y
fraternidad, difundido por la Masonería, que se había apoderado del gobierno de
varios estados. La astucia diabólica consistía en pretender que la Iglesia se
«reconciliara» con sus perseguidores, o sea que dejara de luchar contra ellos,
y de denunciar sus insidias, y se entregara mansamente. León XIII presentó en
términos positivos la enseñanza de sus predecesores, con un lenguaje claro,
firme y sereno a la vez, actualizado a la evolución de las circunstancias,
caracterizando la persistencia de los errores modernos y oponiéndoles con
nuevos argumentos la verdad de la ley natural, de la revelación bíblica y de la
Tradición católica.
Las encíclicas
Diuturnum illud, Libertas praestantissimum, Inmortale Dei opus y Sapientiae
christianae constituyen, no tanto un nuevo Syllabus, cuanto un tratado completo
acerca de la naturaleza de la sociedad política, y sus relaciones con la
Iglesia de Cristo, un desarrollo de lo que en germen podemos reconocer en el
Nuevo Testamento y, en especial, en las Cartas del Apóstol San Pablo; textos en
los que se expresa la actitud de la Iglesia ante la sociedad pagana y el
discernimiento que necesariamente acompaña a la problemática suscitada por el
intento evangelizador.
Considero oportuno
destacar un tema especial. León XIII criticó al liberalismo, y le atribuyó la
injusticia del capitalismo desalmado; que reducía prácticamente a la esclavitud
a los obreros del desarrollo industrial en ciernes. La Encíclica Rerum novarum
llevaba por subtítulo: «Sobre la condición de los obreros» (de conditione
opificum). Subrayo el hecho de que el conjunto de la obra leoniana configura un
corpus doctrinal, que ha servido de base y acicate para la continuidad del
crecimiento oportuno de las intervenciones de los pontífices que le sucedieron.
San Vicente de Lerins, en el siglo V, había señalado cómo la doctrina dogmática
y moral, las instituciones eclesiales y su relación con la cultura profana se
caracterizaban por su desarrollo homogéneo: para expresar con lenguaje renovado
(nove) una doctrina idéntica, la verdad de siempre, que no admite cosas nuevas
(nova) porque ella, siendo siempre la misma, es siempre nueva, en cuanto es
expresada según la oportunidad que reclama la historia. El principio de la
evolución homogénea vale, a fortiori, para la Doctrina Social de la Iglesia, la
cual brinda criterios de prudente actualización.
El constructivismo
es una corriente filosófica que se verifica también en el ámbito
socio-político: niega que existe una naturaleza de la sociedad, y su referencia
a la ley natural y a la Revelación divina. La negación del constructivismo es
metafísica: el concepto mismo de naturaleza es liquidado; todo es obra del
ingenio humano, cuyas realizaciones reemplazan a todo lo dado, y por tanto su
inventiva carece de límites objetivos. Las consecuencias en el desorden
socio-político son fatales para la sociedad. El Estado pseudodemocrático,
desarrollado ideológicamente en no pocos países, y también en Argentina, queda
en manos de dirigentes que forman una casta, que medra y vive de lo que produce
quienes trabajan. Esta organización perversa abruma con impuestos arbitrarios
al mundo de la producción (el mundo rural, el campo, es para ella el enemigo
por excelencia, más cercano a la naturaleza), y lo somete impositivamente para
financiar su populismo. La carencia de trabajo genuino es cubierta con dádivas,
subsidios, y «planes» financiados por la inflación.
La falla principal
es, en mi opinión, de orden político: el electoralismo es un remedo de la
auténtica democracia. La población debe someterse al sistema, y sus esperanzas
quedan defraudadas en cada turno; en el que la casta retiene su poder e
inclusive lo incrementa.
La situación que
acabo de escribir es típica en Hispanoamérica, salvo quizá unas pocas
excepciones. La Argentina no escapa a este destino trágico. A comienzos del
siglo XX -pongamos por ejemplo 1920 o 1925-, después de las excelentes
presidencias (dos períodos) del General Julio Argentino Roca, nuestro país se
encontraba en una línea de largada hacia un futuro de grandeza. Y, junto a
Canadá y Australia, constituían los tres una esperanza admirada por el resto de
las naciones, y envidiada probablemente por ellas. Los dos países citados,
miembros del Imperio Británico, se independizaron y alcanzaron el grado de
desarrollo del que actualmente gozan. No examino a esta altura de mi reflexión
la problemática moral y religiosa, que comparten con la Europa occidental
poscristiana; me ocupo ahora solamente del sustrato material -organización
política, situación económica y social-, y el estado de la población, tal como
puede apreciarlo un periodismo objetivo. La Argentina, en cambio, se empantanó
en los años treinta del siglo pasado: nosotros tuvimos a Perón, y aún nos
afecta su herencia polimorfa, pluriforme.
Me apresuro a señalar que no soy «gorila»,
como se llama desde 1955 a los opositores sistemáticos, liberales o
izquierdistas. Procuro esbozar un juicio prudente, con base en la Doctrina
Social de la Iglesia, a la que me refiero al comienzo de este trabajo. Hemos
padecido -ya veremos que, según pienso, seguimos sufriendo- la rémora de la
inmoralidad política y social, que se ha afianzado al ritmo de la difusión del
mito peronista, el cual continúa seduciendo a ciertos sectores de la Iglesia.
Es un populismo engañoso que, tras un período relativamente exitoso en los años
de la inmediata posguerra mundial -no me detengo ahora a evaluar el costo de
ese relativo éxito-, nos ha sometido a sus variantes ideológicas, que se han
sucedido de acuerdo con un pragmatismo hipócrita. El mito ha sobrevivido a
todos los tumbos ideológicos, y nos ha hundido progresivamente en la pobreza.
Señalo el engaño sufrido por una población malsanamente peronizada; que ha
encarnado los vicios de ese movimiento histórico, y no sus virtudes, que
algunas posee. Lo que suele llamarse kirchnerismo nos agobia actualmente (¿es
peronista?), con un desvergonzado extremo de corrupción en favor de la casta
(reducida a la familia Kirchner); y un ideologismo resentido, que multiplica
los ataques a la Justicia, en busca de una impunidad que ni los reyes conocen.
Proyectando sobre
la actualidad argentina los principios de la Doctrina Social de la Iglesia, me
animo a sostener que el gobierno actual practica una especie de socialismo
retardatario, contrario al orden natural. El Estado, al que no le faltan
inspiradores marxistas, se ha convertido en un elefante que pisotea el trabajo
de quienes producen. Se agita un proyecto presentado como un modelo de inclusión
social, sin aparente costo y financiado por la fabricación de pesos sin valor;
las personas se desprenden de sus billetes lo antes que pueden, y así acelera
una inflación que es una enfermedad congénita, soportada con la estéril ilusión
de superarla un día. Las medidas antiinflacionarias de las que el gobierno se
ufana sólo consiguen agravar el fenómeno.
Un análisis
periodístico reciente descubre, con lucidez, el drama de la situación actual:
pareciera que los gobernantes ignoran «cómo funciona una sociedad, para que los
incentivos se ordenen en sentido provechoso para el conjunto y no sólo para
quienes disfrutan de cargos y cajas del Estado, con agendas personales ajenas
al descalabro que su ignorancia provoca». Hechos insólitos, una vergüenza para un
país serio y responsable, son consumados ante un mínimo asombro de los
ciudadanos: la vicepresidente de la Nación, autora del engendro bicéfalo que es
el actual gobierno, se empeña a fondo en el manoseo del Poder Judicial -apunta
a la mismísima Corte Suprema-, para lograr una impunidad que se encuentra
amenazada por las causas de corrupción que la fastidian. Ya debería estar en la
cárcel. Esta burla al régimen republicano consagrado en la Constitución
Nacional, hace de la Argentina de hoy una lamentable republiqueta.
Durante los
mandatos de la señora K se aprobaron el aborto y el autoproclamado «matrimonio»
homosexual. La ideología de género rige en las disposiciones del Estado, y en
el sistema educativo; mientras éste es incapaz de asegurar los resultados
académicos elementales como aprender a leer y escribir, pero los deforma
intelectual y moralmente desde niños. El próximo atentado contra la vida que
puede temerse es una ley de legalización de la eutanasia. En el contexto que
sumariamente he descrito debe desarrollarse la vida cristiana de los
argentinos.
La Doctrina Social
de la Iglesia se encuentra en íntima conexión por la fe, y hunde sus raíces en
la gran Tradición eclesial; por eso corresponde una reacción virtuosa contra
semejante descalabro, una reacción intelectual y moral. La palabra de la
predicación no puede -no debe- omitir la exhortación a los fieles, y el
testimonio ante quienes no son miembros de la Iglesia, para que se recobre
públicamente la verdad del orden moral, que ha de regir a una sociedad
auténticamente humana.
En su Carta a los
Romanos, el Apóstol San Pablo presenta el orden social como una disposición de
Dios (en el griego original de Rm 13, 2 se dice diatagē) a la cual no se debe
resistir. El poder (exousía) viene de Dios, y toda persona, todo ciudadano,
debe respetarlo, sujeto a él (hypotassésthō). Pablo escribe como exponiendo un
principio pero notemos que el poder al que se refiere es, en concreto, el del
Imperio Romano. El que obra bien --continúa- no tiene nada que temer, pero el
que obra mal sepa que no en vano (ou gar eikē, Rm 13, 4) lleva la espada. Las
autoridades (árjontes, Rm 13, 3) están establecidas al servicio del bien. Este
pasaje del texto sagrado contiene en germen toda la doctrina de la Iglesia
sobre el orden temporal de la sociedad; que fue desarrollada a lo largo de los
siglos.
Es inconcebible, y
contrario a la disposición divina, que el poder de la ciudad terrenal se ponga
al servicio del mal, y deba ser temido por quienes hacen el bien. El político
de hoy, que vive atrapado por sus ambiciones, debería saber, y aceptar, que es
ministro (diákonos, Rm 13, 4) de Dios, para nuestro bien. La exposición del
Apóstol en la Carta a los Romanos se dirigía a los fieles que vivían en una
sociedad pagana. Como palabra de Dios nos ilustra a nosotros, los cristianos de
hoy, para que podamos afrontar correctamente --cristianamente- los problemas
que se nos presentan en una sociedad descristianizada; y que, cada vez con
menor disimulo, contradice las verdades de un orden social auténticamente
humano.
El ensayo que
acaba de leerse me ha sido inspirado por una intención netamente pastoral. No
me ha movido una postura política, ideológica, sino el propósito de aplicar la
Doctrina Social de la Iglesia. Sería muy útil poder esbozar una historia de las
relaciones de la ciudad cristiana con los regímenes vigentes en el orden
temporal; un asunto que excede, ampliamente, mis capacidades. Pero no he
querido reiterar afirmaciones principistas, «estratosféricas», que según estimo
no sirven a nadie.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito
de La Plata
Académico de
Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de
Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico
Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, martes 21 de junio de 2022.
Memoria de San Luis Gonzaga.-